La ambición y un crédito otorgado
por el
Diablo
Un día llegaría la sorpresa y golpearía tu puerta.
Tus ojos se agrandarían y tu sonrisa, mucho más que grande, brillaría.
Serías dichoso, mágico e invencible. Extraño, atípico y alucinante.
Inmortal, inmoral, visible e invisible.
Un día, llegó ese día contundente
e irresistible. Así que abriste la puerta y te alcanzó un resplandor que se
metió dentro tuyo hasta llenarte por completo y deformarte y formarte a su
antojo.
El mundo giró como una vuelta de llave hecha de materia cósmica, y vos
alcanzaste tu nuevo formato; tu nueva manera y forma de ser o no ser, según tu
conveniencia.
Eras materia y no materia, carne y alma.
Te sentiste verdaderamente bien
durante algunos meses, hasta que llegó el verano y te sentiste mucho mejor.
Lo que más te gustaba del verano era observar la noche sobre los tejados
y treparte sobre el espeso aire, usando y ensuciando la ruta de los ángeles.
También te gustaba revisar las casas ajenas, seleccionando a las mujeres
más bellas, quienes serían violadas al hacer el amor con sus parejas.
Por supuesto que no te faltó nada y lo tuviste todo; pero nada era nada,
y nada, era tuyo.
Montabas las mejores motos y mujeres; pero no. No eran tuyas.
Disfrutabas de todas las cosas que hubiera sido imposible de obtener de
otra manera, hasta que un día empezaste a extrañar lo simple, lo tierno y lo
sincero, dejando de lado las frivolidades del materialismo. Pero tenías un
problema. Cuando eras visible te veías horroroso, de manera que nadie te
reconocía y era imposible que pudieras rehacer tu vida aunque gritaras treinta
veces tu nombre.
Fuiste todo un acontecimiento sobrenatural acaparando por completo los
medios de comunicación y, por medio de ellos, la atención de todo ser humano y
algún que otro animal humanizado.
¡Qué tristeza tenías!
Tu bicicleta cromada, tu novia suave y tus amigos llenos de destellos
vitales quedaban fuera de tu alcance. También la frazada de tu madre y los
consejos de tu padre que nutrían tu mente.
Querías tenerlo todo, mientras perdías lo mejor; la esencia más pura de
la vida.
Tu situación se había tornado irreversible, así que fuiste dueño de una
infelicidad eterna donde tu sonrisa, opaca y arrepentida, no brillaría jamás.
Y ante la extinción del ser, quedarías solo en el universo.
Sobre el humo
Te montaste al
humo de tu cigarrillo y fuiste a deambular por esa noche triste y silenciosa
donde la soledad te acaparaba por completo y se creía dueña de tus raros
movimientos.
Observabas detenidamente todo tipo de quietud mientras el sol, desde un
horizonte desconocido, andaba con ganas de romperte los ojos.
Te sentaste en una plaza y ya la gente comenzaba a pasear a sus perros o
a zambullirse sobre los diarios en busca de trabajo.
El olor de la panadería te excitaba, porque te recordaba a tu primera
novia quien había sido la que más te había gustado, porque nunca la habías
conocido de la ropa para adentro, aunque le habías acariciado el alma con algún
que otro cepillito de palabras.
Estabas quieto en ese banco, observando cómo el viento desmantelaba
maravillosamente las ramas de los árboles, haciéndoles volar sus hojas color
óxido moribundo, cuando pasó aquella tan odiada profesora de la secundaria;
pero al ver su vestimenta te diste cuenta de que ya estaba castigada de por
vida y que, efectivamente, desvariaba.
Después pasó un amigo tuyo de hace mucho tiempo que te pidió fuego y no
te reconoció, seguramente porque las drogas le habían robado la memoria
manipulándole el carácter.
Más tarde llegó tu novia reprochándote que no habían dormido otra vez, y
vos le dijiste que los poetas no duermen de noche, como los vampiros, pero
chupándole la sangre a las musas más bellas que luego caen materializadas en
tinta, en las hojas acolchadas que reciben al arte, sin ruidos de novias, ni
argentinos oportunistas, ni contaminación chismosa, ni pensamientos vulgares. Porque
la pasión se esculpe en el silencio y el ruido está hecho para entretener a los
tontos.
El sol se puso más fuerte, tus ojos desaparecieron por completo, tu
novia se fue enojada, la gente arrojaba desilusionada los diarios a la basura y
los perros, que se dejaban pasear, no estaban muy convencidos de todo, no
terminaban de comprender al género humano y al degenerado monstruo que los
gobierna.
Después de un rato decidiste volver porque la contaminación ambiental
era insoportable, entonces le pediste un cigarrillo a algún alguien y te
montaste en el humo de regreso donde era obligatorio y necesario fumar.
Llegaste a tu casa y estaba envuelta en llamas, porque habías olvidado
una estufa eléctrica prendida que, junto a la cortina del baño, había provocado
el incendio.
El humo que
producía el complot de llamas ardientes era inmenso, era tan pero tan inmenso,
que lo aprovechaste para irte a escribir a Brasil y olvidarte de todo o de
nada.
Roberto
La casa era muy vieja. Además estaba muy abandonada y desordenada.
Revoques venidos abajo, goteras, pinturas totalmente desaparecidas, vidrios
rotos y desperdicios varios.
También había mascotas que se habían suicidado y duendes y fantasmas que
no regresarían jamás.
Nadie sospechaba de la forma y condición que vivía Roberto, porque él
salía a la calle peinadito, bien vestido y perfumado. El caos era de la puerta
para adentro. La vereda la mantenía brillante y el frente de la casa parecía
que hubiese sido pintado por Dios.
Las
viejas del barrio, que no tenían nada que hacer, mataban el tiempo hablando
orgullosas de lo limpio que era Roberto.
Él compraba y vendía autos antiguos. Los traía de las zonas más
carenciadas. Acechaba por las zonas famélicas y cuando escuchaba que alguien
gritaba “¡hambre!” se presentaba de inmediato con unos pocos billetes lustrosos
que les hacía brillar los ojos a las personas que desechaban sus autos como si
nunca hubieran sentido afecto por ellos.
Algunos, a modo de agradecimiento, le regalaban sus viejas máquinas de
coser y algún que otro dedal agujereado de tanto mandonear agujas.
Roberto, que no pensaba coser en su vida, se llevaba las máquinas y se
las vendía a las viejas del barrio. Las estafaba de una manera que presenciar
ese acto de satrapías, provocaba náuseas.
Una vez vendió un auto que en realidad no lo había vendido, porque no lo
había comprado y en consecuencia nunca lo había tenido.
Pasaron algunos años más de abandono absoluto y la casa ya no tenía
techo. Todo era regalo del cielo: lluvia, viento, sol y balas perdidas que
parecían niños desaparecidos.
Desde su casa colmada por los escombros del techo, él era el dueño de
los vuelos de los pájaros. Y por las noches, amigo de la luna, bebía sus
cervezas y se tapaba con un manto de estrellas emocionantes. Era el placer, el
placer de dormir mirando al infinito sabiendo que alguien o algo te está
mirando.
La plata que ganaba a costa de eco del estómago de la gente, la gastaba
en lavadero y comida a domicilio, con sus inevitables cervezas. Para él, beber
antes de irse a dormir era como si alguien le estuviese contando un cuento al
oído o como si él fuera parte de un cuento.
Él no pagaba la luz, ni el gas, ni el teléfono, ni el agua, ni rentas.
Tampoco pagaba alumbrado, barrido y limpieza, porque él guardaba la basura en
su casa, la luz de las calles lo encandilaban y con respecto a las plazas,
siempre decía que se la podían meter en el orto.
Su luz era la realidad del día y la noche. Su teléfono, el del locutorio
de la esquina, que se sostenía gracias a unos cuantos Robertos y algún que otro
Sebastián. Y a la casa, compuesta de ochocientos escombros en cuatro ambientes,
no se la podían rematar, porque la ley lo amparaba, al no tener otro lugar para
vivir.
Él se bañaba con la lengua y ya casi era un hombre gato, pero cuando
salía a la calle seguía engañando a la gente con su impecable presencia y su
cultura que salía desaforada por la boca.
Sus novias se enamoraban profundamente de él, hasta que atravesaban la puerta
impecable y eran violadas por el caos de la casa.
Un día Roberto contrajo una extraña peste y un helicóptero de la policía
lo sorprendió moribundo en la cima de los escombros, con una cerveza y un
puñado de estrellas que irían desapareciendo de a poco. Lo tomaron con mucho
cuidado y lo trasladaron apresuradamente al hospital más cercano. Abriendo uno
de sus ojos cansados él podía observar el caos desde un punto de vista
diferente, olvidando por unos instantes su tremebunda agonía.
Estuvo meses en terapia intensiva, y luego permaneció internado años,
hasta que el hospital quebró dejándolo olvidado en su cama que ya recolectaba
goteras y cáscaras de pintura.
Un día que amaneció en perfectas condiciones, abandonó el hospital
echando de menos el caos compañero, para regresar a su casa y reencontrarse con
sus desperdicios y cachivaches más preciados.
Tenía un soldadito antiguo de chapa que era maravilloso y además
ocultaba detrás de su mirada triste unas ganas tremendas de gritar “¡papá!”.
Tiempo después, Roberto se enamoró
de una mujer hermosa y prolija, que seguramente ocultaría una casa
desordenada.
Una tarde calurosa con leve tránsito de aire, él pudo conocer la casa de
ella que era como la suya pero algunos años atrás, es decir, con más techo.
Otra tarde pero con mucho tránsito de calentura por el aire, ella pudo
conocer la casa de él, y al ver semejante belleza caótica no le quedó más
remedio que decirle que lo amaba haciéndole el amor bajo la lluvia del techo desnudo.
Pronto Roberto cumpliría años y su novia lo sorprendería con su regalo
soñado que le proporcionaría, al menos por un tiempo, una felicidad extrema.
El calendario, arrugado y húmedo, marcaba el día 17 de agosto, mientras
Roberto esperaba a su amada sentado en una pila de hormigón armado que él mismo
había pintado de colores para darle un carácter más de silla en el día de su
cumpleaños.
Mano izquierda, soldadito de chapa con mirada triste; mano derecha, lata
de cerveza alegre, y entre ese evento de objetos y manos y líquidos y tristezas
ocultas llegaron las manos de ella con el tan esperado regalo.
Era algo que él siempre había soñado mientras observaba por las noches
el cielo filosófico de las mareas desconocidas.
¿Y qué era, y qué sería, y como sería? ¿Sería un regalo obsoleto o un
regalo mágico?
¿Un llavero, un sueño, un poder, o una visión? O todo eso junto,
revuelto y compacto, con el llavero asomadito, como si fuera el pene de algo
inexplicable.
Abrió por fin el
regalo, que a juzgar por su olor, era bastante mágico, y se sonrió y se erizó de felicidad al verse a él mismo
en el futuro, con su soldadito de chapa, desordenando y ensuciando las
galaxias, bien vestido, bien peinado y perfumado.
Yo camino por la vida
Yo camino por la vida, descalzo o dolido
algunas veces, y otras, suspendido en el aire o pletórico de una extraña
alegría, provocada por el amor agazapado que, sobre mi espalda, llega a
penetrarme el alma.
Y aunque a veces
no llegues a comprenderla, qué linda es la vida: el amor, el desamor, la luna
clavada en la noche, el sol, los pájaros, el viento y la cerveza apoyada muy
despacio en el ocaso. Porque todo es parte de este juego de hermosas
sensaciones primitivas y acciones insólitas, donde nos movemos instintivamente
en busca del placer. No sé si la realidad es mentira, o muere, o miente. Pero
es apasionante aunque a veces te quite los zapatos o te haga lamer el dolor
hasta desintegrarlo.
Y si mi chica me quiere, y yo la quiero, todo es incierto, sabiendo muy
bien que el amor oculta una fecha de vencimiento impresa en la médula espinal,
que es la que mantiene erguido o encorvado el sentimiento. Entonces existe el
día en que las poleas del amor se desgastan a la hora clave y con la fecha
establecida. Sería el día en que la realidad moriría y la mentira no sabría
bien cuales serían sus nuevos componentes.
Ella y yo, nos iríamos esfumando al ritmo del tiempo en nuestras mentes.
El día de hoy,
quedó oculto en un cajón y mañana no sé quién sos ni quién soy, pero igual te
espero, apoyado en el ocaso, brindando a la deriva con mis sueños despiertos y
las sombras más bonitas de mi pasado.
La cura inesperada
Éramos cinco personas apareciendo sin saber como ni por qué en la
oscuridad del silencio.
Qué feo era caminar sin saber con qué nos toparíamos o en que pozo
podrido iríamos a caer. Tampoco podíamos hablar y nos comunicábamos con el
tacto, que era lo único que nos quedaba. Nosotros dos a veces nos desubicábamos
y le tocábamos la cola a las mujeres; era tratar de encontrar la luz en la
desesperación más oscura.
Extrañábamos la comida, el sol, el viento, los olores, las risas y sobre
todo la visibilidad más simple a la que antes no le dábamos importancia. Lo
raro era que a nuestros seres queridos no los extrañábamos, sería seguramente,
quiero creerlo, un mecanismo de defensa creado por nuestro organismo; algo así
como la felicidad que sentimos en el túnel luminoso de la muerte.
Estábamos
famélicos y repletos de angustia. No sabíamos porqué estábamos ahí, ni qué
éramos, ni para qué servíamos en esa parte misteriosa de la vida que nos tocaba
vivir.
Caminábamos y caminábamos hartos de oscuridad y cacheteados por el
silencio hasta que de repente hicimos contacto con algo, por fin algo; parecían
enormes fideos resbaladizos, recién hechos, sin salsa. Al rato, al sentir sus
raíces ancladas sobre la tierra, nos dimos cuenta de que no eran fideos.
Las plantas que crecían sin luz no paraban de asombrarnos, pero la
monotonía de los días nos hacía olvidar poco a poco las rarezas que se nos
interponían en el camino.
Los ojos nos dolían de no ver y ya casi moríamos de hambre, porque esas
plantas eran muy ácidas y tenían gusto a pila; eran tan duras que nos habían
roto todos los dientes en el intento de salvarnos.
Lo que más bronca me daba de todo esto era que yo sentía una presencia,
como si alguien nos estuviera observando, riéndose de nosotros.
De pronto por fin pudimos ver algo, era una gota de luz con textura
cayendo suavemente por el aire estancado de este mundo oscuro y marginal.
Nos emocionamos, y nuestros gritos de felicidad pudieron escucharse. No
parábamos de hablar mientras acariciábamos nuestra pequeña luz que crecía cada
vez más con nuestro afecto, y su textura agrandada eran autos, niños
correteando, trabajadores de nuestro querido mundo y nuestros queridos
familiares.
La gota de luz se agrandó por completo y completo volvió a estar nuestro
mundo.
Al otro día, en la tapa de un diario muy conocido, salía impresa la
siguiente noticia:
CINCO INTERNADOS DE UN PSIQUIÁTRICO QUE SIEMPRE HACÍAN UNA MISTERIOSA
RONDA SILENCIOSA, FUERON DADOS DE ALTA POR SU EXCELENTE, IMPECABLE Y TOTAL
MEJORÍA.
La venganza
Estábamos por entrar al auto y noté que ella me estaba hablando. Casi no
podía escucharla y entonces tuve ciertas dudas, no sabía si me había quedado
sordo o si las palabras se estarían volando por el viento.
De inmediato me di cuenta del buen funcionamiento de mi audio, al
escuchar muy nítidamente el funcionar del mundo. Los motores de los autos, las
voces cercanas, los murmullos lejanos, los ruidos de la fábrica de tornillos
con sus quejas vecinales, y por último, escuché eso que me provocaba
escalofrío, el viento que volaba las palabras de mi novia.
Mientras aceleraba el auto violentamente y ella se pintarrajeaba, me
preguntaba si realmente el viento era el que volaba las palabras o si era yo
que no quería escuchar aquello que no me convenía.
Al otro día la sorprendí en una plaza de esculturas sarcásticas y bustos
cómplices, besándose y acariciándose con
mi mejor amigo, Omar Ocampos, el dueño de la fábrica de tornillos.
Repentinamente se me vino el mundo abajo y no le encontraba sentido a la vida,
pero también, súbitamente, se me regeneraron y se me degeneraron los
sentimientos para planear una venganza histórica y llamativa.
Ella me abandonó el once de marzo, día del tornillo, y se fue a festejar
con Ocampos. Me dijo algo antes de marcharse, pero mis oídos mentales seguían
bloqueados para ese aire vibrado que emanaba de su boca.
Primero empecé con ella; la arruiné psicológicamente de una manera que
se la tienen que imaginar ustedes.
Ahora ella está internada en un psiquiátrico y hace cosas raras como
misteriosas rondas silenciosas.
Una tarde llegué a la hora del cierre de la fábrica para así culminar
con mi venganza. Cerró la fábrica, se fueron los trabajadores, y ahí estaba él,
con ruidos de tornillos vivos en sus bolsillos. Me acerqué, él me miró, yo lo
miré y, sin decirle una sola palabra, lo fui atornillando lentamente en el
asfalto.
Los turistas observan y fotografían anonadados aquella extraña sepultura
atornillada. Yo cobro la fotito, y hoy, vivo de mi venganza.
El mal, la vagancia, la muerte y la pereza
Era un lindo día para que la gente asomara sus caritas al sol. Pero que
fuera un lindo día no quitaba que sucedieran las cosas malas. Porque eso es
imposible, es como tratar de detener el tiempo o hacer de cuenta que no existe.
Yo era muy vago y perezoso, y ese día estaba lavando, frente a mi casa,
el auto que me había ganado en una rifa comprada con dinero prestado. Me daba mucha
pereza limpiarlo, pero el día era tan lindo que todo parecía posible.
En la calle había bastante gente. Un señor que tomaba vino en cartón en
la puerta del almacén, unas vecinas que barrían sus veredas e intercambiaban
chismes como si fueran figuritas y unas cuantas personas paseándose en
bicicleta; entre ellas había dos niñas tan hermosas que era inevitable que
fuesen empujadas por el viento.
Era todo tan lindo, pero tan lindo, que lo malo no nos quitaba la mirada
de encima.
La niña más chiquita, más linda y más dulce cayó de su bicicleta y fue
convertida en catástrofe por un camión atolondrado que no se dejaba engañar por
los ángeles de los niños. Le explotó el cráneo y el dolor se esparció por los
medios de comunicación.
Pero eso no fue todo, porque ese día el mal estaba ebrio y era más
peligroso que nunca.
Las vecinas que hacían que barrían, lubricaban sus lenguas inquisidoras
de la intimidad, mientras el señor que tomaba vino brindaba sigilosamente con
el mal, que es por supuesto, uno de los grandes tutores del universo.
Era un lindo día para que la gente asomara sus caritas al sol, pero el
sol cayó sobre sus caritas, sobre mi carita y sobre las caritas de las
hormigas.
Mientras mi conciencia pasaba a un plano de transparencia y tacto
diferente, yo me decía, rascándome la espalda de mi alma incinerada: “¿Para qué
carajo lavé el auto?”.
La desesperación y el escape
Me desperté desesperado y necesitaba
escaparme, así que me vestí absolutamente alterado para echarme a correr por
las calles.
Corría y corría junto a un pánico inexplicable hacia un extraño amanecer
totalmente rígido, que parecía una fotografía gigante.
Ese día las caras de las personas estaban raras; tan raras como mi vida
doblada sobre el día en el cual yo me escapaba.
Era escaparme de mi casa que en esos instantes me resultaba un poco
extraña. También era escaparme de mi gente a la cual no recordaba con
exactitud.
¡Todo era tan extraño! Fuertes zumbidos me provocaban una jaqueca
insoportable, y el clima, que no había manera de describirlo, me dañaba la
piel. También sentía extraños ruidos en el estómago, como de algo me estuviera
cambiando por dentro.
Yo pensaba que tal vez estaba corriendo dentro de una pesadilla y que en
cualquier momento me despertaría en mi cálida casa y con mi cálida familia, a
la cual no podía recordar bien.
Pero el tiempo pasaba y me seguía escapando de no sé qué.
Los árboles eran raros, pero yo no conocía el porqué, es decir, qué era
lo que los diferenciaba de los otros árboles a los cuales solía conocer, y que
en realidad ya no recordaba mucho.
El asfalto, sobre el cual me desplazaba hacia no sé donde, era poroso;
por momentos rígido y por momentos esponjoso. Cambiaba según el empeño que
ponía en mis pasos. Es decir, si una pisada iba con mucha fuerza, se ponía
esponjoso como para protegerme de torceduras o fracturas.
Eso me hizo ver que en ese extraño ámbito querían preservarme, o que yo
ya era parte de eso que con el tiempo me dejaría de resultar extraño.
De repente se me cayeron unas cuantas lágrimas, como si me estuviera
despidiendo de mi realidad a la cual ya no recordaba por completo, pero tenía
la sensación de que había sido maravilloso, aunque habría estado montada,
seguramente, sobre un planeta con pensamientos deformes.
Paré de correr y paré de escaparme porque me iba sintiendo, de a poco,
parte de esa vida nueva. Mi realidad anterior ya había desaparecido por
completo de mi memoria y solo cabía en mi cabeza la posibilidad de
imaginármela.
Me detuve en una casa y ahí me esperaban mis nuevos padres. Yo pensaba,
por supuesto, que eran mis únicos padres, los únicos padres que había tenido.
Todos los días desayunaba comiendo mis cápsulas favoritas e iba al
colegio en una navecita muy linda que me habían regalado para mi cumpleaños.
Y así iba saltando de vida en vida, escapándome de la muerte. Claro que
yo no lo sabía, pero, por suerte, sucedía.
Teodolina
Afuera de la casa atardecía y se echaban a dormir los pájaros más
cansados. Adentro Teodolina se bañaba y alimentaba con jabón barato a las
bacterias que dormían en sus poros.
Ella trabajaba en un cabaret del centro. Había tenido una infancia muy
dura, tan dura como lo que recibe entre sus piernas cuando trabaja.
No creía para nada en el amor, ya que las experiencias vividas habían
sido totalmente desagradables y desalentadoras.
Era tierna, bella y extremadamente sensible. Siempre soñaba con un mundo
mejor y una vida mejor para poder cambiar su extraño trabajo por uno más digno.
Pero inútil porque el país, sumergido en la pobreza, la volteaba cada vez más,
a tal punto que vivía la mayoría del tiempo con un extraño adentro.
Y sí, ella ya estaba resignada a vivir con sus jabones baratos que eran
una de las pocas cosas cariñosas que la rodeaban, junto a su gato y su tortuga
muerta de tristeza por escuchar tanto el goteo de sus lágrimas.
Pero por suerte si hay algo que es verdad en esta vida, es que cuando te
estancás por un tiempo en el horror, siempre aparece de la nada una puerta
maravillosa que te hace recuperar la sonrisa perdida.
Un día, que de todas formas parecía una noche dentro del cabaret,
Teodolina se enamoró de un muchacho que había llegado por equivocación,
pensando que aquel era un bar convencional y no sexual.
Parecía ser que él también estaba muy enamorado de ella porque se fueron
del cabaret juntos, abrazados y felices.
El joven, además de ser un buen muchacho, tenía un buen trabajo, de
manera que Teodolina podría dejar sus hábitos y convertirse en una dulce ama de
casa.
Afuera atardecía y se echaban a dormir los pájaros más cansados. Adentro
Teodolina tenía al amor entre sus piernas haciendo polvo su infancia.
Alguien que sospecha de su origen
Desde que te
tomás el primer vaso de cerveza ya comenzás a ver la noche colmada de burbujas,
y sabés bien que las borracheras son para ir escurriendo el alma de a poco, y
también sabés que al bailar transformás tristezas en alegría.
Y observando en una noche alucinante a una mujer de belleza desbordada
en simpleza, decidís acercarte sin saber cómo relacionarte en ese lugar tan
obvio lleno de tragos y luces bebibles de todos los colores. Por suerte, ella
se acerca y te pregunta la hora. Vos se la decís en todos los idiomas y la
desbordás de palabras hasta que te grita, con el corazón franeleado, que te
ama.
Era la mujer que habías soñado durante toda tu vida, en esos sueños más
reales que la realidad inexplicable. Y cuando pudiste convertir tu sueño en
realidad te deprimiste al descubrir que ya no podías soñar más y que la vida
sin sueños no tenía sentido, y tu corazón sería moldeado por el tiempo, hecho
de rutina, para transformarse en costumbre con un futuro vulnerablemente
incierto.
Y encima de todo empezaste a sospechar que tu vida era producto de la
mentira de un ser superior, o sea que no eras adoptado, sino que te habían
abandonado para no contaminar algún planeta lejano con mentiras.
Y vos, aburrido por la rutina del invento monogámico-social, sentías que
cada tanto te venían a observar; y efectivamente, no dejarían de observar nunca
a la mentira que miente.
Entristecida agonía
Y ahí no más tenías la vida enroscada en tu cabeza. Pero tus piernas
cansadas y los pensamientos llenos de miedo, no te dejaban ver los alrededores.
Era la desconfianza y el pensar que la vida consistía en ir perdiendo
seres queridos todo el tiempo. Asesinatos que se guardan para siempre en la
parte triste de la memoria, nostalgia y agonía que se manifiesta luego en el
estómago.
Y aunque a veces pensabas en salir a colonizar corazones, sabías que era
inútil, porque tarde o temprano, la verdad, la belleza y la pureza se darían
vuelta como una media macabra y partirían olvidando una daga dolorosa sobre tu
corazón.
Entonces caminabas en falso observando el colorido mentiroso de la vida,
y te tomabas un helado y te golpeaba el sol que detonaba algún recuerdo y
entristecías encorvado en un banco lamiendo tus lágrimas, mientras el mundo...
desaparecía.
A través de la ventana
Era mirar a través de la ventana
esperando que sucediera algo. Pero lo único que sucedía era la lluvia que caía
y el viento que la torcía.
Yo igualmente observaba con mi mirada ansiosa y eterna esa calle pobre
en movimientos. Pero por fin pasó ella mojada y feliz... sobre el día triste.
A través de su ropa empapada imaginaba los
senos que amamantarían la continuidad de mi vida.
Sería la madre de mis hijos y la mujer mágica, a la cual nunca engañaría
y amaría filosóficamente.
Sería un final feliz, para una muerte feliz, donde me convertiría en uno
de mis hijos, infinitamente, de galaxia en galaxia, hasta poder cachetear al
gran creador y encontrarme conmigo mismo.
Naturalmente
extraño
Antes de que levantara mi brazo para ver la hora, las agujas del tiempo
se clavaron en mis venas y deformaron mis glóbulos. Me sentí inmediatamente
extraño por dentro, y por fuera, un monstruo observándose en el espejo.
Era evidente que mi cambio había sido provocado por el tiempo que es la
partícula más ínfima de la naturaleza, esa que experimenta con nosotros y nos
adapta a los cambios que ella misma propone.
Pero a ese cambio yo lo notaba mucho más raro y mágico que cualquier
mutación descubierta por el hombre a lo largo de la historia. Tal es así que
comencé a ver todo en blanco y me sentí atrapado en un espacio en blanco.
Me convertí en pequeño monstruo
blanco, que ve blanco, siente en blanco y vive acá arriba, en el espacio en
blanco.
El agua caliente de procedencia desconocida
Sucedía algo muy raro cuando me lavaba las manos o la cara en el
lavatorio del baño de mi vieja casa.
El agua fría salía caliente, y no podía ser por una confusión de las
aguas o un desperfecto en las cañerías, porque el calefón estaba roto hacía
meses, de tal forma que era incapaz de producir una mísera llamita invisible,
secreta, impertinente o pelotuda.
¿Y cómo podía tratarse de agua caliente al borde del hervor en pleno
invierno, cuando no se podía argumentar que el sol calentaba el tanque o las
tuberías?
Entonces yo me preguntaba desconcertado a qué obedecería; sería algún
efecto químico del agua contaminada o simplemente fogatas de una población desesperada
sumergida hacía miles de años.
La verdad y la mentira es que no sabía qué ocurría, y encima, a mis
dudas, se le agregaba un sonido constante y obsecuente. Era como si alguien
estuviera martillando las cañerías.
Yo estaba desesperado, con mis manos mojadas por agua de procedencia
desconocida. Y digo desconocida, porque hacía rato que la habían dado de baja
por falta de pago. Así que se había formado una especie de misterioso circuito
cerrado de agua con un plomerito oculto, que lo mantenía a golpecitos mágicos.
Todos mis pensamientos comenzaron a girar en torno al agua, como la vida
que gira y existe a orillas del agua, (Si prohibimos los mares, escondemos los
ríos y agotamos las últimas nubes cargadas, no estaríamos cavando la tumba en
la garganta seca).
Aguas hay de todo tipo; agua corriente, agua estancada, agua de lluvia,
agua de llantos, aguas de glaciares embotelladas con fines de lucro y el agua
de mi casa, que no se sabía qué era ni cómo llamarla.
Sin embargo un día me levanté contento con la respuesta asomada entre
los dientes y, entonces, contento, grité fuerte para me escuchasen:
“¡Son fantasmitas que hacen el amor y se reproducen todo el tiempo!”
Me excité de sólo imaginármelo, me masturbé y, cuando me lavé las manos,
se formó una nueva especie.
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