lunes, 12 de marzo de 2012

Deseo espacial (Nouvelle)








                                  


                                       CAPITULO 1

   Observaba hacia la calle. Se encontraba desprolijamente enmarcado en el centro de la ventana. Se rascaba la cabeza y fumaba desaforado. Su condición vital lo devoraba y, por ende, su alma tiritaba peligrosamente. Pensaba pero no pensaba. Se sentía demasiado abrumado por el disgusto reciente. Se sirvió un licor, revolvió el hielo con violencia y lo bebió salpicándose el rostro. “¡Carajo!” –gritó. Y el estruendo de su ira retumbó trastornándolo mucho más aun. “¡Qué locura!” –gritó ahora con mucho más énfasis, y se arrojó con violencia a la cama buscando que el rebote, sobre la misma, lo catapultara a cualquier lado. En esas circunstancias lo seducía la muerte; el ceñuelo de su propia desgracia lo llamaba.
   Se paró bruscamente y corrió en busca del vacío, es decir del alivio; sin embargo se detuvo con taquicardia y muy poco oxígeno; ni una falange había atravesado el vano atractivo de la ventana. Se hubiera quitado la vida si no fuera por la remembranza de su perro Mac que le zamarreó la cabeza justo a tiempo.
   Minutos después el paseador de perros le entregó a Mac y comieron juntos. Uno en el piso y otro en la mesa, pero juntos. Luego Job decidió dejar de jugar a la locura, de manera que se alojó en una silla y bajó al perro de la mesa.
   Otra vez recordó lo sucedido –aunque en realidad nunca había dejado de recordarlo, sólo que ahora lo recibía con una exactitud intolerable– y ahí fue cuando, sentado sobre uno de los sofás del living, desapareció del planeta. De ahora en más cuando el disgusto lo sobrepasara se substraería del mundo. Así funcionaría su cerebro. El disgusto, contrariamente a un surmenaje o un infarto, lo llevaría a la cúpula de la felicidad: un lugar de inexplicable placer donde la dicha y la paz lo envolvería con suavidad eterna.
   Mac no paraba de observarlo, pues Job se encontraba inmerso en una extraña quietud que denotaba, sin duda, algún tipo de anomalía. Su rostro lucía feliz, pero la rigidez de sus párpados abiertos le hacían creer al perro que la muerte se había precipitado en su cuerpo. Ahora le ladraba y le tironeaba del pantalón, pero los párpados no caían dando señales de vida. Minutos después, Mac, enojado por el abandono de su patrón, lo orinó como si fuera una parte insignificante del mundo. Luego, como si hubiera cavilado, hasta estresarse, acerca de su complicado porvenir, se desplomó sobre el suelo refugiándose en el silencio amnésico de los sueños.
   Al despertarse se asombró felizmente al vislumbrar a Job, ubicado orientado hacia la calle, en el margen izquierdo del vano de la ventana. Afuera el mundo lo esperaba. Afuera el mundo latía, y... mucho más lejos, más allá de la verdad, donde hay estrellas y deseo espacial, alguien lo acababa de soñar.
   

















                                      CAPITULO 2


   Fue en el bar más cercano a su departamento donde encontró a su esposa besándose con un hombre. Clara, cincuenta años, y el hombre circunvalaba los cuarenta. Atónito, mudo y sin aire regresó a su hogar. Ella, al advertir que la habían desenmascarado, visto que hacía tiempo que eso andaba sucediendo, se dejó estar sobre sí levantando los hombros. Sabía que le sería muy difícil remediar eso y, a su vez, no sentía ganas de hacerlo.
   Ahora Job despanzurraba un pan. Le quitaba la miga, lo vaciaba, lo observaba y el vacío lo absorbía dolorosamente: una araña caminaba sobre sus vísceras dañadas y en su mente el pasado sarcásticamente lo mareaba. Jugaba alocado con la miga de pan y la palabra amar; ya no quería amar más, aunque eso no es algo que uno pueda llegar a programar.
   Se dirigió al cuarto. Abrió el placard, gritó, y comenzó a arrancar de las perchas la ropa de su mujer.
   Cuando el volumen de esa mixtura de colores y texturas fue más que suficiente, regresó al living y, a través de la ventana vacía, arrojó con gran ímpetu la ropa al diablo. Algunos puloveres aletearon como pájaros y cayeron sobre el asfalto, mientras que una campera y dos chalecos agonizaron sobre un transformador eléctrico. El resto de la ropa cayó sobre un toldo, y los puloveres ya habían encontrado a sus nuevos dueños. Después continuó con las pertenencias restantes. Alhajas, zapatos, carteras, más ropa, electrodomésticos, etc. Su mujer recién salía del bar, y, advirtiendo la ira de Job, decidió esfumarse de su vida sin un último encuentro. El amante tenía demasiada plata, así que no le era necesario reclamarle nada.
   Luego de observar con regocijo como se estrellaban los electrodomésticos, Job decidió ir a visitar a un amigo. Primero fue al baño, intentó hacer pis, pero no pudo conseguirlo, como si alguien hubiera cerrado improvisadamente su grifo prostático. Todo era producto de su nerviosismo, su angustia, su ansiedad extrema. Luego se observó al espejo y ejecutando un pensamiento indeseado, esos que provoca la extrema ansiedad, se imaginó con  el pelo largo y lacio, lacio y largo. Esa imagen le proporcionó calma por un rato y al agotarse corrió velozmente a arrojar algo más a la calle. Un jarrón con flores aún quedaba vivo en el departamento. Este calló sobre un parabrisas de un auto provocando un accidente y, en caso de muerte, por lo menos ya tenían flores.  
   Bajó del departamento, pateó un resto de una multiprocesadora, ignoró el accidente que, afortunadamente no había sido grave, y, pasos después, se introdujo en la cochera donde aguardaba su auto. Su cerebro era una máquina bestial; las opciones de su porvenir vital comenzaban a abrumarlo, de tal forma que, justo antes de entrar al auto, se substrajo una vez más del mundo. “La puta madre bienvenido a la gloria”, era como si el mismo se hubiera gritado al oído mientras disfrutaba de todo ese despilfarro de felicidad mágica donde, lógicamente, no se necesitaba nada; aunque no todo era nada lo que en algún momento presenciaría. Uno de los empleados de la cochera lo observaba preocupado.
   –Está loco este hombre– le dijo al otro.
   Este se acercó y cacheteó levemente su rostro:
   –¿Estás bien Job?
   –¡Job! –Gritó fuerte el otro empleado.
   Job volvió del trance, no sin antes vislumbrar la silueta de una mujer. Ubicada de espaldas ella sólo había exhibido su cabello extenso y las curvaturas de su cuerpo. También había dado a conocer su altura. Dentro de la imprecisión de todo tipo de parámetro se podría decir que era muy alta.
   –Sí, era muy alta –respondió muerto de risa. La felicidad desbordante había dominado su garganta.
   –¿Estás bien? –le preguntaron los dos empleados al unísono.
   Y él, con la carcajada en descenso y una confusión severa de tiempo y espacio en su cabeza, vociferó un: “sif... si, claro”. Y paulatinamente fue volviendo a su cruenta realidad.
   Ya se encontraba dentro del auto y próximo a lo de su amigo de la infancia. El transito, como en toda capital importante, era un desastre. Había música fuerte dentro de su auto. Job, quién más sino, escuchaba música fuerte; de esa forma hacía más llevadero el tedio de la espera y disimulaba el insoportable bullicio de la contaminación sonora. La idea de visitar a su amigo era para reflexionar y sacar conclusiones acerca de su futuro solitario, teniendo en cuenta que se hallaba sólo en el mundo; no tenía parientes en vida y sus hijos no habían nacido nunca: anomalías de la naturaleza humana.
   La puerta del edificio estaba abierta, de manera que entró sin molestarse en oprimir el timbre.
   Ahora si oprimió un botón, el botón correspondiente para llamar al ascensor.
   La puerta del ascensor se abrió como un telón macabro para exhibir a su amigo moribundo. Más que moribundo, tieso como un animal petrificado, parecía fuera del mundo. Fuera de este mundo, pero no de una manera provisoria o circunstancial, sino final; el pulso ni el latido primordial se destacaba en su cuerpo.  Job, desesperado y al borde de la fuga automática y provisoria, lo zamarreó para intentar despertarlo. Recibiendo absoluto silencio, último latigazo de la soledad para que la soledad sea absoluta, se empeño en llevar a su amigo a una sala velatoria. Franco era viudo y sus hijos vivían en Europa. El motivo de su muerte, supuso Job, habría sido un ataque cardíaco; Franco tenía tendencia a ese tipo de estallido rítmico. Ante semejante disgusto, Job, extrañamente, no se había substraído del mundo; algo subrepticio en él no permitió que así fuera para no dejar a su amigo a las buenas de Dios, es decir en las desoladas manos de la nada.
   Velorio.
   Entierro.
   Cripta de la soledad sobre Job. Se sentía realmente fulminado, el vacío interno y externo lo hacían sentir en un estado de coma, y, a decir verdad, todo era mucho peor que eso, porque lógicamente él era consciente del dolor.
   Franco, con una sonrisa infinita, ya había pasado definitivamente al otro lado, y con respecto a sus amigos y parientes, se enterarían de su muerte con el transcurrir del tiempo, luego de haber indagado desconcertados y preocupados acerca del porque de su ausencia.
   Mientras regresaba al departamento abarajaba un pequeño abanico de posibilidades vinculadas al porvenir de su triste vida. Vida muerta. Observar la vida de los demás desde la quietud desoladora y asfixiante de la soledad. Un perro no basta para saciar el apetito existencial.
   Mac lo recibió como siempre contento y él fingió felicidad para no trasmitirle ningún malestar. Mientras sonreía y lo acariciaba sentía como se le resquebrajaba el alma. Agobiado por la película severa de su vida, y más pequeño que nunca en el universo vasto, se arrojó a dormir. De no hacerlo se hubiera substraído una vez más del mundo. El mejor amigo del hombre lo acompañó a su lado roncando y soñando con gatos y zorrinos galácticos. Job, auque obligatorio es soñar, no soñaba, porque, como estaba sucediendo hacía rato, alguien lo estaba soñando.





































           CAPITULO 3


   Se levantó con una descomunal depresión. Tomó un café. Lucía muy meditabundo. Decidió salir a pasear con Mac e intentar relacionarse con alguien, hacer de la soledad un comienzo, un nuevo punto de partida; Job era un huérfano de la vida.
   Bajó con Mac en brazos. Se sentía cansado. El desgano lo hacía sentir cansado; cada paso era recibido en silencio por su maldito mundo condenado.
   Al llegar a la calle intentó revertir su estado de ánimo generando pasos más precisos y violentos, pero en su rostro aún se descifraba, de una manera evidente, un malestar tortuoso.
   –¿Hola, como le va? –lo saludó un vecino que se desplazaba por la vereda de enfrente.
   –Bien –respondió él con vos entrecortada, mientras la angustia remarcaba los rasgos de la soledad malvada.
    Y siguió su camino. Pasos débiles, pasos fuertes, pasos simplemente.
   Mac estaba feliz; ya habían llegado a la plaza y un sin número de olores lo esperaban.
   Luego de unos cuantos olfateos y orines, de parte de Mac por supuesto, y capturaciones fotográficas por la mirada de Job, a ciertas mujeres, ambos tomaron asiento en un banco de madera.    Frente a ellos otro banco de madera recibía el arbitrario peso de una señora gigantesca.
   –¿Tiene fuego? –le preguntó ella con vos fuerte, mientras se paraba y se acercaba a él.
   –No fumo señora –respondió él, advirtiendo que sacaba de uno de sus bolsillos un cuchillo.
   –Déme la plata y no le va a pasar nada –con vos tajante.
   Job se rió largamente hasta que la mujer titánica se marchó muy desconcertada. Era evidente que a Job no le importaba nada, era inmune a todo tipo de riesgo o amenaza. Era indestructible por no importarle que algo le pasara.
   Mac abandonó el banco en busca de una perra que era paseada por su dueña, mujer bastante bella por cierto, y Job lo siguió.
    Intercambiaron algunas palabras y se sentaron en uno de los numerosos bancos. A Job se le notó una leve mejoría en el rostro, su salvación se encontraba lógicamente en la adquisición de una nueva mujer.
    La charla se fue tornando escueta hasta su extinción, donde sus miradas continuaron el dialogo silencioso del amor. Se besaron y Job recuperó de inmediato la energía perdida.
   –Pero esto  no puede ser –dijo ella sorprendiéndose de si misma.
   –¿No puede ser qué? –preguntó él ni sorprendido ni fuera de la sorpresa, es decir al limite del sentimiento sorpresivo.
   –Me gustás tanto, y… estoy realmente bien con mi marido –con mucho nerviosismo.
   Job abrió grandes los ojos y luego entornó los párpados frunciendo los ceños; reflexionó un poco. Pensó en actuar, en luchar por la exclusividad de su amor, sin descartar la posibilidad de una mujer compartida.
   –No te preocupes –tranquilizó él, acariciando una de sus mejillas cristalinas.
   –Sos un dulce, pero debo irme –y se marchó aceleradamente, casi corriendo.
   Se desesperó un poco él, pero se tranquilizó al pensar en la posibilidad de volver a encontrarla en ese mismo lugar.
   –Vamos Mac –gritó con ánimo. Sin duda el encuentro con aquella mujer le había despertado las ganas de restaurar su vida. Es terrible que sea así, pero es así. Una mujer, es decir un compañero en la existencia puede hacer que uno sea feliz o no. En la soledad los alrededores no lucen, nada tiene sentido, y el sentido dentro de uno es el interior creativo, para aquel que así ha nacido. En este caso Job era comerciante y carecía de todo tipo de pasión. Totalmente ajeno a lo artístico y a lo deportivo, su felicidad rondaba en lo conyugal. Igual, hablando de arte, el arte no es total felicidad, sólo sirve para respirar un poco más, sentir que al menos luce algo en el interior, sentir que hay algo mágico en el alma que siempre oculta una chispa de esperanza.

























                                       CAPITULO 4


   Era de noche. Cocinó un puñado de fideos y disfrutó de un buen vino. Sus pensamientos rondaban entorno a esa mujer. Es que realmente le había atraído. No sólo era muy bien parecida sino que a la hora de expresarse había exhibido una destreza intelectual y una gran simpatía. La sutileza y la ironía hacen que la mujer resalte más en la vida. Mañana lógicamente iría a la plaza a esperar con ansia su llegada, aunque sabía que el día en que la volviera a encontrar sería sorpresivo como haberse ganado la lotería.
   Después de cenar, se dispuso a ver televisión, pero no podía concentrarse; una furia interna con respecto a su ex mujer Clara no lo dejaba en paz. Se levantó furioso, observó sus alrededores y, divisando algunas pertenencias más de ella, decidió arrojarlas a la calle. Evidentemente ese acto de violencia le alivianaba la furia. Tomó un reloj pulsera y unas grandes velas que se hallaban sobre la mesa ratona del living, un paraguas que se aburría en un paragüero ubicado a centímetros de la puerta de entrada y un pato de cerámica soberbio que reposaba sobre un estante, y los arrojó a la calle gritando: “¡fuera mentira, fuera!”.
   Un poco más calmado decidió terminar de encontrar la calma en la plaza donde se había besado con aquella mujer; sentía, en cierta forma, que al estar en el lugar del encuentro estaba más cerca de ella. Se desplazó apurado. Alguien le dijo que le entregara la plata y él se le rió en la cara. Luego se rió nuevamente al encontrar un pedazo de la multiprocesadora que había llegado, baya a saber uno de que manera, hasta la plaza.
   Se sentó en el mismo banco, miró el cielo y puteó a Dios muy fuertemente.
   Minutos después, bostezo de por medio, se tiró a dormir en el banco, pero le resultó imposible esa dureza, así que decidió volver a su departamento.
    Se tiró sobre la cama vestido y, dormido, se tapó con la frazada de los sueños. Esa noche había podido soñar.





























                                      CAPITULO 5


   Al día siguiente regresó a la plaza nuevamente. Y así sucesivamente durante toda la semana, pero la belleza no se presentaba. Con el transcurrir de los días su rostro iba virando hacia el olvido, precisamente hacia el olvido de la felicidad.
   “ya está, no la voy a volver a encontrar” –se decía afligido–, “mi vida es pura infelicidad”. Pero no era conciente de algo: siempre se puede estar peor; no hay límites para eso, la mala fortuna, como un adolescente terco, es ilimitada.
   Dejó la plaza. Había hecho una guardia bastante extensa, ya eran las ocho de la noche y se dirigía, como todos los días, a la agencia de lotería. Hace quince años Job había comprado el fondo de comercio de la misma y actualmente sólo se acercaba al establecimiento a la hora del cierre a retirar el efectivo.
   Cuando llegó y se topó con la catástrofe comenzó a reírse desconsoladamente, era como si lo hubiera abordado la locura o algo parecido, si es que hay algo parecido. Y luego, consecutivamente, se substrajo del mundo.  Y ahí permaneció un tiempo sobre esa suavidad real y eterna, disfrutando de la felicidad, auque, cabría destacar, que ahí no se tenía parámetros para diferenciar un sentimiento del otro. Pero algo de intuición o, tal vez, una remembranza inconsciente de la vida le hacía sentir que eso que vivía era fastuoso.
   Antes de volver a las cenizas de su vida, vislumbró otra vez a aquella mujer de extremada altura y extenso cabello lacio. La mujer aún no exhibía su rostro, pero esta vez dijo algo: “La felicidad. Vos sos mi felicidad”.
   Job contemplaba su infernal agencia mientras algunas palabras se destacaban en su conciencia: “Vos sos mi felicidad”. Cuando él regresaba de aquel estado glorioso, automáticamente lo olvidaba, así que no tenía la menor idea del porque de aquellas palabras. Sentado sobre el cordón de la acera, junto a su empleado, se tomaba la cabeza y maldecía su vida, hasta que se le ocurrió abandonar el país y empezar una nueva y corta vida. Cobraría el seguro de incendio de la agencia, vendería su departamento y viviría en otro país en permanentes vacaciones hasta agotar el dinero y terminar con su vida. “Carajo, la felicidad está lejos de acá” –decía mientras observaba con rabia contradictoria el cielo– “Sí, sí. Lejos de acá, por lo pronto… me voy a vivir a otro lugar”.
   Al otro día pondría el departamento en venta, y en la áspera espera seguiría probando suerte en la plaza. Verdad, y feo sería desilusionarlo, es que a aquella mujer no volvería a cruzársela en su vida.
   Y pasaron los días y la mujer no aparecía y el departamento no se vendía. Se hallaba absolutamente estancado y la impotencia de no avanzar lo carcomía.
   Tic, tac, tic, tac.
   Un día. Otro día.

   Ahora caminaba con Mac, se dirigía a poner un nuevo aviso sobre la venta de su departamento, un aviso más caro para intentar acelerar la venta. Caminaba de mal humor, angustiado y desesperado, pero, sin embargo, cuando se cruzaba con una mujer de extensa cabellera lacia, alcanzaba al menos, un centímetro de calma.
   Luego de haber atado a Mac en un árbol entró a la sucursal de avisos clasificados del Diario seleccionado. La recepcionista que lo atendió tenía el pelo muy muy corto, de manera que Job hizo los trámites muy atolondradamente para alejarse de eso que no le provocaba ningún tipo de mejora.
   Al salir se dio uno de los grandes sustos de su vida. El poste donde había sido atado Mac se encontraba vacío; una mariposa sobrevolaba ese lugar, como si alguien hubiera dejado a la misma en remplazo de Mac o Mac se hubiera convertido en mariposa. Por suerte nada de eso había pasado, Mac ya se encontraba a los pies de su dueño justo antes  de que este se substraiga del mundo.
   Y así los días, el tiempo, las cabelleras calmantes y las más bélicas.


























                                       CAPITULO 6


   Por fin se vendió el departamento y ya comenzaba a sentir los pies lejos de su desagracia: su vida, su bajada al infierno.
   Venezuela lo esperaba. Había optado por ese destino influenciado por un programa de televisión de viajes y turismo. Una vez vendidas todas sus pertenencias ya estaría listo para el despegue. Sólo llevaría consigo dos maletas con ropa y a su compañero canino Mac.
   Tres días a penas tardó en vender sus pertenencias, pues las había ofrecido a menos de la mitad de su valor. Era más que evidente la desesperación por su viaje hacia la muerte.
   En un determinado momento se cruzó con su ex mujer y mantuvieron un pequeño diálogo. Se saludaron y el primero en decir algo fue Job:
   –Mi pasado fue una farsa
   –¿No, porqué?
   –Toda una mentira –con cara de asco.
   –Mentira no, fue cierto hasta que se terminó.
   –¿Qué… entonces… pensabas dejarme? –enfureció, casi se substrae nuevamente–, ¿no era un amante o… una aventura que estabas teniendo con alguien?
   –Pensaba decírtelo, pero no encontraba el momento adecuado.
   –¿Qué tiene ese hombre que no tenga yo?
   –Eh… –meditabunda– no sé creo que necesitaba un cambio.
   –Necesitabas un cambio, y porque no te teñías o te cortabas el pelo, o te hacías un tatuaje.
   –Todo eso ya lo hice.
   –¡Un cambio, hija de puta, necesitabas un cambio y yo, con este dolor tengo que pagarlo! ¡Y vos me dejaste, encima que yo me bancaba que no eras fértil, conchuda!
   –Con un tratamiento se solucionaba eso.
   –¿Pero quién lo asegura?
   –El ginecólogo.
   –No le creo.
   –Ja –se rió.
   –Ja –le rebotó la risa Job.
   –En fin, no te pongas mal, vos también podés rehacer tu vida con alguien. Chau, tengo que irme.
   “Con la muerte” –se dijo para sí, mientras no decía nada.
   Al trascurso de un minuto redondo, exacto, ni más ni menos tiempo, salió corriendo en busca de su ex mujer. Corrió desesperado, con ese sentimiento característico que posee una persona cuando su pareja lo abandona: la vida para él era una fotocopia en blanco del pasado de su vida mojándose en un charco. Al doblar en la esquina pisó el charco mencionado y vio el pasado evaporándose en el aire. Sin embargo la siguió corriendo, concentrándose para no extraerse del mundo. Si al volver de esa felicidad eterna él fuera consciente de esa sensación vivida, lógicamente, no se estaría haciendo malasangre e intentaría permanecer ahí para siempre. El caso es que al regresar de ese trance, sólo era conciente de que había estado suspendido en el tiempo por un rato.
   La vio entrando a un negoció.
   Ahora entró él, se acercó, la miró; ella lo miró y le dijo: –Vasta por favor, ya está.
   Él intentó decirle algo, pero no le salieron las palabras, había admitido la pérdida, y se extraía nuevamente. Permaneció dos minutos parado como un maniquí al lado de un maniquí.  Ella no lo había visto en ese estado, porque había entrado a un probador a probarse el gran sombrero de los cambio.

  
 


































                                    CAPITULO 7


   Contento en el despegue se encontraba. Alejarse de su catastrófico pasado lo hacía sentir, aunque más no sea, un poquitito mejor. Comenzaba un nuevo año lejos de su maldita vida. Las azafatas lucían hermosas y el ambiente que se vivía era bastante agradable, pues el día de fin de año trascurría. Job comenzaba a intentar disfrutar de su corta vida. Disfrutaba de un whisky y clavaba su mirada en las zonas prohibidas de las azafatas. Era un niño con el vaso de un grande. Era un loco con el vaso de nadie. Era un hombre dentro de un vaso cuyo oxigeno se acabaría, y apretaría el gatillo y rompería como a un cristal su vida.
   Cuando fue al baño se observo por unos segundos en el espejo: cabello castaño, algo corto, peinado hacia un costado, ojos negros, nariz recta, labios finos, dientes prolijos, corte de cara triangular. Luego se observó de la cintura para abajo, y se sintió en forma, es decir con un aspecto físico aceptable, y se dijo, sacando pecho, para asegurarse de cumplir con su película: “si me enamoro de alguien, da lo mismo; se acaba el dinero y chau”. Regresó a su asiento pensando en Mac, dormido y enjaulado en algún lugar del avión.
   Minutos después una serie de turbulencias agitó el avión. La gente se asustó y a Job nada le importó, porque, desde luego, era inmune a todo tipo de riesgo o amenaza. Era indestructible por no importarle que algo lo destruya. Era como si de ahora en más nada lo haría substraerse del mundo.
   Durante el vuelo leyó y bebió.
   “Si sentís que la felicidad se va, esperala que vuelve, es como si se hubiera ido a pasear o a hacer feliz a otras personas”
    Luego de ese párrafo se quedó dormido. En su rostro una mueca de esperanza se había aventurado. Primero soñó con Dios y se cagó de risa. Después con Mac y la mujer de extensa cabellera.
   Un líquido sobre su brazo lo despertó y se cagó de risa, como si Dios estuviera dentro del avión. Una azafata había derramado café sobre él, y ahora le pasaba un trapo como si estuviera limpiando una mesa.























                                   CAPITULO 8



   El aterrizaje fue excelente; de todas formas a él que le importaba.
   Había un desperfecto en la refrigeración del aeropuerto. El calor y la humedad eran siniestros, se diría que se podía trepar por el aire e improvisar escaleras como nadie. Una vez fuera del aeropuerto comenzaría la odisea por encontrar un lugar para dormir. Era fin de año y casi nadie trabajaba, y mucho menos en ese horario. Minutos después absolutamente nadie trabajaría.




















                                     CAPITULO 9


  Una hora y media de espera había padecido, y ahora por fin cargaba su equipaje en el baúl de un taxi. El chofer tenía alrededor de cuarenta años, usaba barba, sombrero y silencio. No emitió palabra durante todo el viaje. Job le dio el nombre del hotel, previamente seleccionado de su guía de viaje, y el individuo silencioso sólo asintió con la cabeza.
   Minutos después clavó los frenos. Habían llegado. Job bajó del auto y el maldito señor enmudecido se marchó raudo con su equipaje. Afortunadamente Job llevaba consigo su pasaporte, documento y tarjeta de crédito y de débito automático.
   Buscó hoteles en la inmensidad de la nada, porque todo estaba cerrado, y las calles desiertas sólo propinaban silencio. Debería dormir en la calle. Debería dormir en la calle y hacer del silencio un sueño. Se acomodó en un gran cantero tupido de plantas para resguardar su vida y sus bolsillos de los ladrones. Le costo dormirse como nunca le había costado, y cuando lo logró –esta vez también había podido soñar– soñó todo tipo de disgusto.
   Amaneció con una rata acurrucada en el pecho y empapado por un líquido pestilente, que, seguramente, era pis, y no precisamente del roedor, si tenemos en cuenta la cantidad del mismo. Mac aún dormía. Job, algo molesto por el olor que emanaba de su ropa, se paró y se rió. La idea de vivir hasta que se le terminara el dinero comenzaba a deleitarlo. Despertó a Mac y comenzó a caminar en busca de un cajero automático, pero ese día no encontraría nada abierto.
   Cuando desistió a la búsqueda se hizo amigo de un vagabundo, que se había acercado a él para solicitarle fuego. Este lo invitó a comer algo a su morada: una pequeña cacilla improvisada en un terreno baldío. Mac estaba felicísimo con los olores que desprendía el ciruja y el caos de basura y más olores que brindaba el recinto. Comieron unas salchichas asadas con un poco de vino y durmieron una siesta tardía, ya que los relojes venezolanos marcaban las siete de la tarde.
   Horas después, precisamente a las once de la noche, abrieron sus ojos y, frente a la inmensidad del cosmos, como si todos y todos estuviéramos escuchando la historia, comenzó a responder a su pregunta. La pregunta de Job había sido cómo había llegado a terminar en esas circunstancias, de esa manera indigente. La historia de Chali, ese era por cierto su sobrenombre, era algo parecida a la de Job, pero con detalles más comprometidos. Chali había asesinado a su mujer al encontrarla infraganti con otro hombre, y se había escapado de la cárcel. Por eso se asomaba poco a la calle y la pasaba mucho dentro del baldío. Después le llegó el turno a la historia de Job, y …
   –¿Pero estás loco? –gritó, interrumpió Chali refiriéndose al episodio en el que  viviría hasta que se le acabe el dinero para luego quitarse la vida.
   –A lo mejor –respondió Job.
   –Eso es por que no estuviste preso, ahí si uno valora todo. Yo ahora no tengo nada, pero soy libre dentro de este terreno baldío, y, a decir verdad, cada vez puedo salir más; muchos policías del barrio ya me han descubierto y me han perdonado. Conocen mi historia… eso los debe hacer sentir identificado o algo parecido.
   –Tal vez tengas razón, pero todavía siento lo mismo.
   –El tiempo lo cura todo.
   –Yo necesitaría tanto tiempo que estaría muerto antes de curarme.
  –No seas pesimista.
  –Bafss –arrojó una extraña onomatopeya acompañada de un escueto ademán.
   –Lo mejor que tiene el hombre es el futuro, lo mejor que tengo es el futuro –gritó Chali levantando hacia el cielo su vaso de plástico con vino.
“Qué optimista” –se dijo Job, mientras pensaba que Chali podría volver devuelta a la cárcel, y observaba a los numerosos departamentos que rodeaban el baldío, y vislumbraba en uno de los balcones a una mujer que tocaba la guitarra.
   –Ella siempre toca la guitarra –le dijo chali.
   –Y parece linda –agregó Job.
   –Es linda –afirmó chali, y le dijo que harían buena pareja.
   –No, de ninguna manera –dijo Job–, en Buenos Aires sentí ese impulso, pero ya no quiero enamorarme de nadie.
   –¿Y por qué? –preguntó Chali con suma curiosidad.
   –Es que no confío en las mujeres. Y… para que me voy a enamorar si después me voy a matar.
   –Pero si te enamorás seguro cambias de idea.
   –Si, llegué a pensar eso, pero ya decidí matarme cuando se me acabe el dinero, y eso es lo que haré.
  Ahora un leve viento arrastró el sonido de la guitarra hacia ellos y así pudieron disfrutar de la canción que ejecutaba la señorita.
   Al terminar aplaudieron, y ella les agradeció con una enorme sonrisa.
   Se hizo de noche. Era martes. Como todos los martes Chali cenaba con la vecina del 2° b del departamento que estaba ubicado en el fondo del baldío, y Job fue invitado.
   Llegada al departamento.
   Saludos.
   La cena.
   Después de cenar Job comenzó a probar la carne venezolana, pues la hermana de la vecina había llegado justo para el postre. Ambos se revolcaban sobre la alfombra del linving, al igual que Chali, pero en ese caso, sobre la cama del cuarto de la vecina. Cuando el afán sexual amaino, siguieron bebiendo todos juntos en el living. La música no faltó, y tampoco la queja de uno de los vecinos.
   Se quedaron todos a dormir ahí. El esposo de la vecina regresaba de uno de sus viajes laborales en un par de días.
   Al día siguiente Job fue veloz a un cajero automático y colmó sus bolsillos de billetes grandes. Por supuesto que Chali recibió dinero de su parte, a modo de agradecimiento por su hospitalidad.
   Cuando se despedían en la puerta del baldío, visto que Job tenía pensado recorrer Venezuela, un par de policías, que bajaron de un patrullero, detuvieron a Chali. Job se había encariñado con el vagabundo y claro que no le gustó nada que eso sucediera, pero el disgusto no pudo destruirlo o sustraerlo del mundo, porque él era indestructible por no importarle que nada lo destruya.
   Se traslado en taxi hasta la parte más pomposa de Caracas. Mac, sentado sobre su falda, miraba contento por la ventana.
   “Mac” –se dijo Job. 
   Ese era un problema que no había previsto. Que hacer con él cuando se quitara la vida.
   Se ubicó en un hotel, donde, dinero de por medio, le permitieron pasar su estadía con su mascota.  El que había quedado solo era Tedi; pero de todas formas se las rebuscaba bien consiguiendo su alimento por las calles. Ahora la vecina del 2° b lo acariciaba, de manera que con el transcurrir del tiempo, al notar que Chali no regresaba, se lo llevaría consigo a su hogar.
   Luego de una extensa ducha decidió recorrer la ciudad con Mac y culminar finalmente sobre la playa, para esperar la serena, y, como siempre majestuosa, caída del sol.
   Era un hotel ancho y amplio, y con sólo tres pisos de altura. Su habitación era la más lujosa del lugar. Se hallaba ubicada en el último piso, con terraza, bar, camareras, shacusi y pileta  climatizada. Bajó a pie, por la escalera, con Mac en brazos, que sonreía como un niño. Una vez sobre la acera se sorprendió al ver de espalda a la mujer que había besado en la plaza, pero al acercarse y saludarla ella se dio vuelta, y él, como en una clásica pesadilla, se encontró con otra cara.
   “La puta madre” –repitió tres veces. Era evidente que aquella mujer le había gustado bastante.
   En cada negocio que se detuvo compró alguna chuchería –pagando por demás del precio estipulado–, y como se había detenido en demasiados negocios, se encontró con la obligación de desechar algunas. Niños pobres había en cantidades, de manera que se le precipitó una mueca de alegría al ver las sonrisas de esos niños, que abandonaban, al menos por un corto tiempo, la tristeza.
   En la playa tomó algo en un bar maravilloso y colorido como una nave espacial, hasta que el show, que culminaría con un telón de ocaso, comenzó. Con anteojos de sol disfrutó del espectáculo libre y gratuito para el mundo, mientras pedía una nueva botella de una bebida carisma. Tal vez luego comenzaría a administrar mejor el efectivo según  las ganas que tenga de seguir viviendo, ya que su dinero como lo había dispuesto él, era equivalente al tiempo de su vida.
   Esa misma noche cenó en el restoran del hotel, ubicado en la terraza. Comió demasiado; por tal motivo es que evitó el postre, y sólo se dejó llevar por la fantasía dándole un lengüetazo a la luna. Luego, ojos agigantados de por medio, sintió una atracción involuntaria hacía el cosmos como si hubiera perdido la gravedad suspendiéndose de la tierra. Una copa más de vino y se quedó dormido, y no soñó, porque una vez más alguien lo había soñado.
   En el Universo hay diversidad de existencias, todas ellas sueñan, de diferentes formas y por diferentes propósitos. Bien se sabe, al menos se supone por ahora, que el hombre terrestre sueña para poder dormir sin ser despertado, por eso se dice que el sueño es  el guardián del descanso. Tan poco se descarta la idea del significado de los sueños, sacar conclusiones y despejar dudas o aportar a solucionar, travas trastornos o problemas.
   En el Universo hay diversidad de existencias y el hombre terrestre, nosotros, no sabemos para que existe o sirve su manera de soñar.





























    CAPITULO 10


   Es este momento se dirigía a Macuto, un lugar tranquilo donde poco llegan los turistas. Se trasladaba en colectivo. Por supuesto no lo hacía por motivos económicos, sino para mezclarse con los lugareños y observar bien de cerca el mundo que en algún momento abandonaría. Una señora gorda y peluda llevaba unas cuantas bolsas colmadas de condimentos, frutas y verduras. Un señor, dos gallinas. Un joven, su cara sucia, y el olor de la locura. Un niño, un sueño roto. Una chica, una mueca de alegría. Y yo, el descanso, el respiro de mi vida. Dejé Buenos Aires y decidí ir a aburrirme a Venezuela. Mis ojos recaían en Job, es que me llamaba la atención su manera de ser. Parecía despojado del mundo; como si no le importara nada de nada.
   Minutos después se acercó a mí y me preguntó si faltaba mucho para llegar a Macuto.
   –Acá llegamos – le respondí, al mismo tiempo en que el colectivo se clavaba, algo brusco, en el número cero del velocímetro.
   –¡Perfecto, tenía hambre! –respondió él, y me invitó a comer algo.
   Al principio vacilé; no es algo que me agrade demasiado comer con extraños, pero finalmente acepté, porque algo en él me resultaba conocido. Caminamos algunas cuadras y elegimos un restoran ubicado sobre la playa.
   –No puede ser –dijo él mientras tomaba asiento.
   –¿Qué cosa? –le pregunté yo con una pizca de curiosidad.
   –Esa mujer –y señaló hacia un grupo de mujeres.
   –¿Cual mujer?
   –La de cabello largo.
   Era una mujer muy parecida a la que se le presentaba cuando se sustraía del mundo.
   –¿Qué, la conocés?
   –Si, la he visto, es difícil de explicarlo, no recuerdo donde la he visto. Y lo que me ha estado pasando es que al ver alguna cabellera similar siento una extraña paz. Me siento feliz y extraño, o extrañamente feliz; es difícil de explicarlo, no sé como explicarlo.
   –No te preocupes, no tenés que explicar nada.
   Hubo silencio; el mar subió mojando sus pies. Mac probaba el agua salada y no le gustaba.
   –Se me termina la plata y chau, me mato. No me importa seguir viviendo.
   –Para que vas a hacer algo así, no hay nada más lindo que el futuro.
   –Eso ya me lo dijo alguien que conocí en la calle cuando llegué a Venezuela.
   –El futuro es hermoso, sólo hay que saber esperarlo.
   Job hizo un gesto despectivo y dijo:
   –Esperarlo. Eff… como si fuera tan fácil.
   –No, claro, es muy tedioso y difícil, pero hay que tener paciencia y esperarlo. Eso es lo que yo hago y lo que estoy haciendo en Venezuela. Hay que esperar que el destino se acomode, y eso lleva un tiempo.
   –Un tiempo –con cara inconforme.
   –Un tiempo indeterminado, claro. Por eso es tan difícil la espera.
   –Es peor que estar prisionero.
   –Se podría decir que sí, si tenemos en cuenta que prisionero uno sabe cuando es liberado.
   –Qué desgracia –movió la cabeza Job– mejor es mi opción.
   –Hacé lo que quieras, me da lo mismo; sólo necesitaba hablar con alguien.
   Y me fui. Tuve ganas de desconcertarlo. Además sabía muy bien que a esa altura de su vida sólo algo tan terrible como la muerte de su perro, lo sustraería del mundo.
   Job permaneció largo rato en la playa y notó que, extrañamente, cuando se cruzaba con una mujer alta y de extensa cabellera lacia su estado de ánimo cambiaba. Entonces anduvo todo el día en busca de alguna cabellera que le haga sentir un poco de calma.

   Ahora se acomodaba a dos metros de una mujer alta con extensa cabellera lacia. No se le cruzaba la idea de interactuar con ella, porque estaba decido a quitarse la vida. Evidentemente ya no confiaba más en el género femenino, aunque de encontrarse con aquella mujer del episodio amoroso en la plaza algo intentaría. Pero ya sabemos que jamás se la cruzaría.
   Permaneció ahí hasta que la extensa cabellera con mujer se marchó. La siguió un par de cuadras hasta que, en una esquina, ella desapareció.

   Luego de haber pasado el día en la otra punta de la playa, entré al hotel. Era un hotel muy viejo y bello. Mi cuarto tenía una triste cama, un simpático mueble y una ventana que daba hacia el pulmón de la manzana. A través de ella yo observaría, pensaría y esperaría que el destino se acomodara.
   Luego de dormir demasiadas horas regresé devuelta a la playa. Suelo dormir mucho cuando no estoy conforme con mi vida. Se que tengo más de lo que siempre hubiera soñado, pero también se que hoy tengo mucho menos de lo que merezco.
   Me tiré sobre la arena, en cualquier dirección, sin hacerle caso ni al sol ni a la sombra, y cerré los ojos imaginando mi merecido futuro. Era tan hermoso y exacto que eso me hizo pensar que tal vez faltaba bastante para hallarlo.
   Cuando abrí los ojos se hallaban frente a mi dos mujeres sentadas sobre la arena. Una de ellas era linda y la otra un poquito más que linda. Realmente no andaba con ánimo de conocer a nadie, y además tampoco ese era el objetivo de mi viaje, pero al acercarse la más linda de las dos, caí en la tentación de entablar un diálogo. Ella se acercó con la excusa de pedirme fuego para su cigarro, y yo improvisé un encendedor imaginario para que fumara sin hacerse daño.
   “Sí, la verdad que esto hace mal” –me dijo con un gesto de agradecimiento.
   Y yo le dije que siempre es bueno vivir muchos años.
   Nos quedamos hablando los tres, su amiga también se había acercado, hasta que cayó el sol y brotaron los besos. Entre los dos había, como suele decirse cuando hay una atracción inexplicable, química, pero, lógicamente, nada se comparaba con la mujer que esperaba tener algún día entre mis brazos en Buenos Aires. Por lo menos aproveché todo ese agradable momento químico para que mi espera no sea tan aburrida como absurdamente la había planeado.
   La amiga se fue y nosotros persistimos un rato más sobre la playa.
   Restos tardíos del sol ya oculto, iluminaban partes de nuestros cuerpos y encendían el deseo carnal de comunicarnos aún más.
   “Qué lindo que sos, como me gustás, me deslumbraste desde el primer momento en que te vi” Esas eran una de las cosas que me había dicho durante el transcurso de la tarde. Claro que me sentí un poco alagado, pero de todas formas no le creí demasiado. No es que piense que era todo una mentira, pero se muy bien que la mujer lo que siente se lo olvida muy rápidamente.
   Mujeres: seres intermitentes con varias caras, pensamientos dispares, sonrisas superpuestas en lo verdadero y falso.
   Por supuesto deseo que la mujer que trepe un día a mis brazos no sea tan cambiante. 
   Nos fuimos al hotel, al viejo hotel donde yo me alojaba, y alcanzamos un acogedor sexo. Tal vez sea demasiado apresurado tener sexo en un primer encuentro, pero como yo no pensaba volver a verla no necesitaba esperar nada, y, de todas formas, en estas épocas, que es apresurado y que no.
   Job también se había hospedado en el viejo hotel y en este momento se hallaba en el bar del mismo, donde además de tragos y comidas, había mujeres quienes, con unos billetes encima, hacían lo que se les pedía. Esa noche gastó bastante dinero. Fue una noche rara. Con cinco mujeres sobre su cama, no atinó a hacer nada. Sólo charló, fumó, escuchó música y tomó bebidas muy caras.
   Al otro día nos encontramos en la playa y permanecimos un rato juntos, charlando, hasta que se acopló a la charla la mujer que yo había conocido en el día de ayer.
   Visto que ellos comenzaron a hablar sin darme importancia, me fui a caminar.
   Cuando volví, comprobé una vez más que lo que siente una mujer puede llegar a convertirse en mentira.  Los encontré besándose, mientras intercalaban alguna que otra palabra. Ella seguramente le diría que le encantaba, que le gustaba muchísimo, y él desconfiado de su suerte decía en este instante: “que bueno, que buen momento este”.
   Me coloqué frente a ellos y los observé. No lo hice por celos ni nada parecido, sólo para entretenerme un rato.
   Se dejaron de besar. Ella se puso nerviosa, nos saludó y se marchó. Por supuesto que no le conté a Job que ella ya había estado con migo, que sentido tendría.
   Nos metimos juntos al mar, y más tarde fuimos a un bar sobre la misma playa donde jugamos al ajedrez que el mismo lugar proveía. El partido se hizo muy largo hasta que finalmente cayó el sol, jake mate, y sentí que algo en mi murió. Primero me pregunté si tal vez le habría pasado algo a alguno de mis seres queridos. Y después sospeché que tal vez había muerto algún pedazo de mi destino; es decir tuve que comenzar a asimilar que todo eso que esperaba a lo mejor no llegaría completo.
   A la hora de cenar no cené, me emborraché hasta más no poder.
   “No comió la comida” –me dijo el mozo.
   Y yo, seguramente, porque ya no lo recuerdo, apenas pude balbucear algo.
   Ahora, sediento y moribundo, me levanté de la cama y fui a tragar agua; la acidez que tenía era del infierno.
























                                   CAPITULO 11


   El día siguiente llegó con un atardecer precioso y los ruidos clásicos de los pájaros del lugar. Yo seguí durmiendo un rato más y Job ya estaba en la playa con Mac. Que vacaciones cortas tendría Job, recién les había regalado mil dólares a un par de niños pobres que le habían pedido una moneda. Que vacaciones cortas y raras tendría Job, si tenemos en cuenta que el fin de sus vacaciones sería el fin de su vida.
   Final de efectivo.
   Final de vacaciones.
   Final de su vida.
   En ese momento se sintió abrumado.
   “Carajo” –se decía– “tengo que buscar la persona indicada para dejar a Mac cuando me quite la vida”.
   Y claro, como casi no tenía opciones más que la del ciruja que estaba prisionero e inhabilitado para hacerse cargo de cualquier mascota, delegaría esa responsabilidad en mi.
  Para quitarse el nerviosismo buscó algo de paz en alguna mujer alta de extensa cabellera. Prestó atención, hasta que encontró a una.  Se acercó disimulando su ansiedad por ella, y estuvo todo el tiempo que pudo a dos metros de distancia.
     Recién a la una del medio día me acerqué a la playa. Job y Mac descansaban bajo una sombrilla; una distancia importante nos separaba, pero era fácil reconocerlos debido al aspecto excéntrico del perro: orejas gigantes y colgantes como péndulos, patas cortas, pesuñas gordas como de bebé elefante, y toda su piel sobrante, como si fuera tres talles más grandes.
   Giré hacia mi izquierda, mi olfato me había impulsado a hacerlo.   Era un olor conocido, era el perfume de la mujer que tanto Job como yo habíamos palpado.
   –Hola hermoso –me saludó.
   –Que tal –le respondí el saludo, y descifré en su mirada el desatino de su mente.
   Cuando una mujer es demasiado cambiante se puede descifrar en sus ojos un extraño brillo. Claro que esta no es una información que me haya proporcionado alguien ni que se pueda encontrar en algún diccionario, enciclopedia o banco de datos. Esta es una información que me la ha dado la experiencia a través de los años. En la mirada está el resumen del alma. Hay que saber leer bien el brillo de los ojos para no encontrarse sorpresivamente devastado, con las manos sin nada y el corazón y el cerebro sin un mísero centímetro de alas.  En la mirada está la luz maléfica, beatífica, intermitente o clara. En la mirada está todo. Todo lo que brama desde el alma, el secreto de nuestra existencia aún vaga.
   Nos sentamos sobre la arena del mundo de esa playa venezolana y ella comenzó a pasarme bronceador. Después la embadurné yo, y por último ella me besó, y yo me dejé besar, no viene mal energizarse un poco.
   Nuestras lenguas se unieron y se desunieron varias veces, hasta que en la última unión Job nos vio y tosió para interrumpirnos.
   Nos saludamos. Yo pensé que él estaría disgustado, pero al menos no parecía demostrarlo.
   “No se puede confiar en las mujeres” –se decía para si Job.
   “La mayoría de las mujeres son traición” –me decía yo.
   Mac se había metido al agua, era gracioso, sus orejas flotaban, la gente se reía, todos lo observaban.
   –Es hermoso Mac –dijo Job.
   –Re gracioso –dijo ella.
   –Un fenómeno –dije yo.
   “No se puede confiar en las mujeres” –se dijo una vez más Job.
   Un poco le había molestado encontrarnos besándonos, pero no era algo que lo haría sustraer del mundo, porque él era indestructible por no importarle que nada lo destruya. Él era indestructible por no importarle que nada lo destruya. Él era indestructible por no importarle que nada lo destruya. Él era indestructible por no importarle que nada lo destruya, pero como siempre hay una excepción en todo, ahora se sustraía una vez más.
   Los tres todavía estábamos atónitos por lo que habíamos visto. En realidad éramos dos atónitos y el otro sustraído del mundo, refugiado en el nido sagrado de la felicidad eterna. Una vez más se encontró Job con esa mujer alta y de largo cabello, pero a diferencia  de otras veces ahora pudo conocer su rostro. Mejor dicho sus ojos, porque eso era lo único que ella portaba en la nada de su rostro. Su mirada emanaba una luz clara. Típica luz que baja desde otra galaxia, y ella misma bajaba cuando lo soñaba.
   –Vos sos mi felicidad –le dijo la mujer otra vez.
   Y el se rió desaforado, estaba desbordado de felicidad, pero de inmediato guardó su risa y se paralizó contento al vislumbrar la calma de esos ojos, la luz clara lo acariciaba y lo alimentaba, como si hubiera vuelto a nacer en una vida sana compuesta de suaves roldanas lejanas al disgusto, la sorpresa o trampa.
    Pero desafortunadamente no pudo hacerse parte de esa vida, por que la mujer que estaba con nosotros, asustada de su aspecto paralizado, le arrojó un poco de agua intentando reanimarlo. Job volvió a sentir sus pies en la tierra, pero se sustrajo devuelta al ver otra vez  a Mac aplastado en el malecón, calle paralela a la costa. Un auto lo había pisado cuando cruzó persiguiendo a un pájaro. Y pobre, ni siquiera lo persiguió para comérselo sino para juguetear inofensivamente un rato.
   Ahora Job volvía y se substraía, volvía y se substraía; hasta que por fin no se substrajo más y pudo aguantar con desmesurado esfuerzo y dolor la realidad de su vida.
   La mujer que nos acompañaba y yo lo consolábamos y lo apoyábamos como podíamos. Ella lo acariciaba, lo abrazaba, y yo lo apaciguaba con una pócima de palabras. Igualmente era todo bastante vano, el dolor ya inundaba las playas y la tormenta recién desatada arrojaba sus lágrimas desgraciadas. Entre todos enterramos a Mac en la playa. Yo lo imagine en algún lugar volando, sus orejas se prestaban para todo tipo de acrobacia. Ella se lo imaginó riendo y rodeado de perros, y Job no imagino nada, su condición mental no le ofrecía nada.
   Arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena, arena.
   Luego de mucho silencio en la playa, ya de noche, lo acompañe a su cuarto, y, finalmente, entre palabras o charla, da lo mismo, y mucho alcohol, me quedé a dormir ahí en un sofá cama; no me atreví a dejarlo sólo. La posibilidad lógica de que hiciera alguna locura con respecto a su vida perturbaba mi mente.
   A mitad de la noche, mientras yo roncaba en lo profundo de un delicioso sueño, él se despertó, se vistió, apresurado y nervioso, y se echó a correr por las calles.
   Corrió.
   Corrió.
   Y corrió.
   Ahora hablaba con alguien. Esta persona, ademán correspondiente con una de sus manos, le indicó algo. Job sin agradecer ni nada siguió el camino indicado por la mano, y llegó al lugar que había deseado. Se trataba de un sepelio. Quería quitarse la vida ahí para no molestar a nadie con el traslado de su cuerpo, al menos hasta esa primera instancia. Ingresó al establecimiento y tomó del escritorio de la recepción una tijera para intentar cortarse las venas. Afortunadamente la tijera muy desafilada no alcanzó para nada.
   Ahora hablaba con una mujer, quien, horrorizada, acababa de quitarle la tijera de sus manos.
   –No tiene sentido –le decía ella– quitarte la vida es una tontería; no hay nada más lindo que el futuro.
  –Otra vez con eso. Parece un complot. Un complot psicológico.
   –No te mates –con voz dulce.
   –Es que ya estoy vencido –y salió corriendo en busca de la altura necesaria para alcanzar la muerte arrojándose al vacío. Se detuvo en el tercer piso del edificio. Ella lo había seguido. Al abrir una de las ventanas Job se encontró enrejado; las ventanas estaban enrejadas y su vida era una maldita jaula espiralada.

    El mundo palpitaba tenue y las galaxias cercanas se quedaban momentáneamente sin aire, mientras yo pensaba, yo sentía, yo buceaba en las palabras, y hablándome a mi mismo, o a Job que puedo ser yo mismo, comenzaba a sacar mis alas.


                                Sabes.     Vuelo.

   Sabés lo que es transitar el infinito de la desilusión, de la soledad, de la palabra amar bien lejos de tu hogar.
  Sabés lo que es darse ánimo a uno mismo, porque nadie conoce mi destino donde hay ríspidos caminos.
   Psicólogos, brujos y entidades absurdas que no me demoro a conocer; algo escrito en mi alma representa lo que soy. Soy parte de un deseo espacial, sólo espero que me vengan a buscar, se que ella me está soñando muy lejos de acá.
   Tan difícil es un centímetro de amor real, tan difícil es jugar a la felicidad, tan difícil es emigrar lejos de todo malestar, tan difícil es ser parte de esta pobre realidad, de este inexistente palpitar, de esta absurda jaula con rueditas de la irrealidad.

   Si, es difícil. Difícil para algunos o tal vez para uno sólo, para uno mismo.
   Comprendo que es difícil, siempre hay un canje oculto.   Evidentemente siempre hubo un canje oculto. No lo conozco, pero de eso se trata mi vida. El canje: engranajes ocultos que me dan palabras cada vez que me matan.
   Soy parte de un deseo espacial, espero que me vengan a buscar, mientras tanto me derrito o me derrite esta realidad. Más allá del mar hay un lugar, mas allá de este planeta ornamental mi corazón gemelo sabe que nací para volar. Que sentido hay si no se puede despegar. Que sentido hay si los sentidos recorren siempre un mismo lugar, si los sentidos se marean en la cápsula donde no hay nada más.
   Jugar.
   Jugar al amor es lindo. Más lindo es sentir que el amor es un gran limbo: todo el tiempo enamorados para amarnos más y más.

   Las mujeres siempre mienten. Ellas no lo saben, no son conscientes, pero danzan mintiéndole a su suerte, su naturaleza siempre miente. O mienten o les falla la cabeza que ha nacido mal.
   No está bueno estar rodeado de seres intermitentes. No está bueno estar rodeado de seres que se alejan repentinamente de su mente.
   No
   está
   bueno.
   Pero al fin y al cabo es un placer. Nos descuajeringan el alma y cubren nuestro corazón de barro. Sin ellas no somos nada, sin ellas somos palabras que se desvisten y no reciben nada.
   Pensar.
   Pienso.
   Tal vez sin ellas todo seria más normal y no tendríamos que inventar pájaros para volar, sólo pensaríamos que la maldad está en una estatua endiablada o que la vida es una figurita sin alas.

   Me desvisto al revés de mi sombra y a la par de mi ego, busco pájaros sin tiempo, desenvuelvo sueños perfectos; el diablo es Dios, Dios es el Diablo muerto. La muerte es el sueño donde vuelo.
  

































                                   CAPITULO 12


   Me levanté y me asusté al no verlo en la cama. Bajé rápidamente y recorrí la zona.
   Preocupado y sin nada regresé al hotel.
   “carajo” –me dije– “se habrá matado. Me habré muerto” –y toqué con mis manos raudamente mi cuerpo.

   Job le pedía a la recepcionista de otro sepelio un corta papel que tenía en un portalápices, y ahora se lo acercaba a sus venas.
–No hagas esa locura que yo te amo– le dijo ella desesperadamente.
–¿Qué decís? –le preguntó Job sorprendido.
–Qué te amo.
–Qué me amás  –y se rió.
–Si, te amo  –insistió ella.
–¿Cómo puede ser que me digas eso? –inquirió sorprendido y profundamente incrédulo– aun acabamos de vernos.
–De eso se trata –comenzó ella a justificar lo que había dicho.
   Job frunció las cejas y afiló sus oídos.
–Es que soy muy impulsiva y sincera cuando me enamoro a simple vista.
   Job se sonrió y se quejó:
–La puta madre.
   Evidentemente ella le habría agradado impidiendo, de esa manera, que Job llevara a cabo su propuesta mortuoria. Y le había agradado porque, aunque no era muy alta, tenia un extenso cabello lacio.
   Arrojó el corta papel al suelo y se sentó sobre el aire por un rato.
   Luego, después, cuando dejó de pensar, entre sus pensamientos, salpicón de recuerdos de toda su vida, por supuesto había estado su adorable e inolvidable perro Mac, se acercó a ella y permaneció por un instante observándola.
   –¿Qué mirás mi amor? –le preguntó ella.
   –¿Cómo hago para creer? –se preguntó él en voz alta.
   –Simplemente creé en mi –le respondió ella.
   –En voz –dijo él incrédul.
   –En lo que te digo, es verdad. Yo te amo. Pocas veces me enamoré a simple vista, y siempre acerté.
   –Siempre acertaste. Pero ahora no estás con ellos, ¿entonces que falló?
   –Yo los amaba pero uno me dejó, y otros dos murieron.
   –Ajá, ¿y de que murieron?
   –Cáncer. Camioneta.
   –¿Camioneta?
   –Si, a uno lo pisó una camioneta.
   –Ah –vociferó él, apenas sonriéndose. No sabía si había sido un chiste o si realmente ella así se había expresado.  
   –Se murió en un accidente –agregó ella mostrando el brillo de su media sonrisa.
   –Claro –dijo él.
   –Así fue  –dijo ella. Y se dispuso a preparar café, mientras yo tomaba uno en el bar del viejo hotel, y me sentaba, me acostaba o me suspendía en el aire. Es decir; pensaba.

   Pensar.

   Se piensa más de lo que se vive, y se ama más de lo que uno piensa.

   Abrí los ojos y terminé el café. Era de noche. La luna dormía en su nube favorita y Job también dormía en la casa de la recepcionista del sepelio. Soñaba con la posibilidad de no matarse aunque, cauteloso y desconfiando de su buena fortuna, no se tomaba tan enserio la idea. Ella soñaba con la muerte. Sí, sí; le encantaba la muerte, sino trabajaría en un salón de fiestas y no en un sepelio donde la muerte se pasea incansablemente.
   Mas tarde, a las nueve de la mañana precisamente, ella lo despertó con el desayuno en la cama, y Job se murió de risa, no creía que eso duraría demasiado; lo sentía desde el centro de su alma. Desde su alma emanaba la intuición que eso le señalaba, pero sin embargo él el momento disfrutaba. Después del desayuno, escucharon música y tuvieron sexo, y a la hora de almorzar tomaron cerveza, y más música y sexo. Era como si Job disfrutara de su propia despedida de soltero: dejaría la vida para casarse con la muerte.
   Aprovechando que los lunes ella no trabajaba permanecieron todo el día juntos. A la noche ella cocinó un pollo. Antes de introducirlo al horno le cortó la cabeza con mucho énfasis y regocijo.
   –En cualquier momento va a estar lista la comida mi amor –dijo ella– porque no vas abriendo un vino.
   –Sí mi amor ya lo abro –respondió él riéndose, y luego pensando en el fin de su vida: el final del dinero.
   Yo chequeaba los mails y no encontraba nada favorable con respecto a mi destino.
   Ahora me arrojaba en el bar del olvido.
   Bebí tanto que casi vuelo. La muerte es el sueño donde vuelo.
   El sueño donde vuelo.
   El sueño.
   La muerte.
   El vuelo.
   Donde.
   La.
   El.
   El sueño.
   El sueño donde vuelo.
   La muerte… es el sueño donde vuelo.
   Me levantaron de la butaca del bar donde me había quedado dormido, y me enfilé como pude hacia la calle.
   Cuando salí del olvido, me dieron muchas ganas de escribir, y pensé en mis libros y en la cantidad de alcohol que hay en ellos, no porque los halla concebido alcoholizado, sino porque ellos siempre piden cerveza, wisky o vino.
   Llegué al hotel y continué con lo que estaba escribiendo.
   Hice lo que quise con el tiempo y, por supuesto, a la hora de cenar Job ya se encontraba destapando un vino.
   –Aquí llegué mi amor –se manifestó ella cuando llegó de su trabajo.
   –Hice una tortilla de papas mi amor, espero que te guste –dijo Job sonriéndose.
   –Que divino mi amor.
   –Un divino total.
   –Totalmente.
   –Así es.
   –Sí, es así.
   Y comieron, y cogieron y bebieron: despedida de soltero. Mi mano sacudía la birome y mi cerebro finalmente no había encontrado nada nuevo.  









                                     CAPITULO 13


   La recepcioncita del sepelio intenta matar a Job, él se defiende y no permite que ella le robara la vida.
 “¿Qué querés hacer?, mi muerte es cuando se me acaba el dinero” –le había dicho antes de marcharse furioso rumbo al viejo hotel.
   “Te amo, pero… tenía que matarte” –le había dicho ella saludándolo, moviendo su mano izquierda.
   Job emprendió la vuelta al hotel repitiendo consecutivamente: “la felicidad queda muy lejos de acá, se termina el dinero y parto a otro lugar”.
   En un determinado momento sintió algo de calma. En un determinado momento se había cruzado con una mujer alta de extensa cabellera lacia.
   Cuando llegó al hotel se encontró conmigo en la entrada y me contó lo sucedido con la encargada del sepelio. Luego fuimos a la playa juntos.
    Aquí estábamos entonces arrojados sobre la arena cuando me quedé dormido y soñé con una mujer muy parecida a la que se encontraba Job cuando se sustraía del mundo. Al igual que él, yo podía vislumbrarla de espaldas. Ella era más baja y tenía el cabello a la altura de los hombros, pero la felicidad que emanaba era idéntica a la que emanaba la otra mujer. Al despertar me dije: “esa felicidad era de otro mundo, y grité extasiado”. A diferencia de lo que le sucedía a Job, yo si podía recordar aquella felicidad experimentada. Seguramente porque accedíamos ahí de diferentas maneras; Job lo hacía cuando se sustraía del mundo por medio de un terrible disgusto, y yo solamente soñando.

   A la noche cenamos juntos. Jugamos a las cartas y luego nos entretuvimos con una de las tantas mujeres que estaban siempre en oferta en el bar del hotel. Lógicamente él había elegido la del cabello más largo y lacio, y yo una con el corte a la altura de los hombros. El cabello no era tan lacio como la mujer que yo había soñado, pero otras opciones no había, así que tuve que conformarme.
    A las cuatro de la madrugada ya nos habíamos quedado dormidos.
   Al otro día amanecí extasiado de felicidad, es que una vez más había soñado con la mujer de cabello lacio a la altura de los hombros. Y Job se levantó con bastante calma espiritual. Sin duda la mujer alta de cabellos largos otra vez lo había soñado, y lo había soñado con mucha más potencia o cercanía.





















                                CAPITULO 14


   Hay que esperar que la luz por fin se encienda.
   Eso es lo que yo hago y lo que estoy haciendo en Venezuela. Hay que esperar que el destino se acomode y me regale su sonrisa más perfecta. Sin embargo a veces siento que también soy Job y tengo ganas de acabar en algún momento con mi vida.























                                       CAPITULO 15


   UN MES DESPÚES

   Todavía seguíamos ahí, en Macuto. La verdad es que el lugar nos había agradado bastante. Lejos de ser pretencioso con respecto al lujo y al mismo estrés que conlleva a mantenerlo vivo, Macuto era un oasis de calma donde la amabilidad y el buen humor de los lugareños proporcionaban el relax suficiente como para que a cualquiera le costara dejarlo.
   Nos habíamos hecho muy amigos, y Job estaba muy contento de haberme conocido; no obstante seguía con su legítima idea de abandonar su vida al extinguir su última moneda. También nos habíamos hecho amigos de las prostitutas con las cabelleras correspondientes que nos otorgaban, aunque sea, un poco de paz.
  














                             CAPITULO 16

DIEZ AÑOS ATRÁS

   Job se reía con Clara en el cine, disfrutando de una muy graciosa película. Ahora abandonaban el cine y caminaban abrazados contentos por las calles de la dicha, que de todos modos los conduciría tarde o temprano a un futuro muy poco sabroso o tal vez demasiado interesante refiriéndome al futuro de Job.
   Más tarde, luego del sexo imperdible como última función del día, apagaron la luz del cuarto. Se quedaron dormidos.

   Se prendió la luz del sol. Había amanecido, y ambos habían soñado, por supuesto, pero sólo Clara recordaba al menos uno de sus sueños: Caminaba por las calles del centro de la ciudad con un determinado hombre, tal vez el mismo que hoy la acompaña en su vida. Job no recordaba sus sueños o tal vez esa noche no había soñado. Tal vez sea la única o una de las pocas personas del mundo que en determinados momentos no sueñan porque alguien los está soñando.










                              CAPITULO 17


QUINCE DIAS DESPUES

   La verdad es que ya empezaba a cansarme de Macuto, y tenía ganas de volver a Buenos Aires para arrojarme nuevamente a las calles del destino y el azar de mi vida. Más tarde cuando Job regresara de la parte céntrica de Macuto le daría la noticia; también tenía pensado arrojarle la idea de que regresara con migo a Buenos Aires.
   En este momento Job  se cruza con el vagabundo Chali, este iba dentro de un patrullero de la policía, lo trasladaban de una cárcel a otra. Eso le dijo Chali a través de una ventana semiabierta, para luego decirle, agitando una mano a modo de saludo: “no hay nada más lindo que el futuro”, y Job, viéndolo en esas circunstancias, se sonrío bastante, casi convierte esa risa en carcajada.
   Chali desapareció de su vista y su cabeza ahora era invadida por las frases que a menudo se le infiltraban en su mente. Frases que alguna vez había leído como: “Soy parte de un deseo espacial, ojalá me vengan a buscar”. También lo invadían otras propias de él como: “la felicidad queda muy lejos de acá, se termina el dinero y parto a otro lugar”.
   Emprendió el regreso al viejo hotel.
   Llegó.
   Comió algo en el bar-restoran del mismo, y a la hora del postre decidió reemplazarlo por alcohol.
   Escuchó música y meditó. Pensaba, o se imaginaba a su antojo como sería la muerte.

   Alcohol.
   Música.
   Pensamiento.
   Alcohol.
              Alcohol.
                    Alcohol.
                          Pensamiento
                     Música.
              Música.
   Música.
   Pensamiento.
   Música.
   Alcohol.






















                             CAPITULO 18

UNA HORA DESPUES

   Bajé decidido a contarle a Job que volvería a Buenos Aires, cuando me resbalé y me golpeé la cabeza y partí de la tierra. Sencillamente había muerto. No esperen nada de mi. No pienso transmitir lo que siento ni contar como es todo esto.
   A decir verdad no es que no quiera pero siento con convicción que algo me impediría hacerlo. De todos modos voy a intentar arrojarles algunas palabras: mujer de espaldas con cabello a la altura de los hombros...
   Y tuve que parar de contar porque algo me estrangulaba, es decir impedía mi habla, no les voy a decir que me quitaba el oxigeno, por que eso sería una gran mentira. Acá es todo mucho más minimizado y escueto...
   Y tuve que parar devuelta. En fin, la cuestión es que el protagonista de mi destino, la lámpara que se prendería algún día en Buenos Aires, sería para otro. Digo otro refiriéndome a lo sentimental, en lo que a lo demás respecta sería yo por siempre. Mi literatura poblará al mundo de magia; la gente se subirá a mis alas olvidando o amando a la desgracia.
   Yo había dicho que debía esperar que la luz por fin se encienda y  el destino se acomode para regalarme su sonrisa más perfecta, y eso fue lo que sucedió aunque yo ya no esté en el planeta.
   Cuando Job bajó y me vio se sustrajo por última vez.
   Esta vez, dentro de esa felicidad, pudo descifrar o ser conciente que, fuera de esa esfera placentera, su vida era un verdadero espanto, así que prefirió permanecer ahí para siempre. La mujer de extensos cabellos, quién respetuosa a las parejas había comenzado a soñarlo cuando él se separó de Clara, se fundió en él. Ella lo había venido a buscar y él se dejó llevar.
   Ahora Job era parte de su vida suave, espacial y algo angelical. La muerte es el punto clave del azar, el sueño donde todos volarán…
   Y tuve que parar.

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