CAPITULO 1
Observaba hacia la calle. Se encontraba desprolijamente enmarcado en el
centro de la ventana. Se rascaba la cabeza y fumaba desaforado. Su condición
vital lo devoraba y, por ende, su alma tiritaba peligrosamente. Pensaba pero no
pensaba. Se sentía demasiado abrumado por el disgusto reciente. Se sirvió un
licor, revolvió el hielo con violencia y lo bebió salpicándose el rostro. “¡Carajo!”
–gritó. Y el estruendo de su ira retumbó trastornándolo mucho más aun. “¡Qué
locura!” –gritó ahora con mucho más énfasis, y se arrojó con violencia a la
cama buscando que el rebote, sobre la misma, lo catapultara a cualquier lado.
En esas circunstancias lo seducía la muerte; el ceñuelo de su propia desgracia
lo llamaba.
Se paró bruscamente y corrió en busca del vacío, es decir del alivio;
sin embargo se detuvo con taquicardia y muy poco oxígeno; ni una falange había
atravesado el vano atractivo de la ventana. Se hubiera quitado la vida si no
fuera por la remembranza de su perro Mac que le zamarreó la cabeza justo a
tiempo.
Minutos después el paseador de perros le entregó a Mac y comieron
juntos. Uno en el piso y otro en la mesa, pero juntos. Luego Job decidió dejar
de jugar a la locura, de manera que se alojó en una silla y bajó al perro de la
mesa.
Otra vez recordó lo sucedido –aunque en realidad nunca había dejado de
recordarlo, sólo que ahora lo recibía con una exactitud intolerable– y ahí fue
cuando, sentado sobre uno de los sofás del living, desapareció del planeta. De
ahora en más cuando el disgusto lo sobrepasara se substraería del mundo. Así
funcionaría su cerebro. El disgusto, contrariamente a un surmenaje o un
infarto, lo llevaría a la cúpula de la felicidad: un lugar de inexplicable
placer donde la dicha y la paz lo envolvería con suavidad eterna.
Mac no paraba de observarlo, pues Job se encontraba inmerso en una
extraña quietud que denotaba, sin duda, algún tipo de anomalía. Su rostro lucía
feliz, pero la rigidez de sus párpados abiertos le hacían creer al perro que la
muerte se había precipitado en su cuerpo. Ahora le ladraba y le tironeaba del
pantalón, pero los párpados no caían dando señales de vida. Minutos después,
Mac, enojado por el abandono de su patrón, lo orinó como si fuera una parte
insignificante del mundo. Luego, como si hubiera cavilado, hasta estresarse,
acerca de su complicado porvenir, se desplomó sobre el suelo refugiándose en el
silencio amnésico de los sueños.
Al despertarse se asombró felizmente al vislumbrar a Job, ubicado
orientado hacia la calle, en el margen izquierdo del vano de la ventana. Afuera
el mundo lo esperaba. Afuera el mundo latía, y... mucho más lejos, más allá de
la verdad, donde hay estrellas y deseo espacial, alguien lo acababa de soñar.
CAPITULO
2
Fue en el bar más cercano a su departamento donde encontró a su esposa
besándose con un hombre. Clara, cincuenta años, y el hombre circunvalaba los
cuarenta. Atónito, mudo y sin aire regresó a su hogar. Ella, al advertir que la
habían desenmascarado, visto que hacía tiempo que eso andaba sucediendo, se
dejó estar sobre sí levantando los hombros. Sabía que le sería muy difícil
remediar eso y, a su vez, no sentía ganas de hacerlo.
Ahora Job despanzurraba un pan. Le quitaba la miga, lo vaciaba, lo
observaba y el vacío lo absorbía dolorosamente: una araña caminaba sobre sus
vísceras dañadas y en su mente el pasado sarcásticamente lo mareaba. Jugaba
alocado con la miga de pan y la palabra amar; ya no quería amar más, aunque eso
no es algo que uno pueda llegar a programar.
Se dirigió al cuarto. Abrió el placard, gritó, y comenzó a arrancar de
las perchas la ropa de su mujer.
Cuando
el volumen de esa mixtura de colores y texturas fue más que suficiente, regresó
al living y, a través de la ventana vacía, arrojó con gran ímpetu la ropa al
diablo. Algunos puloveres aletearon como pájaros y cayeron sobre el asfalto,
mientras que una campera y dos chalecos agonizaron sobre un transformador
eléctrico. El resto de la ropa cayó sobre un toldo, y los puloveres ya habían
encontrado a sus nuevos dueños. Después continuó con las pertenencias
restantes. Alhajas, zapatos, carteras, más ropa, electrodomésticos, etc. Su
mujer recién salía del bar, y, advirtiendo la ira de Job, decidió esfumarse de
su vida sin un último encuentro. El amante tenía demasiada plata, así que no le
era necesario reclamarle nada.
Luego de observar con regocijo como se estrellaban los electrodomésticos,
Job decidió ir a visitar a un amigo. Primero fue al baño, intentó hacer pis,
pero no pudo conseguirlo, como si alguien hubiera cerrado improvisadamente su
grifo prostático. Todo era producto de su nerviosismo, su angustia, su ansiedad
extrema. Luego se observó al espejo y ejecutando un pensamiento indeseado, esos
que provoca la extrema ansiedad, se imaginó con
el pelo largo y lacio, lacio y largo. Esa imagen le proporcionó calma
por un rato y al agotarse corrió velozmente a arrojar algo más a la calle. Un
jarrón con flores aún quedaba vivo en el departamento. Este calló sobre un
parabrisas de un auto provocando un accidente y, en caso de muerte, por lo
menos ya tenían flores.
Bajó
del departamento, pateó un resto de una multiprocesadora, ignoró el accidente
que, afortunadamente no había sido grave, y, pasos después, se introdujo en la
cochera donde aguardaba su auto. Su cerebro era una máquina bestial; las
opciones de su porvenir vital comenzaban a abrumarlo, de tal forma que, justo
antes de entrar al auto, se substrajo una vez más del mundo. “La puta madre
bienvenido a la gloria”, era como si el mismo se hubiera gritado al oído
mientras disfrutaba de todo ese despilfarro de felicidad mágica donde,
lógicamente, no se necesitaba nada; aunque no todo era nada lo que en algún
momento presenciaría. Uno de los empleados de la cochera lo observaba
preocupado.
–Está loco este hombre– le dijo al otro.
Este se acercó y cacheteó levemente su rostro:
–¿Estás bien Job?
–¡Job!
–Gritó fuerte el otro empleado.
Job volvió del trance, no sin antes vislumbrar la silueta de una mujer.
Ubicada de espaldas ella sólo había exhibido su cabello extenso y las
curvaturas de su cuerpo. También había dado a conocer su altura. Dentro de la
imprecisión de todo tipo de parámetro se podría decir que era muy alta.
–Sí, era muy alta –respondió muerto de risa. La felicidad desbordante
había dominado su garganta.
–¿Estás bien? –le preguntaron los dos empleados al unísono.
Y él, con la carcajada en descenso y una confusión severa de tiempo y
espacio en su cabeza, vociferó un: “sif... si, claro”. Y paulatinamente fue
volviendo a su cruenta realidad.
Ya se encontraba dentro del auto y próximo a lo de su amigo de la
infancia. El transito, como en toda capital importante, era un desastre. Había
música fuerte dentro de su auto. Job, quién más sino, escuchaba música fuerte;
de esa forma hacía más llevadero el tedio de la espera y disimulaba el
insoportable bullicio de la contaminación sonora. La idea de visitar a su amigo
era para reflexionar y sacar conclusiones acerca de su futuro solitario,
teniendo en cuenta que se hallaba sólo en el mundo; no tenía parientes en vida
y sus hijos no habían nacido nunca: anomalías de la naturaleza humana.
La puerta del edificio estaba abierta, de manera que entró sin
molestarse en oprimir el timbre.
Ahora si oprimió un botón, el botón correspondiente para llamar al
ascensor.
La puerta del ascensor se abrió como un telón macabro para exhibir a su
amigo moribundo. Más que moribundo, tieso como un animal petrificado, parecía
fuera del mundo. Fuera de este mundo, pero no de una manera provisoria o
circunstancial, sino final; el pulso ni el latido primordial se destacaba en su
cuerpo. Job, desesperado y al borde de
la fuga automática y provisoria, lo zamarreó para intentar despertarlo.
Recibiendo absoluto silencio, último latigazo de la soledad para que la soledad
sea absoluta, se empeño en llevar a su amigo a una sala velatoria. Franco era
viudo y sus hijos vivían en Europa. El motivo de su muerte, supuso Job, habría
sido un ataque cardíaco; Franco tenía tendencia a ese tipo de estallido
rítmico. Ante semejante disgusto, Job, extrañamente, no se había substraído del
mundo; algo subrepticio en él no permitió que así fuera para no dejar a su
amigo a las buenas de Dios, es decir en las desoladas manos de la nada.
Velorio.
Entierro.
Cripta de la soledad sobre Job. Se sentía realmente fulminado, el vacío
interno y externo lo hacían sentir en un estado de coma, y, a decir verdad, todo
era mucho peor que eso, porque lógicamente él era consciente del dolor.
Franco, con una sonrisa infinita, ya había pasado definitivamente al
otro lado, y con respecto a sus amigos y parientes, se enterarían de su muerte
con el transcurrir del tiempo, luego de haber indagado desconcertados y
preocupados acerca del porque de su ausencia.
Mientras regresaba al departamento abarajaba un pequeño abanico de
posibilidades vinculadas al porvenir de su triste vida. Vida muerta. Observar
la vida de los demás desde la quietud desoladora y asfixiante de la soledad. Un
perro no basta para saciar el apetito existencial.
Mac lo recibió como siempre contento y él fingió felicidad para no
trasmitirle ningún malestar. Mientras sonreía y lo acariciaba sentía como se le
resquebrajaba el alma. Agobiado por la película severa de su vida, y más
pequeño que nunca en el universo vasto, se arrojó a dormir. De no hacerlo se
hubiera substraído una vez más del mundo. El mejor amigo del hombre lo acompañó
a su lado roncando y soñando con gatos y zorrinos galácticos. Job, auque
obligatorio es soñar, no soñaba, porque, como estaba sucediendo hacía rato,
alguien lo estaba soñando.
CAPITULO 3
Se levantó con una descomunal depresión. Tomó un café. Lucía muy
meditabundo. Decidió salir a pasear con Mac e intentar relacionarse con
alguien, hacer de la soledad un comienzo, un nuevo punto de partida; Job era un
huérfano de la vida.
Bajó con Mac en brazos. Se sentía cansado. El desgano lo hacía sentir
cansado; cada paso era recibido en silencio por su maldito mundo condenado.
Al llegar a la calle intentó revertir su estado de ánimo generando pasos
más precisos y violentos, pero en su rostro aún se descifraba, de una manera
evidente, un malestar tortuoso.
–¿Hola, como le va? –lo saludó un vecino que se desplazaba por la vereda
de enfrente.
–Bien –respondió él con vos entrecortada, mientras la angustia remarcaba
los rasgos de la soledad malvada.
Y siguió su camino. Pasos débiles, pasos fuertes, pasos simplemente.
Mac estaba feliz; ya habían llegado a la plaza y un sin número de olores
lo esperaban.
Luego
de unos cuantos olfateos y orines, de parte de Mac por supuesto, y
capturaciones fotográficas por la mirada de Job, a ciertas mujeres, ambos
tomaron asiento en un banco de madera. Frente a ellos otro banco de madera recibía el
arbitrario peso de una señora gigantesca.
–¿Tiene fuego? –le preguntó ella con vos fuerte, mientras se paraba y se
acercaba a él.
–No fumo señora –respondió él, advirtiendo que sacaba de uno de sus
bolsillos un cuchillo.
–Déme la plata y no le va a pasar nada –con vos tajante.
Job se rió largamente hasta que la mujer
titánica se marchó muy desconcertada. Era evidente que a Job no le importaba
nada, era inmune a todo tipo de riesgo o amenaza. Era indestructible por no
importarle que algo le pasara.
Mac abandonó el banco en busca de una perra
que era paseada por su dueña, mujer bastante bella por cierto, y Job lo siguió.
Intercambiaron algunas palabras y se
sentaron en uno de los numerosos bancos. A Job se le notó una leve mejoría en
el rostro, su salvación se encontraba lógicamente en la adquisición de una
nueva mujer.
La charla se fue tornando escueta hasta su
extinción, donde sus miradas continuaron el dialogo silencioso del amor. Se
besaron y Job recuperó de inmediato la energía perdida.
–Pero esto
no puede ser –dijo ella sorprendiéndose de si misma.
–¿No puede ser qué? –preguntó él ni sorprendido
ni fuera de la sorpresa, es decir al limite del sentimiento sorpresivo.
–Me gustás tanto, y… estoy realmente bien
con mi marido –con mucho nerviosismo.
Job abrió grandes los ojos y luego entornó
los párpados frunciendo los ceños; reflexionó un poco. Pensó en actuar, en
luchar por la exclusividad de su amor, sin descartar la posibilidad de una
mujer compartida.
–No te preocupes –tranquilizó él,
acariciando una de sus mejillas cristalinas.
–Sos un dulce, pero debo irme –y se marchó
aceleradamente, casi corriendo.
Se
desesperó un poco él, pero se tranquilizó al pensar en la posibilidad de volver
a encontrarla en ese mismo lugar.
–Vamos Mac –gritó con ánimo. Sin duda el
encuentro con aquella mujer le había despertado las ganas de restaurar su vida.
Es terrible que sea así, pero es así. Una mujer, es decir un compañero en la
existencia puede hacer que uno sea feliz o no. En la soledad los alrededores no
lucen, nada tiene sentido, y el sentido dentro de uno es el interior creativo,
para aquel que así ha nacido. En este caso Job era comerciante y carecía de
todo tipo de pasión. Totalmente ajeno a lo artístico y a lo deportivo, su felicidad
rondaba en lo conyugal. Igual, hablando de arte, el arte no es total felicidad,
sólo sirve para respirar un poco más, sentir que al menos luce algo en el
interior, sentir que hay algo mágico en el alma que siempre oculta una chispa
de esperanza.
CAPITULO
4
Era de noche. Cocinó un puñado de fideos y
disfrutó de un buen vino. Sus pensamientos rondaban entorno a esa mujer. Es que
realmente le había atraído. No sólo era muy bien parecida sino que a la hora de
expresarse había exhibido una destreza intelectual y una gran simpatía. La
sutileza y la ironía hacen que la mujer resalte más en la vida. Mañana
lógicamente iría a la plaza a esperar con ansia su llegada, aunque sabía que el
día en que la volviera a encontrar sería sorpresivo como haberse ganado la
lotería.
Después de cenar, se dispuso a ver
televisión, pero no podía concentrarse; una furia interna con respecto a su ex
mujer Clara no lo dejaba en paz. Se levantó furioso, observó sus alrededores y,
divisando algunas pertenencias más de ella, decidió arrojarlas a la calle.
Evidentemente ese acto de violencia le alivianaba la furia. Tomó un reloj
pulsera y unas grandes velas que se hallaban sobre la mesa ratona del living,
un paraguas que se aburría en un paragüero ubicado a centímetros de la puerta
de entrada y un pato de cerámica soberbio que reposaba sobre un estante, y los
arrojó a la calle gritando: “¡fuera mentira, fuera!”.
Un poco más calmado decidió terminar de
encontrar la calma en la plaza donde se había besado con aquella mujer; sentía,
en cierta forma, que al estar en el lugar del encuentro estaba más cerca de
ella. Se desplazó apurado. Alguien le dijo que le entregara la plata y él se le
rió en la cara. Luego se rió nuevamente al encontrar un pedazo de la
multiprocesadora que había llegado, baya a saber uno de que manera, hasta la
plaza.
Se sentó en el mismo banco, miró el cielo y
puteó a Dios muy fuertemente.
Minutos después, bostezo de por medio, se
tiró a dormir en el banco, pero le resultó imposible esa dureza, así que
decidió volver a su departamento.
Se
tiró sobre la cama vestido y, dormido, se tapó con la frazada de los sueños.
Esa noche había podido soñar.
CAPITULO 5
Al día siguiente regresó a la plaza nuevamente.
Y así sucesivamente durante toda la semana, pero la belleza no se presentaba.
Con el transcurrir de los días su rostro iba virando hacia el olvido,
precisamente hacia el olvido de la felicidad.
“ya está, no la voy a volver a encontrar” –se
decía afligido–, “mi vida es pura infelicidad”. Pero no era conciente de algo:
siempre se puede estar peor; no hay límites para eso, la mala fortuna, como un
adolescente terco, es ilimitada.
Dejó la plaza. Había hecho una guardia
bastante extensa, ya eran las ocho de la noche y se dirigía, como todos los
días, a la agencia de lotería. Hace quince años Job había comprado el fondo de
comercio de la misma y actualmente sólo se acercaba al establecimiento a la
hora del cierre a retirar el efectivo.
Cuando llegó y se topó con la catástrofe
comenzó a reírse desconsoladamente, era como si lo hubiera abordado la locura o
algo parecido, si es que hay algo parecido. Y luego, consecutivamente, se
substrajo del mundo. Y ahí permaneció un
tiempo sobre esa suavidad real y eterna, disfrutando de la felicidad, auque,
cabría destacar, que ahí no se tenía parámetros para diferenciar un sentimiento
del otro. Pero algo de intuición o, tal vez, una remembranza inconsciente de la
vida le hacía sentir que eso que vivía era fastuoso.
Antes de volver a las cenizas de su vida,
vislumbró otra vez a aquella mujer de extremada altura y extenso cabello lacio.
La mujer aún no exhibía su rostro, pero esta vez dijo algo: “La felicidad. Vos
sos mi felicidad”.
Job contemplaba su infernal agencia mientras
algunas palabras se destacaban en su conciencia: “Vos sos mi felicidad”. Cuando
él regresaba de aquel estado glorioso, automáticamente lo olvidaba, así que no
tenía la menor idea del porque de aquellas palabras. Sentado sobre el cordón de
la acera, junto a su empleado, se tomaba la cabeza y maldecía su vida, hasta
que se le ocurrió abandonar el país y empezar una nueva y corta vida. Cobraría
el seguro de incendio de la agencia, vendería su departamento y viviría en otro
país en permanentes vacaciones hasta agotar el dinero y terminar con su vida.
“Carajo, la felicidad está lejos de acá” –decía mientras observaba con rabia
contradictoria el cielo– “Sí, sí. Lejos de acá, por lo pronto… me voy a vivir a
otro lugar”.
Al otro día pondría el departamento en venta,
y en la áspera espera seguiría probando suerte en la plaza. Verdad, y feo sería
desilusionarlo, es que a aquella mujer no volvería a cruzársela en su vida.
Y pasaron los días y la mujer no aparecía y
el departamento no se vendía. Se hallaba absolutamente estancado y la
impotencia de no avanzar lo carcomía.
Tic, tac, tic, tac.
Un día. Otro día.
Ahora caminaba con Mac, se dirigía a poner
un nuevo aviso sobre la venta de su departamento, un aviso más caro para
intentar acelerar la venta. Caminaba de mal humor, angustiado y desesperado,
pero, sin embargo, cuando se cruzaba con una mujer de extensa cabellera lacia,
alcanzaba al menos, un centímetro de calma.
Luego de haber atado a Mac en un árbol entró
a la sucursal de avisos clasificados del Diario seleccionado. La recepcionista
que lo atendió tenía el pelo muy muy corto, de manera que Job hizo los trámites
muy atolondradamente para alejarse de eso que no le provocaba ningún tipo de
mejora.
Al salir se dio uno de los grandes sustos de
su vida. El poste donde había sido atado Mac se encontraba vacío; una mariposa
sobrevolaba ese lugar, como si alguien hubiera dejado a la misma en remplazo de
Mac o Mac se hubiera convertido en mariposa. Por suerte nada de eso había
pasado, Mac ya se encontraba a los pies de su dueño justo antes de que este se substraiga del mundo.
Y así los días, el tiempo, las cabelleras
calmantes y las más bélicas.
CAPITULO 6
Por fin se vendió el departamento y ya
comenzaba a sentir los pies lejos de su desagracia: su vida, su bajada al
infierno.
Venezuela lo esperaba. Había optado por ese
destino influenciado por un programa de televisión de viajes y turismo. Una vez
vendidas todas sus pertenencias ya estaría listo para el despegue. Sólo llevaría
consigo dos maletas con ropa y a su compañero canino Mac.
Tres días a penas tardó en vender sus pertenencias,
pues las había ofrecido a menos de la mitad de su valor. Era más que evidente
la desesperación por su viaje hacia la muerte.
En un determinado momento se cruzó con su ex
mujer y mantuvieron un pequeño diálogo. Se saludaron y el primero en decir algo
fue Job:
–Mi pasado fue una farsa
–¿No, porqué?
–Toda una mentira –con cara de asco.
–Mentira no, fue cierto hasta que se terminó.
–¿Qué… entonces… pensabas dejarme? –enfureció,
casi se substrae nuevamente–, ¿no era un amante o… una aventura que estabas
teniendo con alguien?
–Pensaba decírtelo, pero no encontraba el
momento adecuado.
–¿Qué tiene ese hombre que no tenga yo?
–Eh… –meditabunda– no sé creo que necesitaba
un cambio.
–Necesitabas un cambio, y porque no te teñías
o te cortabas el pelo, o te hacías un tatuaje.
–Todo eso ya lo hice.
–¡Un cambio, hija de puta, necesitabas un
cambio y yo, con este dolor tengo que pagarlo! ¡Y vos me dejaste, encima que yo
me bancaba que no eras fértil, conchuda!
–Con un tratamiento se solucionaba eso.
–¿Pero quién lo asegura?
–El ginecólogo.
–No le creo.
–Ja –se rió.
–Ja –le rebotó la risa Job.
–En fin, no te pongas mal, vos también podés
rehacer tu vida con alguien. Chau, tengo que irme.
“Con la muerte” –se dijo para sí, mientras
no decía nada.
Al trascurso de un minuto redondo, exacto,
ni más ni menos tiempo, salió corriendo en busca de su ex mujer. Corrió
desesperado, con ese sentimiento característico que posee una persona cuando su
pareja lo abandona: la vida para él era una fotocopia en blanco del pasado de
su vida mojándose en un charco. Al doblar en la esquina pisó el charco
mencionado y vio el pasado evaporándose en el aire. Sin embargo la siguió
corriendo, concentrándose para no extraerse del mundo. Si al volver de esa
felicidad eterna él fuera consciente de esa sensación vivida, lógicamente, no
se estaría haciendo malasangre e intentaría permanecer ahí para siempre. El
caso es que al regresar de ese trance, sólo era conciente de que había estado
suspendido en el tiempo por un rato.
La vio entrando a un negoció.
Ahora entró él, se acercó, la miró; ella lo
miró y le dijo: –Vasta por favor, ya está.
Él intentó decirle algo, pero no le salieron
las palabras, había admitido la pérdida, y se extraía nuevamente. Permaneció
dos minutos parado como un maniquí al lado de un maniquí. Ella no lo había visto en ese estado, porque
había entrado a un probador a probarse el gran sombrero de los cambio.
CAPITULO 7
Contento en el despegue se encontraba. Alejarse de su catastrófico pasado
lo hacía sentir, aunque más no sea, un poquitito mejor. Comenzaba un nuevo año
lejos de su maldita vida. Las azafatas lucían hermosas y el ambiente que se
vivía era bastante agradable, pues el día de fin de año trascurría. Job
comenzaba a intentar disfrutar de su corta vida. Disfrutaba de un whisky y
clavaba su mirada en las zonas prohibidas de las azafatas. Era un niño con el
vaso de un grande. Era un loco con el vaso de nadie. Era un hombre dentro de un
vaso cuyo oxigeno se acabaría, y apretaría el gatillo y rompería como a un
cristal su vida.
Cuando fue al baño se observo por unos
segundos en el espejo: cabello castaño, algo corto, peinado hacia un costado,
ojos negros, nariz recta, labios finos, dientes prolijos, corte de cara
triangular. Luego se observó de la cintura para abajo, y se sintió en forma, es
decir con un aspecto físico aceptable, y se dijo, sacando pecho, para
asegurarse de cumplir con su película: “si me enamoro de alguien, da lo mismo;
se acaba el dinero y chau”. Regresó a su asiento pensando en Mac, dormido y
enjaulado en algún lugar del avión.
Minutos después una serie de turbulencias
agitó el avión. La gente se asustó y a Job nada le importó, porque, desde luego,
era inmune a todo tipo de riesgo o amenaza. Era indestructible por no importarle
que algo lo destruya. Era como si de ahora en más nada lo haría substraerse del
mundo.
Durante el vuelo leyó y bebió.
“Si
sentís que la felicidad se va, esperala que vuelve, es como si se hubiera ido a
pasear o a hacer feliz a otras personas”
Luego
de ese párrafo se quedó dormido. En su rostro una mueca de esperanza se había
aventurado. Primero soñó con Dios y se cagó de risa. Después con Mac y la mujer
de extensa cabellera.
Un líquido sobre su brazo lo despertó y se
cagó de risa, como si Dios estuviera dentro del avión. Una azafata había
derramado café sobre él, y ahora le pasaba un trapo como si estuviera limpiando
una mesa.
CAPITULO
8
El aterrizaje fue excelente; de todas formas
a él que le importaba.
Había un desperfecto en la refrigeración del
aeropuerto. El calor y la humedad eran siniestros, se diría que se podía trepar
por el aire e improvisar escaleras como nadie. Una vez fuera del aeropuerto
comenzaría la odisea por encontrar un lugar para dormir. Era fin de año y casi
nadie trabajaba, y mucho menos en ese horario. Minutos después absolutamente
nadie trabajaría.
CAPITULO 9
Una hora y media de espera había padecido, y
ahora por fin cargaba su equipaje en el baúl de un taxi. El chofer tenía
alrededor de cuarenta años, usaba barba, sombrero y silencio. No emitió palabra
durante todo el viaje. Job le dio el nombre del hotel, previamente seleccionado
de su guía de viaje, y el individuo silencioso sólo asintió con la cabeza.
Minutos después clavó los frenos. Habían
llegado. Job bajó del auto y el maldito señor enmudecido se marchó raudo con su
equipaje. Afortunadamente Job llevaba consigo su pasaporte, documento y tarjeta
de crédito y de débito automático.
Buscó hoteles en la inmensidad de la nada,
porque todo estaba cerrado, y las calles desiertas sólo propinaban silencio.
Debería dormir en la calle. Debería dormir en la calle y hacer del silencio un
sueño. Se acomodó en un gran cantero tupido de plantas para resguardar su vida
y sus bolsillos de los ladrones. Le costo dormirse como nunca le había costado,
y cuando lo logró –esta vez también había podido soñar– soñó todo tipo de
disgusto.
Amaneció con una rata acurrucada en el pecho
y empapado por un líquido pestilente, que, seguramente, era pis, y no
precisamente del roedor, si tenemos en cuenta la cantidad del mismo. Mac aún
dormía. Job, algo molesto por el olor que emanaba de su ropa, se paró y se rió.
La idea de vivir hasta que se le terminara el dinero comenzaba a deleitarlo.
Despertó a Mac y comenzó a caminar en busca de un cajero automático, pero ese
día no encontraría nada abierto.
Cuando desistió a la búsqueda se hizo amigo
de un vagabundo, que se había acercado a él para solicitarle fuego. Este lo
invitó a comer algo a su morada: una pequeña cacilla improvisada en un terreno
baldío. Mac estaba felicísimo con los olores que desprendía el ciruja y el caos
de basura y más olores que brindaba el recinto. Comieron unas salchichas asadas
con un poco de vino y durmieron una siesta tardía, ya que los relojes venezolanos
marcaban las siete de la tarde.
Horas después, precisamente a las once de la
noche, abrieron sus ojos y, frente a la inmensidad del cosmos, como si todos y
todos estuviéramos escuchando la historia, comenzó a responder a su pregunta.
La pregunta de Job había sido cómo había llegado a terminar en esas
circunstancias, de esa manera indigente. La historia de Chali, ese era por cierto
su sobrenombre, era algo parecida a la de Job, pero con detalles más
comprometidos. Chali había asesinado a su mujer al encontrarla infraganti con
otro hombre, y se había escapado de la cárcel. Por eso se asomaba poco a la
calle y la pasaba mucho dentro del baldío. Después le llegó el turno a la
historia de Job, y …
–¿Pero
estás loco? –gritó, interrumpió Chali refiriéndose al episodio en el que viviría hasta que se le acabe el dinero para
luego quitarse la vida.
–A lo mejor –respondió Job.
–Eso es por que no estuviste preso, ahí si uno
valora todo. Yo ahora no tengo nada, pero soy libre dentro de este terreno
baldío, y, a decir verdad, cada vez puedo salir más; muchos policías del barrio
ya me han descubierto y me han perdonado. Conocen mi historia… eso los debe
hacer sentir identificado o algo parecido.
–Tal vez tengas razón, pero
todavía siento lo mismo.
–El tiempo lo cura todo.
–Yo necesitaría tanto tiempo que
estaría muerto antes de curarme.
–No seas pesimista.
–Bafss –arrojó una extraña
onomatopeya acompañada de un escueto ademán.
–Lo mejor que tiene el hombre es el futuro,
lo mejor que tengo es el futuro –gritó Chali levantando hacia el cielo su vaso
de plástico con vino.
“Qué optimista” –se
dijo Job, mientras pensaba que Chali podría volver devuelta a la cárcel, y observaba
a los numerosos departamentos que rodeaban el baldío, y vislumbraba en uno de los
balcones a una mujer que tocaba la guitarra.
–Ella
siempre toca la guitarra –le dijo chali.
–Y parece linda –agregó Job.
–Es linda –afirmó chali, y le dijo que
harían buena pareja.
–No,
de ninguna manera –dijo Job–, en Buenos Aires sentí ese impulso, pero ya no
quiero enamorarme de nadie.
–¿Y por qué? –preguntó Chali con suma
curiosidad.
–Es
que no confío en las mujeres. Y… para que me voy a enamorar si después me voy a
matar.
–Pero si te enamorás seguro cambias de idea.
–Si,
llegué a pensar eso, pero ya decidí matarme cuando se me acabe el dinero, y eso
es lo que haré.
Ahora un leve viento arrastró el sonido de la
guitarra hacia ellos y así pudieron disfrutar de la canción que ejecutaba la
señorita.
Al terminar aplaudieron, y ella les
agradeció con una enorme sonrisa.
Se hizo de noche. Era martes. Como todos los
martes Chali cenaba con la vecina del 2° b del departamento que estaba ubicado
en el fondo del baldío, y Job fue invitado.
Llegada al departamento.
Saludos.
La cena.
Después de cenar Job comenzó a probar la carne
venezolana, pues la hermana de la vecina había llegado justo para el postre.
Ambos se revolcaban sobre la alfombra del linving, al igual que Chali, pero en
ese caso, sobre la cama del cuarto de la vecina. Cuando el afán sexual amaino,
siguieron bebiendo todos juntos en el living. La música no faltó, y tampoco la
queja de uno de los vecinos.
Se quedaron todos a dormir ahí. El esposo de
la vecina regresaba de uno de sus viajes laborales en un par de días.
Al día siguiente Job fue veloz a un cajero
automático y colmó sus bolsillos de billetes grandes. Por supuesto que Chali
recibió dinero de su parte, a modo de agradecimiento por su hospitalidad.
Cuando se despedían en la puerta del baldío,
visto que Job tenía pensado recorrer Venezuela, un par de policías, que bajaron
de un patrullero, detuvieron a Chali. Job se había encariñado con el vagabundo
y claro que no le gustó nada que eso sucediera, pero el disgusto no pudo
destruirlo o sustraerlo del mundo, porque él era indestructible por no
importarle que nada lo destruya.
Se traslado en taxi hasta la parte más
pomposa de Caracas. Mac, sentado sobre su falda, miraba contento por la
ventana.
“Mac” –se dijo Job.
Ese era un problema que no había previsto.
Que hacer con él cuando se quitara la vida.
Se ubicó en un hotel, donde, dinero de por
medio, le permitieron pasar su estadía con su mascota. El que había quedado solo era Tedi; pero de
todas formas se las rebuscaba bien consiguiendo su alimento por las calles.
Ahora la vecina del 2° b lo acariciaba, de manera que con el transcurrir del
tiempo, al notar que Chali no regresaba, se lo llevaría consigo a su hogar.
Luego de una extensa ducha decidió recorrer
la ciudad con Mac y culminar finalmente sobre la playa, para esperar la serena,
y, como siempre majestuosa, caída del sol.
Era un hotel ancho y amplio, y con sólo tres
pisos de altura. Su habitación era la más lujosa del lugar. Se hallaba ubicada
en el último piso, con terraza, bar, camareras, shacusi y pileta climatizada. Bajó a pie, por la escalera, con
Mac en brazos, que sonreía como un niño. Una vez sobre la acera se sorprendió
al ver de espalda a la mujer que había besado en la plaza, pero al acercarse y
saludarla ella se dio vuelta, y él, como en una clásica pesadilla, se encontró
con otra cara.
“La puta madre” –repitió tres veces. Era
evidente que aquella mujer le había gustado bastante.
En cada negocio que se detuvo compró alguna
chuchería –pagando por demás del precio estipulado–, y como se había detenido
en demasiados negocios, se encontró con la obligación de desechar algunas.
Niños pobres había en cantidades, de manera que se le precipitó una mueca de
alegría al ver las sonrisas de esos niños, que abandonaban, al menos por un
corto tiempo, la tristeza.
En la playa tomó algo en un bar maravilloso
y colorido como una nave espacial, hasta que el show, que culminaría con un
telón de ocaso, comenzó. Con anteojos de sol disfrutó del espectáculo libre y
gratuito para el mundo, mientras pedía una nueva botella de una bebida carisma.
Tal vez luego comenzaría a administrar mejor el efectivo según las ganas que tenga de seguir viviendo, ya
que su dinero como lo había dispuesto él, era equivalente al tiempo de su vida.
Esa misma noche cenó en el restoran del
hotel, ubicado en la terraza. Comió demasiado; por tal motivo es que evitó el
postre, y sólo se dejó llevar por la fantasía dándole un lengüetazo a la luna. Luego,
ojos agigantados de por medio, sintió una atracción involuntaria hacía el
cosmos como si hubiera perdido la gravedad suspendiéndose de la tierra. Una
copa más de vino y se quedó dormido, y no soñó, porque una vez más alguien lo había
soñado.
En el Universo hay diversidad de
existencias, todas ellas sueñan, de diferentes formas y por diferentes
propósitos. Bien se sabe, al menos se supone por ahora, que el hombre terrestre
sueña para poder dormir sin ser despertado, por eso se dice que el sueño es el guardián del descanso. Tan poco se
descarta la idea del significado de los sueños, sacar conclusiones y despejar
dudas o aportar a solucionar, travas trastornos o problemas.
En el Universo hay diversidad de existencias
y el hombre terrestre, nosotros, no sabemos para que existe o sirve su manera
de soñar.
CAPITULO
10
Es este momento se dirigía a Macuto, un
lugar tranquilo donde poco llegan los turistas. Se trasladaba en colectivo. Por
supuesto no lo hacía por motivos económicos, sino para mezclarse con los
lugareños y observar bien de cerca el mundo que en algún momento abandonaría.
Una señora gorda y peluda llevaba unas cuantas bolsas colmadas de condimentos,
frutas y verduras. Un señor, dos gallinas. Un joven, su cara sucia, y el olor de
la locura. Un niño, un sueño roto. Una chica, una mueca de alegría. Y yo, el
descanso, el respiro de mi vida. Dejé Buenos Aires y decidí ir a aburrirme a
Venezuela. Mis ojos recaían en Job, es que me llamaba la atención su manera de
ser. Parecía despojado del mundo; como si no le importara nada de nada.
Minutos después se acercó a mí y me preguntó si faltaba mucho para
llegar a Macuto.
–Acá llegamos – le respondí, al mismo tiempo
en que el colectivo se clavaba, algo brusco, en el número cero del velocímetro.
–¡Perfecto, tenía hambre! –respondió él, y
me invitó a comer algo.
Al principio vacilé; no es algo que me
agrade demasiado comer con extraños, pero finalmente acepté, porque algo en él
me resultaba conocido. Caminamos algunas cuadras y elegimos un restoran ubicado
sobre la playa.
–No puede ser –dijo él mientras tomaba
asiento.
–¿Qué cosa? –le pregunté yo con una pizca de
curiosidad.
–Esa mujer –y señaló hacia un grupo de
mujeres.
–¿Cual mujer?
–La de cabello largo.
Era una mujer muy parecida a la que se le
presentaba cuando se sustraía del mundo.
–¿Qué, la conocés?
–Si, la he visto, es difícil de explicarlo,
no recuerdo donde la he visto. Y lo que me ha estado pasando es que al ver
alguna cabellera similar siento una extraña paz. Me siento feliz y extraño, o
extrañamente feliz; es difícil de explicarlo, no sé como explicarlo.
–No te preocupes, no tenés que explicar
nada.
Hubo silencio; el mar subió mojando sus pies.
Mac probaba el agua salada y no le gustaba.
–Se me termina la plata y chau, me mato. No
me importa seguir viviendo.
–Para que vas a hacer algo así, no hay nada
más lindo que el futuro.
–Eso ya me lo dijo alguien que conocí en la
calle cuando llegué a Venezuela.
–El futuro es hermoso, sólo hay que saber
esperarlo.
Job hizo un gesto despectivo y dijo:
–Esperarlo. Eff… como si fuera tan fácil.
–No, claro, es muy tedioso y difícil, pero
hay que tener paciencia y esperarlo. Eso es lo que yo hago y lo que estoy
haciendo en Venezuela. Hay que esperar que el destino se acomode, y eso lleva
un tiempo.
–Un tiempo –con cara inconforme.
–Un tiempo indeterminado, claro. Por eso es
tan difícil la espera.
–Es peor que estar prisionero.
–Se podría decir que sí, si tenemos en
cuenta que prisionero uno sabe cuando es liberado.
–Qué desgracia –movió la cabeza Job– mejor
es mi opción.
–Hacé lo que quieras, me da lo mismo; sólo
necesitaba hablar con alguien.
Y me fui. Tuve ganas de desconcertarlo.
Además sabía muy bien que a esa altura de su vida sólo algo tan terrible como
la muerte de su perro, lo sustraería del mundo.
Job permaneció largo rato en la playa y notó
que, extrañamente, cuando se cruzaba con una mujer alta y de extensa cabellera
lacia su estado de ánimo cambiaba. Entonces anduvo todo el día en busca de
alguna cabellera que le haga sentir un poco de calma.
Ahora se acomodaba a dos metros de una mujer
alta con extensa cabellera lacia. No se le cruzaba la idea de interactuar con
ella, porque estaba decido a quitarse la vida. Evidentemente ya no confiaba más
en el género femenino, aunque de encontrarse con aquella mujer del episodio
amoroso en la plaza algo intentaría. Pero ya sabemos que jamás se la cruzaría.
Permaneció ahí hasta que la extensa
cabellera con mujer se marchó. La siguió un par de cuadras hasta que, en una
esquina, ella desapareció.
Luego de haber pasado el día en la otra
punta de la playa, entré al hotel. Era un hotel muy viejo y bello. Mi cuarto
tenía una triste cama, un simpático mueble y una ventana que daba hacia el
pulmón de la manzana. A través de ella yo observaría, pensaría y esperaría que
el destino se acomodara.
Luego de dormir demasiadas horas regresé
devuelta a la playa. Suelo dormir mucho cuando no estoy conforme con mi vida.
Se que tengo más de lo que siempre hubiera soñado, pero también se que hoy
tengo mucho menos de lo que merezco.
Me tiré sobre la arena, en cualquier
dirección, sin hacerle caso ni al sol ni a la sombra, y cerré los ojos
imaginando mi merecido futuro. Era tan hermoso y exacto que eso me hizo pensar
que tal vez faltaba bastante para hallarlo.
Cuando abrí los ojos se hallaban frente a mi
dos mujeres sentadas sobre la arena. Una de ellas era linda y la otra un
poquito más que linda. Realmente no andaba con ánimo de conocer a nadie, y
además tampoco ese era el objetivo de mi viaje, pero al acercarse la más linda
de las dos, caí en la tentación de entablar un diálogo. Ella se acercó con la
excusa de pedirme fuego para su cigarro, y yo improvisé un encendedor
imaginario para que fumara sin hacerse daño.
“Sí, la verdad que esto hace mal” –me dijo
con un gesto de agradecimiento.
Y yo le dije que siempre es bueno vivir
muchos años.
Nos quedamos hablando los tres, su amiga
también se había acercado, hasta que cayó el sol y brotaron los besos. Entre
los dos había, como suele decirse cuando hay una atracción inexplicable,
química, pero, lógicamente, nada se comparaba con la mujer que esperaba tener
algún día entre mis brazos en Buenos Aires. Por lo menos aproveché todo ese
agradable momento químico para que mi espera no sea tan aburrida como
absurdamente la había planeado.
La amiga se fue y nosotros persistimos un
rato más sobre la playa.
Restos tardíos del sol ya oculto, iluminaban
partes de nuestros cuerpos y encendían el deseo carnal de comunicarnos aún más.
“Qué lindo que sos, como me gustás, me
deslumbraste desde el primer momento en que te vi” Esas eran una de las cosas
que me había dicho durante el transcurso de la tarde. Claro que me sentí un
poco alagado, pero de todas formas no le creí demasiado. No es que piense que
era todo una mentira, pero se muy bien que la mujer lo que siente se lo olvida
muy rápidamente.
Mujeres: seres intermitentes con varias caras,
pensamientos dispares, sonrisas superpuestas en lo verdadero y falso.
Por supuesto deseo que la mujer que trepe un
día a mis brazos no sea tan cambiante.
Nos
fuimos al hotel, al viejo hotel donde yo me alojaba, y alcanzamos un acogedor
sexo. Tal vez sea demasiado apresurado tener sexo en un primer encuentro, pero
como yo no pensaba volver a verla no necesitaba esperar nada, y, de todas
formas, en estas épocas, que es apresurado y que no.
Job también se había hospedado en el viejo
hotel y en este momento se hallaba en el bar del mismo, donde además de tragos
y comidas, había mujeres quienes, con unos billetes encima, hacían lo que se
les pedía. Esa noche gastó bastante dinero. Fue una noche rara. Con cinco
mujeres sobre su cama, no atinó a hacer nada. Sólo charló, fumó, escuchó música
y tomó bebidas muy caras.
Al otro día nos encontramos en la playa y
permanecimos un rato juntos, charlando, hasta que se acopló a la charla la
mujer que yo había conocido en el día de ayer.
Visto que ellos comenzaron a hablar sin
darme importancia, me fui a caminar.
Cuando volví, comprobé una vez más que lo
que siente una mujer puede llegar a convertirse en mentira. Los encontré besándose, mientras intercalaban
alguna que otra palabra. Ella seguramente le diría que le encantaba, que le
gustaba muchísimo, y él desconfiado de su suerte decía en este instante: “que
bueno, que buen momento este”.
Me coloqué frente a ellos y los observé. No
lo hice por celos ni nada parecido, sólo para entretenerme un rato.
Se dejaron de besar. Ella se puso nerviosa,
nos saludó y se marchó. Por supuesto que no le conté a Job que ella ya había
estado con migo, que sentido tendría.
Nos
metimos juntos al mar, y más tarde fuimos a un bar sobre la misma playa donde
jugamos al ajedrez que el mismo lugar proveía. El partido se hizo muy largo
hasta que finalmente cayó el sol, jake mate, y sentí que algo en mi murió.
Primero me pregunté si tal vez le habría pasado algo a alguno de mis seres
queridos. Y después sospeché que tal vez había muerto algún pedazo de mi
destino; es decir tuve que comenzar a asimilar que todo eso que esperaba a lo
mejor no llegaría completo.
A la hora de cenar no cené, me emborraché
hasta más no poder.
“No comió la comida” –me dijo el mozo.
Y yo, seguramente, porque ya no lo recuerdo,
apenas pude balbucear algo.
Ahora, sediento y moribundo, me levanté de
la cama y fui a tragar agua; la acidez que tenía era del infierno.
CAPITULO 11
El día siguiente llegó con un atardecer precioso
y los ruidos clásicos de los pájaros del lugar. Yo seguí durmiendo un rato más
y Job ya estaba en la playa con Mac. Que vacaciones cortas tendría Job, recién
les había regalado mil dólares a un par de niños pobres que le habían pedido
una moneda. Que vacaciones cortas y raras tendría Job, si tenemos en cuenta que
el fin de sus vacaciones sería el fin de su vida.
Final de efectivo.
Final de vacaciones.
Final de su vida.
En ese momento se sintió abrumado.
“Carajo” –se decía– “tengo que buscar la
persona indicada para dejar a Mac cuando me quite la vida”.
Y claro, como casi no tenía opciones más que
la del ciruja que estaba prisionero e inhabilitado para hacerse cargo de
cualquier mascota, delegaría esa responsabilidad en mi.
Para quitarse el nerviosismo buscó algo de
paz en alguna mujer alta de extensa cabellera. Prestó atención, hasta que
encontró a una. Se acercó disimulando su
ansiedad por ella, y estuvo todo el tiempo que pudo a dos metros de distancia.
Recién a la una del medio día me acerqué a
la playa. Job y Mac descansaban bajo una sombrilla; una distancia importante
nos separaba, pero era fácil reconocerlos debido al aspecto excéntrico del
perro: orejas gigantes y colgantes como péndulos, patas cortas, pesuñas gordas
como de bebé elefante, y toda su piel sobrante, como si fuera tres talles más
grandes.
Giré hacia mi izquierda, mi olfato me había
impulsado a hacerlo. Era un olor
conocido, era el perfume de la mujer que tanto Job como yo habíamos palpado.
–Hola hermoso –me saludó.
–Que tal –le respondí el saludo, y descifré
en su mirada el desatino de su mente.
Cuando una mujer es demasiado cambiante se
puede descifrar en sus ojos un extraño brillo. Claro que esta no es una
información que me haya proporcionado alguien ni que se pueda encontrar en
algún diccionario, enciclopedia o banco de datos. Esta es una información que
me la ha dado la experiencia a través de los años. En la mirada está el resumen
del alma. Hay que saber leer bien el brillo de los ojos para no encontrarse
sorpresivamente devastado, con las manos sin nada y el corazón y el cerebro sin
un mísero centímetro de alas. En la
mirada está la luz maléfica, beatífica, intermitente o clara. En la mirada está
todo. Todo lo que brama desde el alma, el secreto de nuestra existencia aún
vaga.
Nos sentamos sobre la arena del mundo de esa
playa venezolana y ella comenzó a pasarme bronceador. Después la embadurné yo,
y por último ella me besó, y yo me dejé besar, no viene mal energizarse un
poco.
Nuestras lenguas se unieron y se desunieron
varias veces, hasta que en la última unión Job nos vio y tosió para
interrumpirnos.
Nos saludamos. Yo pensé que él estaría
disgustado, pero al menos no parecía demostrarlo.
“No se puede confiar en las mujeres” –se
decía para si Job.
“La mayoría de las mujeres son traición” –me
decía yo.
Mac se había metido al agua, era gracioso,
sus orejas flotaban, la gente se reía, todos lo observaban.
–Es hermoso Mac –dijo Job.
–Re gracioso –dijo ella.
–Un fenómeno –dije yo.
“No se puede confiar en las mujeres” –se
dijo una vez más Job.
Un poco le había molestado encontrarnos
besándonos, pero no era algo que lo haría sustraer del mundo, porque él era
indestructible por no importarle que nada lo destruya. Él era indestructible
por no importarle que nada lo destruya. Él era indestructible por no importarle
que nada lo destruya. Él era indestructible por no importarle que nada lo
destruya, pero como siempre hay una excepción en todo, ahora se sustraía una
vez más.
Los tres todavía estábamos atónitos por lo
que habíamos visto. En realidad éramos dos atónitos y el otro sustraído del
mundo, refugiado en el nido sagrado de la felicidad eterna. Una vez más se
encontró Job con esa mujer alta y de largo cabello, pero a diferencia de otras veces ahora pudo conocer su rostro.
Mejor dicho sus ojos, porque eso era lo único que ella portaba en la nada de su
rostro. Su mirada emanaba una luz clara. Típica luz que baja desde otra
galaxia, y ella misma bajaba cuando lo soñaba.
–Vos sos mi felicidad –le dijo la mujer otra
vez.
Y el se rió desaforado, estaba desbordado de
felicidad, pero de inmediato guardó su risa y se paralizó contento al
vislumbrar la calma de esos ojos, la luz clara lo acariciaba y lo alimentaba,
como si hubiera vuelto a nacer en una vida sana compuesta de suaves roldanas lejanas
al disgusto, la sorpresa o trampa.
Pero desafortunadamente no pudo hacerse
parte de esa vida, por que la mujer que estaba con nosotros, asustada de su
aspecto paralizado, le arrojó un poco de agua intentando reanimarlo. Job volvió
a sentir sus pies en la tierra, pero se sustrajo devuelta al ver otra vez a Mac aplastado en el malecón, calle paralela
a la costa. Un auto lo había pisado cuando cruzó persiguiendo a un pájaro. Y
pobre, ni siquiera lo persiguió para comérselo sino para juguetear inofensivamente
un rato.
Ahora Job volvía y se substraía, volvía y se
substraía; hasta que por fin no se substrajo más y pudo aguantar con
desmesurado esfuerzo y dolor la realidad de su vida.
La mujer que nos acompañaba y yo lo
consolábamos y lo apoyábamos como podíamos. Ella lo acariciaba, lo abrazaba, y
yo lo apaciguaba con una pócima de palabras. Igualmente era todo bastante vano,
el dolor ya inundaba las playas y la tormenta recién desatada arrojaba sus
lágrimas desgraciadas. Entre todos enterramos a Mac en la playa. Yo lo imagine
en algún lugar volando, sus orejas se prestaban para todo tipo de acrobacia.
Ella se lo imaginó riendo y rodeado de perros, y Job no imagino nada, su
condición mental no le ofrecía nada.
Arena, arena, arena, arena, arena, arena,
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Luego de mucho silencio en la playa, ya de
noche, lo acompañe a su cuarto, y, finalmente, entre palabras o charla, da lo
mismo, y mucho alcohol, me quedé a dormir ahí en un sofá cama; no me atreví a
dejarlo sólo. La posibilidad lógica de que hiciera alguna locura con respecto a
su vida perturbaba mi mente.
A mitad de la noche, mientras yo roncaba en
lo profundo de un delicioso sueño, él se despertó, se vistió, apresurado y
nervioso, y se echó a correr por las calles.
Corrió.
Corrió.
Y
corrió.
Ahora hablaba con alguien. Esta persona, ademán
correspondiente con una de sus manos, le indicó algo. Job sin agradecer ni nada
siguió el camino indicado por la mano, y llegó al lugar que había deseado. Se
trataba de un sepelio. Quería quitarse la vida ahí para no molestar a nadie con
el traslado de su cuerpo, al menos hasta esa primera instancia. Ingresó al
establecimiento y tomó del escritorio de la recepción una tijera para intentar
cortarse las venas. Afortunadamente la tijera muy desafilada no alcanzó para
nada.
Ahora hablaba con una mujer, quien,
horrorizada, acababa de quitarle la tijera de sus manos.
–No tiene sentido –le decía ella– quitarte
la vida es una tontería; no hay nada más lindo que el futuro.
–Otra vez con eso. Parece un complot. Un
complot psicológico.
–No te mates –con voz dulce.
–Es que ya estoy vencido –y salió corriendo
en busca de la altura necesaria para alcanzar la muerte arrojándose al vacío.
Se detuvo en el tercer piso del edificio. Ella lo había seguido. Al abrir una
de las ventanas Job se encontró enrejado; las ventanas estaban enrejadas y su
vida era una maldita jaula espiralada.
El mundo palpitaba tenue y las galaxias
cercanas se quedaban momentáneamente sin aire, mientras yo pensaba, yo sentía,
yo buceaba en las palabras, y hablándome a mi mismo, o a Job que puedo ser yo mismo,
comenzaba a sacar mis alas.
Sabes. Vuelo.
Sabés lo que es transitar el infinito de la desilusión, de la soledad,
de la palabra amar bien lejos de tu hogar.
Sabés lo que es darse ánimo a uno mismo, porque nadie conoce mi destino
donde hay ríspidos caminos.
Psicólogos, brujos y entidades absurdas que no me demoro a conocer; algo
escrito en mi alma representa lo que soy. Soy parte de un deseo espacial, sólo
espero que me vengan a buscar, se que ella me está soñando muy lejos de acá.
Tan difícil es un centímetro de amor real, tan difícil es jugar a la
felicidad, tan difícil es emigrar lejos de todo malestar, tan difícil es ser
parte de esta pobre realidad, de este inexistente palpitar, de esta absurda
jaula con rueditas de la irrealidad.
Si, es difícil. Difícil para algunos o tal vez para uno sólo, para uno
mismo.
Comprendo que es difícil, siempre hay un canje oculto. Evidentemente siempre hubo un canje oculto.
No lo conozco, pero de eso se trata mi vida. El canje: engranajes ocultos que
me dan palabras cada vez que me matan.
Soy parte de un deseo espacial, espero que me vengan a buscar, mientras
tanto me derrito o me derrite esta realidad. Más allá del mar hay un lugar, mas
allá de este planeta ornamental mi corazón gemelo sabe que nací para volar. Que
sentido hay si no se puede despegar. Que sentido hay si los sentidos recorren
siempre un mismo lugar, si los sentidos se marean en la cápsula donde no hay
nada más.
Jugar.
Jugar al amor es lindo. Más lindo es sentir que el amor es un gran
limbo: todo el tiempo enamorados para amarnos más y más.
Las mujeres siempre mienten. Ellas no lo saben, no son conscientes, pero
danzan mintiéndole a su suerte, su naturaleza siempre miente. O mienten o les
falla la cabeza que ha nacido mal.
No está bueno estar rodeado de seres intermitentes. No está bueno estar
rodeado de seres que se alejan repentinamente de su mente.
No
está
bueno.
Pero al fin y al cabo es un placer. Nos descuajeringan el alma y cubren
nuestro corazón de barro. Sin ellas no somos nada, sin ellas somos palabras que
se desvisten y no reciben nada.
Pensar.
Pienso.
Tal vez sin ellas todo seria más normal y no tendríamos que inventar
pájaros para volar, sólo pensaríamos que la maldad está en una estatua
endiablada o que la vida es una figurita sin alas.
Me desvisto al revés de mi sombra y a la par de mi ego, busco pájaros
sin tiempo, desenvuelvo sueños perfectos; el diablo es Dios, Dios es el Diablo
muerto. La muerte es el sueño donde vuelo.
CAPITULO 12
Me levanté y me asusté al no verlo en la
cama. Bajé rápidamente y recorrí la zona.
Preocupado y sin nada regresé al hotel.
“carajo” –me dije– “se habrá matado. Me
habré muerto” –y toqué con mis manos raudamente mi cuerpo.
Job le pedía a la recepcionista de otro
sepelio un corta papel que tenía en un portalápices, y ahora se lo acercaba a
sus venas.
–No hagas esa locura
que yo te amo– le dijo ella desesperadamente.
–¿Qué decís? –le
preguntó Job sorprendido.
–Qué te amo.
–Qué me amás –y se rió.
–Si, te amo –insistió ella.
–¿Cómo puede ser que me
digas eso? –inquirió sorprendido y profundamente incrédulo– aun acabamos de
vernos.
–De eso se trata
–comenzó ella a justificar lo que había dicho.
Job frunció las cejas y afiló sus oídos.
–Es que soy muy
impulsiva y sincera cuando me enamoro a simple vista.
Job se sonrió y se quejó:
–La puta madre.
Evidentemente ella le habría agradado
impidiendo, de esa manera, que Job llevara a cabo su propuesta mortuoria. Y le
había agradado porque, aunque no era muy alta, tenia un extenso cabello lacio.
Arrojó el corta papel al suelo y se sentó
sobre el aire por un rato.
Luego, después, cuando dejó de pensar, entre
sus pensamientos, salpicón de recuerdos de toda su vida, por supuesto había
estado su adorable e inolvidable perro Mac, se acercó a ella y permaneció por
un instante observándola.
–¿Qué mirás mi amor? –le preguntó ella.
–¿Cómo hago para creer? –se preguntó él en
voz alta.
–Simplemente creé en mi –le respondió ella.
–En voz –dijo él incrédul.
–En lo que te digo, es verdad. Yo te amo.
Pocas veces me enamoré a simple vista, y siempre acerté.
–Siempre acertaste. Pero ahora no estás con
ellos, ¿entonces que falló?
–Yo los amaba pero uno me dejó, y otros dos
murieron.
–Ajá, ¿y de que murieron?
–Cáncer. Camioneta.
–¿Camioneta?
–Si, a uno lo pisó una camioneta.
–Ah
–vociferó él, apenas sonriéndose. No sabía si había sido un chiste o si
realmente ella así se había expresado.
–Se murió en un accidente –agregó ella
mostrando el brillo de su media sonrisa.
–Claro –dijo él.
–Así fue –dijo ella. Y se dispuso a preparar café,
mientras yo tomaba uno en el bar del viejo hotel, y me sentaba, me acostaba o
me suspendía en el aire. Es decir; pensaba.
Pensar.
Se piensa más de lo que se vive, y se ama
más de lo que uno piensa.
Abrí los ojos y terminé el café. Era de
noche. La luna dormía en su nube favorita y Job también dormía en la casa de la
recepcionista del sepelio. Soñaba con la posibilidad de no matarse aunque, cauteloso
y desconfiando de su buena fortuna, no se tomaba tan enserio la idea. Ella
soñaba con la muerte. Sí, sí; le encantaba la muerte, sino trabajaría en un
salón de fiestas y no en un sepelio donde la muerte se pasea incansablemente.
Mas tarde, a las nueve de la mañana
precisamente, ella lo despertó con el desayuno en la cama, y Job se murió de risa,
no creía que eso duraría demasiado; lo sentía desde el centro de su alma. Desde
su alma emanaba la intuición que eso le señalaba, pero sin embargo él el
momento disfrutaba. Después del desayuno, escucharon música y tuvieron sexo, y
a la hora de almorzar tomaron cerveza, y más música y sexo. Era como si Job
disfrutara de su propia despedida de soltero: dejaría la vida para casarse con
la muerte.
Aprovechando que los lunes ella no trabajaba
permanecieron todo el día juntos. A la noche ella cocinó un pollo. Antes de
introducirlo al horno le cortó la cabeza con mucho énfasis y regocijo.
–En cualquier momento va a estar lista la
comida mi amor –dijo ella– porque no vas abriendo un vino.
–Sí mi amor ya lo abro –respondió él
riéndose, y luego pensando en el fin de su vida: el final del dinero.
Yo chequeaba los mails y no encontraba nada
favorable con respecto a mi destino.
Ahora me arrojaba en el bar del olvido.
Bebí tanto que casi vuelo. La muerte es el
sueño donde vuelo.
El sueño donde vuelo.
El sueño.
La muerte.
El vuelo.
Donde.
La.
El.
El sueño.
El sueño donde vuelo.
La muerte… es el sueño donde vuelo.
Me levantaron de la butaca del bar donde me
había quedado dormido, y me enfilé como pude hacia la calle.
Cuando salí del olvido, me dieron muchas
ganas de escribir, y pensé en mis libros y en la cantidad de alcohol que hay en
ellos, no porque los halla concebido alcoholizado, sino porque ellos siempre
piden cerveza, wisky o vino.
Llegué al hotel y continué con lo que estaba
escribiendo.
Hice lo que quise con el tiempo y, por
supuesto, a la hora de cenar Job ya se encontraba destapando un vino.
–Aquí llegué mi amor –se manifestó ella
cuando llegó de su trabajo.
–Hice una tortilla de papas mi amor, espero
que te guste –dijo Job sonriéndose.
–Que divino mi amor.
–Un divino total.
–Totalmente.
–Así es.
–Sí, es así.
Y comieron, y cogieron y bebieron: despedida
de soltero. Mi mano sacudía la birome y mi cerebro finalmente no había
encontrado nada nuevo.
CAPITULO 13
La recepcioncita del sepelio intenta matar a
Job, él se defiende y no permite que ella le robara la vida.
“¿Qué querés hacer?, mi muerte es cuando se me
acaba el dinero” –le había dicho antes de marcharse furioso rumbo al viejo
hotel.
“Te amo, pero… tenía que matarte” –le había
dicho ella saludándolo, moviendo su mano izquierda.
Job emprendió la vuelta al hotel repitiendo
consecutivamente: “la felicidad queda muy lejos de acá, se termina el dinero y
parto a otro lugar”.
En un determinado momento sintió algo de
calma. En un determinado momento se había cruzado con una mujer alta de extensa
cabellera lacia.
Cuando llegó al hotel se encontró conmigo en
la entrada y me contó lo sucedido con la encargada del sepelio. Luego fuimos a
la playa juntos.
Aquí estábamos entonces arrojados sobre la
arena cuando me quedé dormido y soñé con una mujer muy parecida a la que se
encontraba Job cuando se sustraía del mundo. Al igual que él, yo podía vislumbrarla
de espaldas. Ella era más baja y tenía el cabello a la altura de los hombros,
pero la felicidad que emanaba era idéntica a la que emanaba la otra mujer. Al
despertar me dije: “esa felicidad era de otro mundo, y grité extasiado”. A
diferencia de lo que le sucedía a Job, yo si podía recordar aquella felicidad
experimentada. Seguramente porque accedíamos ahí de diferentas maneras; Job lo
hacía cuando se sustraía del mundo por medio de un terrible disgusto, y yo
solamente soñando.
A la noche cenamos juntos. Jugamos a las
cartas y luego nos entretuvimos con una de las tantas mujeres que estaban
siempre en oferta en el bar del hotel. Lógicamente él había elegido la del
cabello más largo y lacio, y yo una con el corte a la altura de los hombros. El
cabello no era tan lacio como la mujer que yo había soñado, pero otras opciones
no había, así que tuve que conformarme.
A las cuatro de la madrugada ya nos
habíamos quedado dormidos.
Al otro día amanecí extasiado de felicidad,
es que una vez más había soñado con la mujer de cabello lacio a la altura de
los hombros. Y Job se levantó con bastante calma espiritual. Sin duda la mujer
alta de cabellos largos otra vez lo había soñado, y lo había soñado con mucha
más potencia o cercanía.
CAPITULO 14
Hay que esperar que la luz por fin se
encienda.
Eso es lo que yo hago y lo que estoy
haciendo en Venezuela. Hay que esperar que el destino se acomode y me regale su
sonrisa más perfecta. Sin embargo a veces siento que también soy Job y tengo
ganas de acabar en algún momento con mi vida.
CAPITULO 15
UN MES DESPÚES
Todavía seguíamos ahí, en Macuto. La verdad es
que el lugar nos había agradado bastante. Lejos de ser pretencioso con respecto
al lujo y al mismo estrés que conlleva a mantenerlo vivo, Macuto era un oasis
de calma donde la amabilidad y el buen humor de los lugareños proporcionaban el
relax suficiente como para que a cualquiera le costara dejarlo.
Nos habíamos hecho muy amigos, y Job estaba
muy contento de haberme conocido; no obstante seguía con su legítima idea de
abandonar su vida al extinguir su última moneda. También nos habíamos hecho
amigos de las prostitutas con las cabelleras correspondientes que nos
otorgaban, aunque sea, un poco de paz.
CAPITULO 16
DIEZ AÑOS ATRÁS
Job se reía con Clara en el cine,
disfrutando de una muy graciosa película. Ahora abandonaban el cine y caminaban
abrazados contentos por las calles de la dicha, que de todos modos los
conduciría tarde o temprano a un futuro muy poco sabroso o tal vez demasiado interesante
refiriéndome al futuro de Job.
Más tarde, luego del sexo imperdible como última
función del día, apagaron la luz del cuarto. Se quedaron dormidos.
Se prendió la luz del sol. Había amanecido,
y ambos habían soñado, por supuesto, pero sólo Clara recordaba al menos uno de
sus sueños: Caminaba por las calles del centro de la ciudad con un determinado
hombre, tal vez el mismo que hoy la acompaña en su vida. Job no recordaba sus
sueños o tal vez esa noche no había soñado. Tal vez sea la única o una de las
pocas personas del mundo que en determinados momentos no sueñan porque alguien
los está soñando.
CAPITULO 17
QUINCE DIAS DESPUES
La verdad es que ya empezaba a cansarme de
Macuto, y tenía ganas de volver a Buenos Aires para arrojarme nuevamente a las
calles del destino y el azar de mi vida. Más tarde cuando Job regresara de la
parte céntrica de Macuto le daría la noticia; también tenía pensado arrojarle
la idea de que regresara con migo a Buenos Aires.
En este momento Job se cruza con el vagabundo Chali, este iba
dentro de un patrullero de la policía, lo trasladaban de una cárcel a otra. Eso
le dijo Chali a través de una ventana semiabierta, para luego decirle, agitando
una mano a modo de saludo: “no hay nada más lindo que el futuro”, y Job, viéndolo
en esas circunstancias, se sonrío bastante, casi convierte esa risa en carcajada.
Chali desapareció de su vista y su cabeza
ahora era invadida por las frases que a menudo se le infiltraban en su mente.
Frases que alguna vez había leído como: “Soy parte de un deseo espacial, ojalá
me vengan a buscar”. También lo invadían otras propias de él como: “la
felicidad queda muy lejos de acá, se termina el dinero y parto a otro lugar”.
Emprendió el regreso al viejo hotel.
Llegó.
Comió algo en el bar-restoran del mismo, y a
la hora del postre decidió reemplazarlo por alcohol.
Escuchó música y meditó. Pensaba, o se
imaginaba a su antojo como sería la muerte.
Alcohol.
Música.
Pensamiento.
Alcohol.
Alcohol.
Alcohol.
Pensamiento
Música.
Música.
Música.
Pensamiento.
Música.
Alcohol.
CAPITULO 18
UNA HORA DESPUES
Bajé decidido a contarle a Job que volvería
a Buenos Aires, cuando me resbalé y me golpeé la cabeza y partí de la tierra.
Sencillamente había muerto. No esperen nada de mi. No pienso transmitir lo que
siento ni contar como es todo esto.
A decir verdad no es que no quiera pero
siento con convicción que algo me impediría hacerlo. De todos modos voy a intentar
arrojarles algunas palabras: mujer de espaldas con cabello a la altura de los
hombros...
Y tuve que parar de contar porque algo me
estrangulaba, es decir impedía mi habla, no les voy a decir que me quitaba el
oxigeno, por que eso sería una gran mentira. Acá es todo mucho más minimizado y
escueto...
Y tuve que parar devuelta. En fin, la
cuestión es que el protagonista de mi destino, la lámpara que se prendería
algún día en Buenos Aires, sería para otro. Digo otro refiriéndome a lo
sentimental, en lo que a lo demás respecta sería yo por siempre. Mi literatura
poblará al mundo de magia; la gente se subirá a mis alas olvidando o amando a
la desgracia.
Yo había dicho que debía esperar que la luz
por fin se encienda y el destino se
acomode para regalarme su sonrisa más perfecta, y eso fue lo que sucedió aunque
yo ya no esté en el planeta.
Cuando
Job bajó y me vio se sustrajo por última vez.
Esta vez, dentro de
esa felicidad, pudo descifrar o ser conciente que, fuera de esa esfera
placentera, su vida era un verdadero espanto, así que prefirió permanecer ahí
para siempre. La mujer de extensos cabellos, quién respetuosa a las parejas
había comenzado a soñarlo cuando él se separó de Clara, se fundió en él. Ella
lo había venido a buscar y él se dejó llevar.
Ahora Job era parte de su vida suave, espacial y algo angelical. La
muerte es el punto clave del azar, el sueño donde todos volarán…
Y tuve que parar.
siempre hermoso para disfrutarlo leerloo
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