lunes, 12 de marzo de 2012

Algunos cuentos de: "La calavera de los sueños"


 


 

 

                   La ambición y un crédito otorgado

                                   por el Diablo


   Un día llegaría la sorpresa y golpearía tu puerta.
   Tus ojos se agrandarían y tu sonrisa, mucho más que grande, brillaría.
   Serías dichoso, mágico e invencible. Extraño, atípico y alucinante. Inmortal, inmoral, visible e invisible.

Un día, llegó ese día contundente e irresistible. Así que abriste la puerta y te alcanzó un resplandor que se metió dentro tuyo hasta llenarte por completo y deformarte y formarte a su antojo.
   El mundo giró como una vuelta de llave hecha de materia cósmica, y vos alcanzaste tu nuevo formato; tu nueva manera y forma de ser o no ser, según tu conveniencia.
   Eras materia y no materia, carne y alma.

   Te sentiste  verdaderamente bien durante algunos meses, hasta que llegó el verano y te sentiste mucho mejor.
   Lo que más te gustaba del verano era observar la noche sobre los tejados y treparte sobre el espeso aire, usando y ensuciando la ruta de los ángeles.
   También te gustaba revisar las casas ajenas, seleccionando a las mujeres más bellas, quienes serían violadas al hacer el amor con sus parejas.
   Por supuesto que no te faltó nada y lo tuviste todo; pero nada era nada, y nada, era tuyo.
   Montabas las mejores motos y mujeres; pero no. No eran tuyas.
   Disfrutabas de todas las cosas que hubiera sido imposible de obtener de otra manera, hasta que un día empezaste a extrañar lo simple, lo tierno y lo sincero, dejando de lado las frivolidades del materialismo. Pero tenías un problema. Cuando eras visible te veías horroroso, de manera que nadie te reconocía y era imposible que pudieras rehacer tu vida aunque gritaras treinta veces tu nombre.
   Fuiste todo un acontecimiento sobrenatural acaparando por completo los medios de comunicación y, por medio de ellos, la atención de todo ser humano y algún que otro animal humanizado.
   ¡Qué tristeza tenías!
   Tu bicicleta cromada, tu novia suave y tus amigos llenos de destellos vitales quedaban fuera de tu alcance. También la frazada de tu madre y los consejos de tu padre que nutrían tu mente.
   Querías tenerlo todo, mientras perdías lo mejor; la esencia más pura de la vida.

   Tu situación se había tornado irreversible, así que fuiste dueño de una infelicidad eterna donde tu sonrisa, opaca y arrepentida, no brillaría jamás.
   Y ante la extinción del ser, quedarías solo en el universo.














                                     Sobre el humo



   Te montaste al humo de tu cigarrillo y fuiste a deambular por esa noche triste y silenciosa donde la soledad te acaparaba por completo y se creía dueña de tus raros movimientos.
   Observabas detenidamente todo tipo de quietud mientras el sol, desde un horizonte desconocido, andaba con ganas de romperte los ojos.
   Te sentaste en una plaza y ya la gente comenzaba a pasear a sus perros o a zambullirse sobre los diarios en busca de trabajo.
   El olor de la panadería te excitaba, porque te recordaba a tu primera novia quien había sido la que más te había gustado, porque nunca la habías conocido de la ropa para adentro, aunque le habías acariciado el alma con algún que otro cepillito de palabras.
   Estabas quieto en ese banco, observando cómo el viento desmantelaba maravillosamente las ramas de los árboles, haciéndoles volar sus hojas color óxido moribundo, cuando pasó aquella tan odiada profesora de la secundaria; pero al ver su vestimenta te diste cuenta de que ya estaba castigada de por vida y que, efectivamente, desvariaba.
   Después pasó un amigo tuyo de hace mucho tiempo que te pidió fuego y no te reconoció, seguramente porque las drogas le habían robado la memoria manipulándole el carácter.
   Más tarde llegó tu novia reprochándote que no habían dormido otra vez, y vos le dijiste que los poetas no duermen de noche, como los vampiros, pero chupándole la sangre a las musas más bellas que luego caen materializadas en tinta, en las hojas acolchadas que reciben al arte, sin ruidos de novias, ni argentinos oportunistas, ni contaminación chismosa, ni pensamientos vulgares. Porque la pasión se esculpe en el silencio y el ruido está hecho para entretener a los tontos.
   El sol se puso más fuerte, tus ojos desaparecieron por completo, tu novia se fue enojada, la gente arrojaba desilusionada los diarios a la basura y los perros, que se dejaban pasear, no estaban muy convencidos de todo, no terminaban de comprender al género humano y al degenerado monstruo que los gobierna.
   Después de un rato decidiste volver porque la contaminación ambiental era insoportable, entonces le pediste un cigarrillo a algún alguien y te montaste en el humo de regreso donde era obligatorio y necesario fumar.
   Llegaste a tu casa y estaba envuelta en llamas, porque habías olvidado una estufa eléctrica prendida que, junto a la cortina del baño, había provocado el incendio.
   El humo que producía el complot de llamas ardientes era inmenso, era tan pero tan inmenso, que lo aprovechaste para irte a escribir a Brasil y olvidarte de todo o de nada.











 
                                          Roberto


   La casa era muy vieja. Además estaba muy abandonada y desordenada. Revoques venidos abajo, goteras, pinturas totalmente desaparecidas, vidrios rotos y desperdicios varios.
   También había mascotas que se habían suicidado y duendes y fantasmas que no regresarían jamás.
   Nadie sospechaba de la forma y condición que vivía Roberto, porque él salía a la calle peinadito, bien vestido y perfumado. El caos era de la puerta para adentro. La vereda la mantenía brillante y el frente de la casa parecía que hubiese sido pintado por Dios.
   Las viejas del barrio, que no tenían nada que hacer, mataban el tiempo hablando orgullosas de lo limpio que era Roberto.
   Él compraba y vendía autos antiguos. Los traía de las zonas más carenciadas. Acechaba por las zonas famélicas y cuando escuchaba que alguien gritaba “¡hambre!” se presentaba de inmediato con unos pocos billetes lustrosos que les hacía brillar los ojos a las personas que desechaban sus autos como si nunca hubieran sentido afecto por ellos.
   Algunos, a modo de agradecimiento, le regalaban sus viejas máquinas de coser y algún que otro dedal agujereado de tanto mandonear agujas.
   Roberto, que no pensaba coser en su vida, se llevaba las máquinas y se las vendía a las viejas del barrio. Las estafaba de una manera que presenciar ese acto de satrapías, provocaba náuseas.
   Una vez vendió un auto que en realidad no lo había vendido, porque no lo había comprado y en consecuencia nunca lo había tenido.
   Pasaron algunos años más de abandono absoluto y la casa ya no tenía techo. Todo era regalo del cielo: lluvia, viento, sol y balas perdidas que parecían niños desaparecidos.
   Desde su casa colmada por los escombros del techo, él era el dueño de los vuelos de los pájaros. Y por las noches, amigo de la luna, bebía sus cervezas y se tapaba con un manto de estrellas emocionantes. Era el placer, el placer de dormir mirando al infinito sabiendo que alguien o algo te está mirando.
   La plata que ganaba a costa de eco del estómago de la gente, la gastaba en lavadero y comida a domicilio, con sus inevitables cervezas. Para él, beber antes de irse a dormir era como si alguien le estuviese contando un cuento al oído o como si él fuera parte de un cuento.
   Él no pagaba la luz, ni el gas, ni el teléfono, ni el agua, ni rentas. Tampoco pagaba alumbrado, barrido y limpieza, porque él guardaba la basura en su casa, la luz de las calles lo encandilaban y con respecto a las plazas, siempre decía que se la podían meter en el orto.
   Su luz era la realidad del día y la noche. Su teléfono, el del locutorio de la esquina, que se sostenía gracias a unos cuantos Robertos y algún que otro Sebastián. Y a la casa, compuesta de ochocientos escombros en cuatro ambientes, no se la podían rematar, porque la ley lo amparaba, al no tener otro lugar para vivir.
   Él se bañaba con la lengua y ya casi era un hombre gato, pero cuando salía a la calle seguía engañando a la gente con su impecable presencia y su cultura que salía desaforada por la boca.
   Sus novias se enamoraban profundamente de él, hasta que atravesaban la puerta impecable y eran violadas por el caos de la casa.
   Un día Roberto contrajo una extraña peste y un helicóptero de la policía lo sorprendió moribundo en la cima de los escombros, con una cerveza y un puñado de estrellas que irían desapareciendo de a poco. Lo tomaron con mucho cuidado y lo trasladaron apresuradamente al hospital más cercano. Abriendo uno de sus ojos cansados él podía observar el caos desde un punto de vista diferente, olvidando por unos instantes su tremebunda agonía.
   Estuvo meses en terapia intensiva, y luego permaneció internado años, hasta que el hospital quebró dejándolo olvidado en su cama que ya recolectaba goteras y cáscaras de pintura.
   Un día que amaneció en perfectas condiciones, abandonó el hospital echando de menos el caos compañero, para regresar a su casa y reencontrarse con sus desperdicios y cachivaches más preciados.
   Tenía un soldadito antiguo de chapa que era maravilloso y además ocultaba detrás de su mirada triste unas ganas tremendas de gritar “¡papá!”.
   Tiempo después, Roberto se enamoró  de una mujer hermosa y prolija, que seguramente ocultaría una casa desordenada.
   Una tarde calurosa con leve tránsito de aire, él pudo conocer la casa de ella que era como la suya pero algunos años atrás, es decir, con más techo.
   Otra tarde pero con mucho tránsito de calentura por el aire, ella pudo conocer la casa de él, y al ver semejante belleza caótica no le quedó más remedio que decirle que lo amaba haciéndole el amor bajo la  lluvia del techo desnudo.

   Pronto Roberto cumpliría años y su novia lo sorprendería con su regalo soñado que le proporcionaría, al menos por un tiempo, una felicidad extrema.
   El calendario, arrugado y húmedo, marcaba el día 17 de agosto, mientras Roberto esperaba a su amada sentado en una pila de hormigón armado que él mismo había pintado de colores para darle un carácter más de silla en el día de su cumpleaños.
   Mano izquierda, soldadito de chapa con mirada triste; mano derecha, lata de cerveza alegre, y entre ese evento de objetos y manos y líquidos y tristezas ocultas llegaron las manos de ella con el tan esperado regalo.
   Era algo que él siempre había soñado mientras observaba por las noches el cielo filosófico de las mareas desconocidas.
   ¿Y qué era, y qué sería, y como sería? ¿Sería un regalo obsoleto o un regalo mágico?
   ¿Un llavero, un sueño, un poder, o una visión? O todo eso junto, revuelto y compacto, con el llavero asomadito, como si fuera el pene de algo inexplicable.
   Abrió por fin el regalo, que a juzgar por su olor, era bastante mágico, y se sonrió  y se erizó de felicidad al verse a él mismo en el futuro, con su soldadito de chapa, desordenando y ensuciando las galaxias, bien vestido, bien peinado y perfumado.

















                          
                                    Yo camino por la vida

   Yo camino por la vida, descalzo o dolido algunas veces, y otras, suspendido en el aire o pletórico de una extraña alegría, provocada por el amor agazapado que, sobre mi espalda, llega a penetrarme el alma.
   Y aunque a veces no llegues a comprenderla, qué linda es la vida: el amor, el desamor, la luna clavada en la noche, el sol, los pájaros, el viento y la cerveza apoyada muy despacio en el ocaso. Porque todo es parte de este juego de hermosas sensaciones primitivas y acciones insólitas, donde nos movemos instintivamente en busca del placer. No sé si la realidad es mentira, o muere, o miente. Pero es apasionante aunque a veces te quite los zapatos o te haga lamer el dolor hasta desintegrarlo.
   Y si mi chica me quiere, y yo la quiero, todo es incierto, sabiendo muy bien que el amor oculta una fecha de vencimiento impresa en la médula espinal, que es la que mantiene erguido o encorvado el sentimiento. Entonces existe el día en que las poleas del amor se desgastan a la hora clave y con la fecha establecida. Sería el día en que la realidad moriría y la mentira no sabría bien cuales serían sus nuevos componentes.
   Ella y yo, nos iríamos esfumando al ritmo del tiempo en nuestras mentes.

   El día de hoy, quedó oculto en un cajón y mañana no sé quién sos ni quién soy, pero igual te espero, apoyado en el ocaso, brindando a la deriva con mis sueños despiertos y las sombras más bonitas de mi pasado.



























                                    La cura inesperada



   Éramos cinco personas apareciendo sin saber como ni por qué en la oscuridad del silencio.
   Qué feo era caminar sin saber con qué nos toparíamos o en que pozo podrido iríamos a caer. Tampoco podíamos hablar y nos comunicábamos con el tacto, que era lo único que nos quedaba. Nosotros dos a veces nos desubicábamos y le tocábamos la cola a las mujeres; era tratar de encontrar la luz en la desesperación más oscura.
   Extrañábamos la comida, el sol, el viento, los olores, las risas y sobre todo la visibilidad más simple a la que antes no le dábamos importancia. Lo raro era que a nuestros seres queridos no los extrañábamos, sería seguramente, quiero creerlo, un mecanismo de defensa creado por nuestro organismo; algo así como la felicidad que sentimos en el túnel luminoso de la muerte.
   Estábamos famélicos y repletos de angustia. No sabíamos porqué estábamos ahí, ni qué éramos, ni para qué servíamos en esa parte misteriosa de la vida que nos tocaba vivir.
   Caminábamos y caminábamos hartos de oscuridad y cacheteados por el silencio hasta que de repente hicimos contacto con algo, por fin algo; parecían enormes fideos resbaladizos, recién hechos, sin salsa. Al rato, al sentir sus raíces ancladas sobre la tierra, nos dimos cuenta de que no eran fideos.
   Las plantas que crecían sin luz no paraban de asombrarnos, pero la monotonía de los días nos hacía olvidar poco a poco las rarezas que se nos interponían en el camino.
   Los ojos nos dolían de no ver y ya casi moríamos de hambre, porque esas plantas eran muy ácidas y tenían gusto a pila; eran tan duras que nos habían roto todos los dientes en el intento de salvarnos.
   Lo que más bronca me daba de todo esto era que yo sentía una presencia, como si alguien nos estuviera observando, riéndose de nosotros.
   De pronto por fin pudimos ver algo, era una gota de luz con textura cayendo suavemente por el aire estancado de este mundo oscuro y marginal.
   Nos emocionamos, y nuestros gritos de felicidad pudieron escucharse. No parábamos de hablar mientras acariciábamos nuestra pequeña luz que crecía cada vez más con nuestro afecto, y su textura agrandada eran autos, niños correteando, trabajadores de nuestro querido mundo y nuestros queridos familiares.
   La gota de luz se agrandó por completo y completo volvió a estar nuestro mundo.

   Al otro día, en la tapa de un diario muy conocido, salía impresa la siguiente noticia:
   CINCO INTERNADOS DE UN PSIQUIÁTRICO QUE SIEMPRE HACÍAN UNA MISTERIOSA RONDA SILENCIOSA, FUERON DADOS DE ALTA POR SU EXCELENTE, IMPECABLE Y TOTAL MEJORÍA.
  











                                         La venganza



   Estábamos por entrar al auto y noté que ella me estaba hablando. Casi no podía escucharla y entonces tuve ciertas dudas, no sabía si me había quedado sordo o si las palabras se estarían volando por el viento.
   De inmediato me di cuenta del buen funcionamiento de mi audio, al escuchar muy nítidamente el funcionar del mundo. Los motores de los autos, las voces cercanas, los murmullos lejanos, los ruidos de la fábrica de tornillos con sus quejas vecinales, y por último, escuché eso que me provocaba escalofrío, el viento que volaba las palabras de mi novia.
   Mientras aceleraba el auto violentamente y ella se pintarrajeaba, me preguntaba si realmente el viento era el que volaba las palabras o si era yo que no quería escuchar aquello que no me convenía.
   Al otro día la sorprendí en una plaza de esculturas sarcásticas y bustos cómplices, besándose  y acariciándose con mi mejor amigo, Omar Ocampos, el dueño de la fábrica de tornillos. Repentinamente se me vino el mundo abajo y no le encontraba sentido a la vida, pero también, súbitamente, se me regeneraron y se me degeneraron los sentimientos para planear una venganza histórica y llamativa.
   Ella me abandonó el once de marzo, día del tornillo, y se fue a festejar con Ocampos. Me dijo algo antes de marcharse, pero mis oídos mentales seguían bloqueados para ese aire vibrado que emanaba de su boca.
   Primero empecé con ella; la arruiné psicológicamente de una manera que se la tienen que imaginar ustedes.
   Ahora ella está internada en un psiquiátrico y hace cosas raras como misteriosas rondas silenciosas.
   Una tarde llegué a la hora del cierre de la fábrica para así culminar con mi venganza. Cerró la fábrica, se fueron los trabajadores, y ahí estaba él, con ruidos de tornillos vivos en sus bolsillos. Me acerqué, él me miró, yo lo miré y, sin decirle una sola palabra, lo fui atornillando lentamente en el asfalto.

   Los turistas observan y fotografían anonadados aquella extraña sepultura atornillada. Yo cobro la fotito, y hoy, vivo de mi venganza. 























                     El mal, la vagancia, la muerte y la pereza



   Era un lindo día para que la gente asomara sus caritas al sol. Pero que fuera un lindo día no quitaba que sucedieran las cosas malas. Porque eso es imposible, es como tratar de detener el tiempo o hacer de cuenta que no existe.
   Yo era muy vago y perezoso, y ese día estaba lavando, frente a mi casa, el auto que me había ganado en una rifa comprada con dinero prestado. Me daba mucha pereza limpiarlo, pero el día era tan lindo que todo parecía posible.
   En la calle había bastante gente. Un señor que tomaba vino en cartón en la puerta del almacén, unas vecinas que barrían sus veredas e intercambiaban chismes como si fueran figuritas y unas cuantas personas paseándose en bicicleta; entre ellas había dos niñas tan hermosas que era inevitable que fuesen empujadas por el viento.
   Era todo tan lindo, pero tan lindo, que lo malo no nos quitaba la mirada de encima.
   La niña más chiquita, más linda y más dulce cayó de su bicicleta y fue convertida en catástrofe por un camión atolondrado que no se dejaba engañar por los ángeles de los niños. Le explotó el cráneo y el dolor se esparció por los medios de comunicación.
   Pero eso no fue todo, porque ese día el mal estaba ebrio y era más peligroso que nunca.
   Las vecinas que hacían que barrían, lubricaban sus lenguas inquisidoras de la intimidad, mientras el señor que tomaba vino brindaba sigilosamente con el mal, que es por supuesto, uno de los grandes tutores del universo.
   Era un lindo día para que la gente asomara sus caritas al sol, pero el sol cayó sobre sus caritas, sobre mi carita y sobre las caritas de las hormigas.

   Mientras mi conciencia pasaba a un plano de transparencia y tacto diferente, yo me decía, rascándome la espalda de mi alma incinerada: “¿Para qué carajo lavé el auto?”.

























                                La desesperación y el escape


   Me desperté desesperado y necesitaba escaparme, así que me vestí absolutamente alterado para echarme a correr por las calles.

   Corría y corría junto a un pánico inexplicable hacia un extraño amanecer totalmente rígido, que parecía una fotografía gigante.
   Ese día las caras de las personas estaban raras; tan raras como mi vida doblada sobre el día en el cual yo me escapaba.
   Era escaparme de mi casa que en esos instantes me resultaba un poco extraña. También era escaparme de mi gente a la cual no recordaba con exactitud.
   ¡Todo era tan extraño! Fuertes zumbidos me provocaban una jaqueca insoportable, y el clima, que no había manera de describirlo, me dañaba la piel. También sentía extraños ruidos en el estómago, como de algo me estuviera cambiando por dentro.
   Yo pensaba que tal vez estaba corriendo dentro de una pesadilla y que en cualquier momento me despertaría en mi cálida casa y con mi cálida familia, a la cual no podía recordar bien.
   Pero el tiempo pasaba y me seguía escapando de no sé qué.
   Los árboles eran raros, pero yo no conocía el porqué, es decir, qué era lo que los diferenciaba de los otros árboles a los cuales solía conocer, y que en realidad ya no recordaba mucho.
   El asfalto, sobre el cual me desplazaba hacia no sé donde, era poroso; por momentos rígido y por momentos esponjoso. Cambiaba según el empeño que ponía en mis pasos. Es decir, si una pisada iba con mucha fuerza, se ponía esponjoso como para protegerme de torceduras o fracturas.
   Eso me hizo ver que en ese extraño ámbito querían preservarme, o que yo ya era parte de eso que con el tiempo me dejaría de resultar extraño.
   De repente se me cayeron unas cuantas lágrimas, como si me estuviera despidiendo de mi realidad a la cual ya no recordaba por completo, pero tenía la sensación de que había sido maravilloso, aunque habría estado montada, seguramente, sobre un planeta con pensamientos deformes.
   Paré de correr y paré de escaparme porque me iba sintiendo, de a poco, parte de esa vida nueva. Mi realidad anterior ya había desaparecido por completo de mi memoria y solo cabía en mi cabeza la posibilidad de imaginármela.
   Me detuve en una casa y ahí me esperaban mis nuevos padres. Yo pensaba, por supuesto, que eran mis únicos padres, los únicos padres que había tenido.
 
   Todos los días desayunaba comiendo mis cápsulas favoritas e iba al colegio en una navecita muy linda que me habían regalado para mi cumpleaños.

   Y así iba saltando de vida en vida, escapándome de la muerte. Claro que yo no lo sabía, pero, por suerte, sucedía.











                                                

                                               Teodolina



   Afuera de la casa atardecía y se echaban a dormir los pájaros más cansados. Adentro Teodolina se bañaba y alimentaba con jabón barato a las bacterias que dormían en sus poros.
   Ella trabajaba en un cabaret del centro. Había tenido una infancia muy dura, tan dura como lo que recibe entre sus piernas cuando trabaja.
   No creía para nada en el amor, ya que las experiencias vividas habían sido totalmente desagradables y desalentadoras.
   Era tierna, bella y extremadamente sensible. Siempre soñaba con un mundo mejor y una vida mejor para poder cambiar su extraño trabajo por uno más digno. Pero inútil porque el país, sumergido en la pobreza, la volteaba cada vez más, a tal punto que vivía la mayoría del tiempo con un extraño adentro.
   Y sí, ella ya estaba resignada a vivir con sus jabones baratos que eran una de las pocas cosas cariñosas que la rodeaban, junto a su gato y su tortuga muerta de tristeza por escuchar tanto el goteo de sus lágrimas.

   Pero por suerte si hay algo que es verdad en esta vida, es que cuando te estancás por un tiempo en el horror, siempre aparece de la nada una puerta maravillosa que te hace recuperar la sonrisa perdida.

   Un día, que de todas formas parecía una noche dentro del cabaret, Teodolina se enamoró de un muchacho que había llegado por equivocación, pensando que aquel era un bar convencional y no sexual.
   Parecía ser que él también estaba muy enamorado de ella porque se fueron del cabaret juntos, abrazados y felices.
   El joven, además de ser un buen muchacho, tenía un buen trabajo, de manera que Teodolina podría dejar sus hábitos y convertirse en una dulce ama de casa.

   Afuera atardecía y se echaban a dormir los pájaros más cansados. Adentro Teodolina tenía al amor entre sus piernas haciendo polvo su infancia.























                            Alguien que sospecha de su origen



   Desde que te tomás el primer vaso de cerveza ya comenzás a ver la noche colmada de burbujas, y sabés bien que las borracheras son para ir escurriendo el alma de a poco, y también sabés que al bailar transformás tristezas en alegría.
   Y observando en una noche alucinante a una mujer de belleza desbordada en simpleza, decidís acercarte sin saber cómo relacionarte en ese lugar tan obvio lleno de tragos y luces bebibles de todos los colores. Por suerte, ella se acerca y te pregunta la hora. Vos se la decís en todos los idiomas y la desbordás de palabras hasta que te grita, con el corazón franeleado, que te ama.
   Era la mujer que habías soñado durante toda tu vida, en esos sueños más reales que la realidad inexplicable. Y cuando pudiste convertir tu sueño en realidad te deprimiste al descubrir que ya no podías soñar más y que la vida sin sueños no tenía sentido, y tu corazón sería moldeado por el tiempo, hecho de rutina, para transformarse en costumbre con un futuro vulnerablemente incierto.
   Y encima de todo empezaste a sospechar que tu vida era producto de la mentira de un ser superior, o sea que no eras adoptado, sino que te habían abandonado para no contaminar algún planeta lejano con mentiras.
   Y vos, aburrido por la rutina del invento monogámico-social, sentías que cada tanto te venían a observar; y efectivamente, no dejarían de observar nunca a la mentira que miente.





                                     Entristecida agonía



   Y ahí no más tenías la vida enroscada en tu cabeza. Pero tus piernas cansadas y los pensamientos llenos de miedo, no te dejaban ver los alrededores.
   Era la desconfianza y el pensar que la vida consistía en ir perdiendo seres queridos todo el tiempo. Asesinatos que se guardan para siempre en la parte triste de la memoria, nostalgia y agonía que se manifiesta luego en el estómago.
   Y aunque a veces pensabas en salir a colonizar corazones, sabías que era inútil, porque tarde o temprano, la verdad, la belleza y la pureza se darían vuelta como una media macabra y partirían olvidando una daga dolorosa sobre tu corazón.
   Entonces caminabas en falso observando el colorido mentiroso de la vida, y te tomabas un helado y te golpeaba el sol que detonaba algún recuerdo y entristecías encorvado en un banco lamiendo tus lágrimas, mientras el mundo... desaparecía.











                                      
                                   A través de la ventana

   Era mirar a través de la ventana esperando que sucediera algo. Pero lo único que sucedía era la lluvia que caía y el viento que la torcía.
   Yo igualmente observaba con mi mirada ansiosa y eterna esa calle pobre en movimientos. Pero por fin pasó ella mojada y feliz... sobre el día triste.
    A través de su ropa empapada imaginaba los senos que amamantarían la continuidad de mi vida.
   Sería la madre de mis hijos y la mujer mágica, a la cual nunca engañaría y amaría filosóficamente.
   Sería un final feliz, para una muerte feliz, donde me convertiría en uno de mis hijos, infinitamente, de galaxia en galaxia, hasta poder cachetear al gran creador y encontrarme conmigo mismo.


















                                     Naturalmente extraño


   Antes de que levantara mi brazo para ver la hora, las agujas del tiempo se clavaron en mis venas y deformaron mis glóbulos. Me sentí inmediatamente extraño por dentro, y por fuera, un monstruo observándose en el espejo.
   Era evidente que mi cambio había sido provocado por el tiempo que es la partícula más ínfima de la naturaleza, esa que experimenta con nosotros y nos adapta a los cambios que ella misma propone.
   Pero a ese cambio yo lo notaba mucho más raro y mágico que cualquier mutación descubierta por el hombre a lo largo de la historia. Tal es así que comencé a ver todo en blanco y me sentí atrapado en un espacio en blanco.







Me convertí en pequeño monstruo blanco, que ve blanco, siente en blanco y vive acá arriba, en el espacio en blanco.








                  El agua caliente de procedencia desconocida



   Sucedía algo muy raro cuando me lavaba las manos o la cara en el lavatorio del baño de mi vieja casa.
   El agua fría salía caliente, y no podía ser por una confusión de las aguas o un desperfecto en las cañerías, porque el calefón estaba roto hacía meses, de tal forma que era incapaz de producir una mísera llamita invisible, secreta, impertinente o pelotuda.
   ¿Y cómo podía tratarse de agua caliente al borde del hervor en pleno invierno, cuando no se podía argumentar que el sol calentaba el tanque o las tuberías?
   Entonces yo me preguntaba desconcertado a qué obedecería; sería algún efecto químico del agua contaminada o simplemente fogatas de una población desesperada sumergida hacía miles de años.
   La verdad y la mentira es que no sabía qué ocurría, y encima, a mis dudas, se le agregaba un sonido constante y obsecuente. Era como si alguien estuviera martillando las cañerías.
   Yo estaba desesperado, con mis manos mojadas por agua de procedencia desconocida. Y digo desconocida, porque hacía rato que la habían dado de baja por falta de pago. Así que se había formado una especie de misterioso circuito cerrado de agua con un plomerito oculto, que lo mantenía a golpecitos mágicos.
   Todos mis pensamientos comenzaron a girar en torno al agua, como la vida que gira y existe a orillas del agua, (Si prohibimos los mares, escondemos los ríos y agotamos las últimas nubes cargadas, no estaríamos cavando la tumba en la garganta seca).
   Aguas hay de todo tipo; agua corriente, agua estancada, agua de lluvia, agua de llantos, aguas de glaciares embotelladas con fines de lucro y el agua de mi casa, que no se sabía qué era ni cómo llamarla.
   Sin embargo un día me levanté contento con la respuesta asomada entre los dientes y, entonces, contento, grité fuerte para me escuchasen:
   “¡Son fantasmitas que hacen el amor y se reproducen todo el tiempo!”
   Me excité de sólo imaginármelo, me masturbé y, cuando me lavé las manos, se formó una nueva especie.

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