lunes, 12 de marzo de 2012

Enamorarse (cuento)



                                      Enamorarse

   Aparecí en el medio de una descomunal multitud. Eran miles y miles de personas que me aprisionaban y no me dejaban concretar ni un solo paso. Yo intentaba moverme, al menos algunos centímetros, pero era absolutamente imposible. Frente a mi había una simpática mujer que me hablaba, y yo la escuchaba, otra no me quedaba. Ella no era muy linda, pero tampoco era fea y su simpatía la ayudaba.
   Me hizo reír en algunas ocasiones y yo la sonrojé cuando,  mientras hacía un paneo a los alrededores, la cárcel de seres humanos que nos rodeaban, le dije: “Y bueno, no nos queda otra que enamorarnos”. En ese momento ambos sentimos dulzura y ternura. Ella me besó y yo desaparecí de alegría.
   Ahora me encontraba en mi cama fría.
   –“La puta” –me dije– “fue un sueño”.
   E intenté dormirme de inmediato para volver a encontrarla, mientras recordaba algunas de sus palabras que tanto me habían causado gracia.
   Al menos esa noche no tuve suerte, por lo contrario tuve horribles pesadillas: estuve en el colegio secundario a punto de rendir un examen del cual no sabía siquiera de que se trataba, luego me crucé con una persona a quien había golpeado por equivocación de joven, y culminé dentro de un avión que se hallaba próximo a aterrizar sin el consentimiento de nadie.
   Me levanté a las diez de la mañana y saqué a pasear al perro. La imagen de esa mujer perduraba intacta en mi cabeza. Busqué por las calles a alguien parecido, pero nada. Más tarde fui al centro de la ciudad a hacer unos trámites. Como siempre había bastante gente por las calles y entonces comencé nuevamente a buscarla o a buscar a alguien que se le pareciera, pero otra vez nada; era una mujer propia de los sueños.
   A la tarde, a la hora de la siesta, intenté encontrarla. Me ayudé con una pastilla para dormir, porque no tenía mucho sueño.
   Primero soñé algunas boludeces, y por fin, luego, pude encontrarla. Estábamos en un colectivo lleno de gente. “Pero carajo” –me dije acordándome perfectamente en ese momento la situación del anterior sueño– “Siempre tiene que haber gente”.
    –Hola –me saludó ella.
   Y yo me puse contento de que se acordara de mí; es que no sabía bien como funcionaban los sueños.
   –Hola –le respondí contento.
   Ella se acercó hacia mí y me dijo:
   –Siempre hay gente.
   –Así parece. Tendríamos que ir a algún lugar más tranquilo –le dije refiriéndome a mi casa, es decir, deseaba arrancarla del sueño.
   –Vamos a tomar algo –me dijo ella.
   Y yo mentalizándome para no despertarme, al menos sin ella tomada de la mano, le dije que sí, que con todo gusto. Y abandonamos el colectivo.
   Una vez dentro de uno de los tantos bares del Universo, yo le confesé que estaba soñando y que ella era parte de los sueños. Por supuesto que se rió pensando que era una broma, y yo no insistí en convencerla. Segundos después el sonido insistente de un timbre comenzó a manifestarse, de manera que sospechando del timbre de mi casa, la tomé de la mano, como si acaso así, al despertarme, la arrancara del sueño. Me desperté lógicamente solo y fui a abrir la puerta de calle. Se trataba de una mujer que hacía encuestas. La misma, aunque nada parecida a la mujer de mis sueños, portaba en el cuello su mismo pañuelo; por eso es que acepté la encuesta con la intención de comprárselo.
   Ahora, con el pañuelo en mi cuello, fui a comprar comida al supermercado. Mientras me acercaba a las góndolas de los lácteos el brillo proveniente de los aros de una joven me resultó conocido. Eran los mismos aros que usaba la mujer que aparecía en mis sueños, y digo que aparecía en mis sueños porque estaba convencido de que yo no la soñaba sino que aparecía de una manera hermosamente arbitraria.
   Charlé un rato con la joven y ni siquiera tuve que comprárselos. Volví a casa con sus aros puestos, y comencé a preparar la cena. Hacía dos semanas que comía solo, porque mi mujer estaba de viaje.
   Más tarde grité: “Bien, bien”.
   Porque ya era la hora de dormir, así que me coloqué el pijama y me dispuse a encontrarla.
   Primero soñé con el supermercado y unos aros de cebolla. Después con mi mujer: algo que la asombraba deformaba su rostro. Y por fin me encontré con ella. Estábamos en un estadio de fútbol. Ella me gritó. Yo me di vuelta y recibí su dulce sonrisa. Caminamos algunos pasos y estuvimos frente a frente.
   –Siempre con gente –dijimos al unísono formando una única voz.
   –Nunca podemos estar solos –dije.
   –En el bar estuvimos más tranquilos hasta que te fuiste –me dijo.
   –Sí, claro, hasta que me fui –dije sin saber que decirle, mientras clavaba mi mirada, primero en sus aros y luego en su pañuelo.
   –Hay una plaza muy linda acá cerca –me dijo.
   Y allá fuimos. Era otoño. Las hojas de los árboles se arremolinaban dulcemente, producto de alguna ráfaga de viento edulcorada y todo parecía ideal para enamorarse. Tomamos asiento en un banco, nos abrasamos y yo le dije:
   –No nos queda otra que enamorarnos.
   –Creo que yo ya estoy enamorada –me dijo.
   –Y yo también –le dije, sintiendo un amor que nunca antes había sentido.
   Nos besamos y me desperté absolutamente extasiado, enamorado. Atendí el teléfono; era mi mujer. Me dijo que me extrañaba mucho, y yo le respondí lo mismo mintiendo. Al cortar me sentí un poco mal; es que le estaba siendo infiel. También me reí un poco de la situación y, una vez vestidito y peinadito, fui al kiosco a comprar algunos chocolates.
   Como siempre iba bien atento con la expectativa de alguna vez encontrarla y de esa manera dejar de soñar para estar con ella concretamente. Durante el camino la gente me miraba y era lógico, ya que tenía puesto los aros que me había regalado la joven en el supermercado. Claro que también llevaba puesto el pañuelo turquesa que le había comprado a la encuestadora, pero eso no era algo que llamara tanto la atención. Ni bien llegué al kiosco, mi corazón se aceleró felizmente. La kiosquera llevaba puesto la misma blusa que la mujer de los sueños.
   –Te compro la blusa –le dije entonces atolondrado.
   Ella me respondió que no la vendía, pero cuando le mostré un billete muy interesante aceptó. La plata no hace milagros pero sirve para un sin número de ocurrencias o curiosidades.
   Mientras regresaba a mi casa pensaba que si era posible encontrar su ropa desparramada por el mundo, también era posible que ella exista desparramada por el mundo. La idea me perturbó mucho, pero poco a poco fui recuperando el optimismo de encontrarla toda junta en una misma persona.
   Legué a mi casa y me puse la blusa. No sé porque me ponía esa ropa, pero necesitaba hacerlo. Sería tal vez la única forma de estar con ella o, mejor dicho, con parte de ella en la vida misma. O tal vez estaría enloqueciendo. No sé, no lo sé; y a decir verdad no me importa. Lo único que sé y lo único que puedo decir concretamente es que estoy enamorado de ella.
 Esa misma noche me la volví a encontrar y me enamoré más aun cuando comenzó cantar, luego de decirme su nombre respondiendo a mi pregunta. Amanecí entupido de amor y salí  a buscarla por las calles. Grité varias veces su nombre y corrí y corrí hasta que el cansancio me venció y me dejó frente a una vidriera donde vendían ropa. Me sonreí al ver a un maniquí  que exhibía su mismo cinturón y sus mismos pantalones. El local estaba cerrado, así que no me quedó más remedio que delinquir; no podía esperar al otro día, tenía la necesidad enfermiza de poseer esas prendas en ese mismo momento. Tal vez estaría enloqueciendo. No sé, no lo sé; y a decir verdad no me importa. Lo único que sé y lo único que puedo decir concretamente es que estoy exageradamente enamorado de ella. Rompí un vidrio, sonó la alarma, pero fui tan veloz que la policía no pudo interceptarme.
   Al llegar a casa me puse primero el pantalón. Me quedaba muy chico, pero desabrochado y con el cierre bajo pude calzármelo. Después le tocó el turno al cinturón y me sentí un poco más completo, pero todavía me faltaban sus suecos, su collar y sus anteojos traslucidos; de todos modos lo mejor, por supuesto, sería encontrarme con ella misma, en la totalidad de su maravilloso ser.
   Al día siguiente observaba una feria artesanal cuando me encontré con su collar. Lo compré en el acto y me lo colgué. Al artesano se le había escapado una risita; seguramente se reía de mi aspecto; es que siempre salía vestido con las pertenencias de la mujer de los sueños: la mujer de mis sueños.
    Después de haber faltado algunos días al trabajo regresé y asombré a todos con mi vestimenta. Me senté a trabajar. Tuve un impulso que me hizo girar la cabeza hacia la derecha. Mesa contigua; anteojos traslúcidos. Una de mis compañeras de trabajo había dejado sus antejos sobre la mesa. Me desesperé por ellos, pero no hice nada hasta que ella abandonó por unos minutos la mesa.
   Volví a casa con los anteojos. Los llevaba ubicado delante de mis ojos. No me los sacaría ni para dormir. Ahora sólo me faltaban sus suecos. Suecos, suecos, suecos, suecos, suecos, suecos, suecos… “Eso es” –me dije. Y abrí el placard, donde mi mujer guarda sus zapatos, y los vi; eran idénticos. Me los puse. Lógicamente mis tobillos sobresalían algunos talles.
   Más tarde la hora de dormir había llegado. Me dormí como siempre con el televisor encendido; alcanzar el sueño en silencio me asfixia. Soñé primero que estaba en una nave espacial, y luego, más sobre la tierra, soñé que estaba en un enorme teatro con todas las localidades vendidas. Al lado mío estaba ella vestida con mi ropa; y yo, por supuesto, con la suya.
   –No nos queda otra que enamorarnos –me dijo ella repitiendo lo que yo le había dicho en algunas oportunidades.
   –Si ya estamos enamorados –le dije.
   –Claro que sí –me respondió dulcemente.
   Y nos besamos.
   –Yo también fui juntando tu ropa –me dijo.
 –Ya veo –le dije.
   Y me desperté. Mi mujer me había despertado.
   –¿Qué haces así vestido? –me preguntó enojada.
   –Pensé que llegabas mañana.
   –¿Qué hacés con esa ropa? Estás loco.
   –No sé –le dije con un feliz rostro–. Lo único que sé y lo único que puedo decir concretamente es que estoy enamorado de ella.
   –¡De ella! ¡De ella! –me gritó y me pegó un cachetazo.
   Yo abandoné la casa. Crucé la calle gritando mi amor, y me pisó un camión. Nunca había conocido algo más lindo que la muerte. Ella, con su pañuelo, sus aros, su blusa, su pantalón, su cinturón, su collar y sus suecos, me recibió para siempre. Me había enamorado de la muerte. Lo único que me molestaba un poco es que estaba lleno de gente.

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