Enamorarse
Aparecí en el medio de una descomunal
multitud. Eran miles y miles de personas que me aprisionaban y no me dejaban
concretar ni un solo paso. Yo intentaba moverme, al menos algunos centímetros,
pero era absolutamente imposible. Frente a mi había una simpática mujer que me
hablaba, y yo la escuchaba, otra no me quedaba. Ella no era muy linda, pero
tampoco era fea y su simpatía la ayudaba.
Me hizo reír en algunas ocasiones y yo la
sonrojé cuando, mientras hacía un paneo
a los alrededores, la cárcel de seres humanos que nos rodeaban, le dije: “Y
bueno, no nos queda otra que enamorarnos”. En ese momento ambos sentimos
dulzura y ternura. Ella me besó y yo desaparecí de alegría.
Ahora me encontraba en mi cama fría.
–“La puta” –me dije– “fue un sueño”.
E intenté dormirme de inmediato para volver
a encontrarla, mientras recordaba algunas de sus palabras que tanto me habían
causado gracia.
Al menos esa noche no tuve suerte, por lo
contrario tuve horribles pesadillas: estuve en el colegio secundario a punto de
rendir un examen del cual no sabía siquiera de que se trataba, luego me crucé
con una persona a quien había golpeado por equivocación de joven, y culminé
dentro de un avión que se hallaba próximo a aterrizar sin el consentimiento de
nadie.
Me levanté a las diez de la mañana y saqué a
pasear al perro. La imagen de esa mujer perduraba intacta en mi cabeza. Busqué
por las calles a alguien parecido, pero nada. Más tarde fui al centro de la ciudad
a hacer unos trámites. Como siempre había bastante gente por las calles y
entonces comencé nuevamente a buscarla o a buscar a alguien que se le
pareciera, pero otra vez nada; era una mujer propia de los sueños.
A la tarde, a la hora de la siesta, intenté
encontrarla. Me ayudé con una pastilla para dormir, porque no tenía mucho
sueño.
Primero soñé algunas boludeces, y por fin,
luego, pude encontrarla. Estábamos en un colectivo lleno de gente. “Pero
carajo” –me dije acordándome perfectamente en ese momento la situación del
anterior sueño– “Siempre tiene que haber gente”.
–Hola –me saludó ella.
Y yo me puse contento de que se acordara de
mí; es que no sabía bien como funcionaban los sueños.
–Hola –le respondí contento.
Ella se acercó hacia mí y me dijo:
–Siempre hay gente.
–Así parece. Tendríamos que ir a algún lugar
más tranquilo –le dije refiriéndome a mi casa, es decir, deseaba arrancarla del
sueño.
–Vamos a tomar algo –me dijo ella.
Y yo mentalizándome para no despertarme, al
menos sin ella tomada de la mano, le dije que sí, que con todo gusto. Y
abandonamos el colectivo.
Una vez dentro de uno de los tantos bares
del Universo, yo le confesé que estaba soñando y que ella era parte de los
sueños. Por supuesto que se rió pensando que era una broma, y yo no insistí en
convencerla. Segundos después el sonido insistente de un timbre comenzó a
manifestarse, de manera que sospechando del timbre de mi casa, la tomé de la
mano, como si acaso así, al despertarme, la arrancara del sueño. Me desperté
lógicamente solo y fui a abrir la puerta de calle. Se trataba de una mujer que
hacía encuestas. La misma, aunque nada parecida a la mujer de mis sueños,
portaba en el cuello su mismo pañuelo; por eso es que acepté la encuesta con la
intención de comprárselo.
Ahora, con el pañuelo en mi cuello, fui a
comprar comida al supermercado. Mientras me acercaba a las góndolas de los
lácteos el brillo proveniente de los aros de una joven me resultó conocido.
Eran los mismos aros que usaba la mujer que aparecía en mis sueños, y digo que
aparecía en mis sueños porque estaba convencido de que yo no la soñaba sino que
aparecía de una manera hermosamente arbitraria.
Charlé un rato con la joven y ni siquiera
tuve que comprárselos. Volví a casa con sus aros puestos, y comencé a preparar
la cena. Hacía dos semanas que comía solo, porque mi mujer estaba de viaje.
Más tarde grité: “Bien, bien”.
Porque ya era la hora de dormir, así que me
coloqué el pijama y me dispuse a encontrarla.
Primero soñé con el supermercado y unos aros
de cebolla. Después con mi mujer: algo que la asombraba deformaba su rostro. Y
por fin me encontré con ella. Estábamos en un estadio de fútbol. Ella me gritó.
Yo me di vuelta y recibí su dulce sonrisa. Caminamos algunos pasos y estuvimos
frente a frente.
–Siempre con gente –dijimos al unísono
formando una única voz.
–Nunca podemos estar solos –dije.
–En el bar estuvimos más tranquilos hasta
que te fuiste –me dijo.
–Sí, claro, hasta que me fui –dije sin saber
que decirle, mientras clavaba mi mirada, primero en sus aros y luego en su
pañuelo.
–Hay una plaza muy linda acá cerca –me dijo.
Y allá fuimos. Era otoño. Las hojas de los
árboles se arremolinaban dulcemente, producto de alguna ráfaga de viento
edulcorada y todo parecía ideal para enamorarse. Tomamos asiento en un banco,
nos abrasamos y yo le dije:
–No nos queda otra que enamorarnos.
–Creo que yo ya estoy enamorada –me dijo.
–Y yo también –le dije, sintiendo un amor
que nunca antes había sentido.
Nos besamos y me desperté absolutamente
extasiado, enamorado. Atendí el teléfono; era mi mujer. Me dijo que me
extrañaba mucho, y yo le respondí lo mismo mintiendo. Al cortar me sentí un
poco mal; es que le estaba siendo infiel. También me reí un poco de la
situación y, una vez vestidito y peinadito, fui al kiosco a comprar algunos
chocolates.
Como siempre iba bien atento con la
expectativa de alguna vez encontrarla y de esa manera dejar de soñar para estar
con ella concretamente. Durante el camino la gente me miraba y era lógico, ya
que tenía puesto los aros que me había regalado la joven en el supermercado.
Claro que también llevaba puesto el pañuelo turquesa que le había comprado a la
encuestadora, pero eso no era algo que llamara tanto la atención. Ni bien
llegué al kiosco, mi corazón se aceleró felizmente. La kiosquera llevaba puesto
la misma blusa que la mujer de los sueños.
–Te compro la blusa –le dije entonces
atolondrado.
Ella me respondió que no la vendía, pero
cuando le mostré un billete muy interesante aceptó. La plata no hace milagros
pero sirve para un sin número de ocurrencias o curiosidades.
Mientras regresaba a mi casa pensaba que si
era posible encontrar su ropa desparramada por el mundo, también era posible
que ella exista desparramada por el mundo. La idea me perturbó mucho, pero poco
a poco fui recuperando el optimismo de encontrarla toda junta en una misma
persona.
Legué a mi casa y me puse la blusa. No sé
porque me ponía esa ropa, pero necesitaba hacerlo. Sería tal vez la única forma
de estar con ella o, mejor dicho, con parte de ella en la vida misma. O tal vez
estaría enloqueciendo. No sé, no lo sé; y a decir verdad no me importa. Lo
único que sé y lo único que puedo decir concretamente es que estoy enamorado de
ella.
Esa misma noche me la volví a encontrar y me
enamoré más aun cuando comenzó cantar, luego de decirme su nombre respondiendo
a mi pregunta. Amanecí entupido de amor y salí
a buscarla por las calles. Grité varias veces su nombre y corrí y corrí
hasta que el cansancio me venció y me dejó frente a una vidriera donde vendían
ropa. Me sonreí al ver a un maniquí que
exhibía su mismo cinturón y sus mismos pantalones. El local estaba cerrado, así
que no me quedó más remedio que delinquir; no podía esperar al otro día, tenía
la necesidad enfermiza de poseer esas prendas en ese mismo momento. Tal vez
estaría enloqueciendo. No sé, no lo sé; y a decir verdad no me importa. Lo
único que sé y lo único que puedo decir concretamente es que estoy
exageradamente enamorado de ella. Rompí un vidrio, sonó la alarma, pero fui tan
veloz que la policía no pudo interceptarme.
Al llegar a casa me puse primero el
pantalón. Me quedaba muy chico, pero desabrochado y con el cierre bajo pude
calzármelo. Después le tocó el turno al cinturón y me sentí un poco más
completo, pero todavía me faltaban sus suecos, su collar y sus anteojos
traslucidos; de todos modos lo mejor, por supuesto, sería encontrarme con ella
misma, en la totalidad de su maravilloso ser.
Al día siguiente observaba una feria
artesanal cuando me encontré con su collar. Lo compré en el acto y me lo
colgué. Al artesano se le había escapado una risita; seguramente se reía de mi
aspecto; es que siempre salía vestido con las pertenencias de la mujer de los
sueños: la mujer de mis sueños.
Después de haber faltado algunos días al
trabajo regresé y asombré a todos con mi vestimenta. Me senté a trabajar. Tuve
un impulso que me hizo girar la cabeza hacia la derecha. Mesa contigua;
anteojos traslúcidos. Una de mis compañeras de trabajo había dejado sus antejos
sobre la mesa. Me desesperé por ellos, pero no hice nada hasta que ella
abandonó por unos minutos la mesa.
Volví a casa con los anteojos. Los llevaba
ubicado delante de mis ojos. No me los sacaría ni para dormir. Ahora sólo me
faltaban sus suecos. Suecos, suecos, suecos, suecos, suecos, suecos, suecos…
“Eso es” –me dije. Y abrí el placard, donde mi mujer guarda sus zapatos, y los
vi; eran idénticos. Me los puse. Lógicamente mis tobillos sobresalían algunos
talles.
Más
tarde la hora de dormir había llegado. Me dormí como siempre con el televisor
encendido; alcanzar el sueño en silencio me asfixia. Soñé primero que estaba en
una nave espacial, y luego, más sobre la tierra, soñé que estaba en un enorme
teatro con todas las localidades vendidas. Al lado mío estaba ella vestida con
mi ropa; y yo, por supuesto, con la suya.
–No nos queda otra que enamorarnos –me dijo
ella repitiendo lo que yo le había dicho en algunas oportunidades.
–Si ya estamos enamorados –le dije.
–Claro que sí –me respondió dulcemente.
Y nos besamos.
–Yo también fui juntando tu ropa –me dijo.
–Ya veo –le dije.
Y me desperté. Mi mujer me había despertado.
–¿Qué haces así vestido? –me preguntó
enojada.
–Pensé que llegabas mañana.
–¿Qué hacés con esa ropa? Estás loco.
–No sé –le dije con un feliz rostro–. Lo
único que sé y lo único que puedo decir concretamente es que estoy enamorado de
ella.
–¡De ella! ¡De ella! –me gritó y me pegó un
cachetazo.
Yo abandoné la casa. Crucé la calle gritando
mi amor, y me pisó un camión. Nunca había conocido algo más lindo que la
muerte. Ella, con su pañuelo, sus aros, su blusa, su pantalón, su cinturón, su
collar y sus suecos, me recibió para siempre. Me había enamorado de la muerte.
Lo único que me molestaba un poco es que estaba lleno de gente.
guauuu!!
ResponderEliminarGuauu!!
ResponderEliminar