lunes, 12 de marzo de 2012

Amor esquizoide (Nouvelle)


            CAPITULO 1

   El invierno ya se había instalado, hacía rato, en las vidas de las personas. El frío era tremendo; entumecía las manos y congelaba los sueños, en un barrio determinado donde alguien, en ese preciso instante, se despabilaba.
   Eran las nueve de la mañana, cuando Eloy se despertaba, como siempre, debido al ruido del portón de su vecina, a la cual espiaba diariamente, enamorado y con lujo de detalles, a través de las celosías de su ventana. Una ventisca inoportuna le había irritado un poco el ojo derecho, pero, de todas formas, pudo continuar la indiscreción con el otro. Primero había observado sus piernas flacas y largas, embutidas en medias de lycra, beige. Luego su cadera, bien mantenida a pesar de los años, cubierta por una pollerita escocesa que la rejuvenecía de sobremanera, eliminando unos cuantos años de existencia. Después continuó con su espalda, con hombros puntiagudos, cubierta por una campera de jeans. Y por último, su cabello castaño, con los reflejos y las inquietudes de una mujer madura que se siente muy lejos de su juventud, exiliada de la vida, y fría, como un sueño muerto de miedo en la espalda sombría del invierno.
  Una vez que ella se marchó con su auto, cuya morfología reflejaba un diseño premeditado para adolescentes, Eloy cerró por unos segundos los ojos para recordar su rostro, ya que sólo había podido visualizarla de espaldas, y, suspiro de amor de por medio, se dirigió a la cocina para desayunar.
   Cuando las tostadas se hallaron bien crocantes y quemadas, se sentó a untarlas con mermelada. Las devoró en el acto y comenzó a leer un diario viejísimo, el mismo que leía todas las mañanas. A su lado, sobre otra silla, se encontraba un calefón en desuso que había sido reemplazado, hacía algunos años, por otro en óptimas condiciones.
   El diario le aburrió un poco, así que lo dejó de lado y comenzó a platicar con su calefón Guillermina.
   –Sí, claro, en el verano iremos a la playa, luces pálida y muy callada, el sol te va hacer bien. Te va a dar forma, y te van a crecer por fin las piernas.
   Guillermina, respetuosa y entumecida, con su carcasa  enlozada, lo observaba paciente desde la nada.
   –Hoy voy a comprarte un sombrero nuevo –continuaba–, te ves ridícula, así no podemos ir a ningún lado; después sabés bien que la gente nos señala con sus dedos malvados.
   Luego se dirigió al baño. Se reacomodó la cara desacomodada por su manera movediza de dormir; lavó sus dientes, como lo hacía siempre, con dedicación y paciencia, y, observándose en el espejo gastado por el tiempo inagotable de sus imágenes, se sintió firme y decidido para intentar relacionarse con la vecina, quien lo obsesionaba desde siempre, pero nunca había tenido el coraje y la decisión de engañar a su amor... quieto y sereno, destello de locura.
   Ella regresaba alrededor de las siete de la tarde y, entonces, ahí estaría él, preparado para intentar seducirla. Ahí estaría él, para darle un vuelco a su vida; su vidita extraña, atípica y controvertidamente verídica. Su vida fuera de lo que había sido antes de hallar la locura, antes de encontrarse irreconocible y feliz con su cabeza muerta, aquella que olvida el dolor, recuerdo que da lástima y lastima el alma.
   Ahora se encontraba limpiando su vieja moto. Día a día le proporcionaba cada vez más brillo. Encandilaba como una piedra preciosa y parecía un vehículo angelical.
   Una vez conforme con el resplandor de su moto, y habiéndola usado de espejo para acomodarse por última vez su cabello apenas largo y blanco, se montó y se marchó rumbo a la casa de Marvin. Unas veinte cuadras lo separaban del paradero de su gran amigo, ubicado justo en la orilla del océano y a metros del spa donde trabajaba dando clases de yoga, su vecina.
   Manejaba con su sonrisa incoherente, y emitía, cada tanto, algún gritito, algún silbido, algún cántico. Llevaba un gorro azul de lana, una polera negra, un gamulán marrón, sus piernas de jeans y unos zapatos sport negros. Era bastante discreto y, casi siempre, ocultaba el colorido de su condición mental.
   En un determinado momento, la imagen de Guillermina se manifestó en su cabeza, pues una serie de calefones, exhibidos en una casa de electrodomésticos, lo habían ligado automáticamente a ella. Sin embargo, intentó, con mucho dolor, esfumarla de su mente.
   Luego de avanzar los cien metros restantes, llegó a la morada de Marvin, que se encontraba en las profundidades de sus sueños, exteriorizándolos por medio de ronquidos densos que hacían crujir la cabaña.
   Después de acomodar su motocicleta bajo la sombra de un árbol, observó el mar, respiró hondo y se acercó a la orilla. Mojó sus pies, sin quitarse los zapatos, y se sintió por un momento purificado, hasta que extrajo, desde las entrañas de su ser mojado, algunos recuerdos difusos que lo trastornaban con una inexactitud fastidiosa.
   “¡Carajo!” –gritó y se sacudió la cabeza.
   “Está loco, se va a congelar”  –murmuró una anciana que paseaba a su perro.
   “Debe ser un drogadicto” –dijo un vendedor ambulante que vendía gorros y bufandas de lana.
   Se sentó observando el cielo y se distrajo al vislumbrar un barrilete que condujo su mirada hacia donde se encontraban unos pájaros superpuestos de amor. Los observó, se enterneció y se acercó a la cabaña de Marvin.
   Y sus puños golpearon la puerta y latió la casa y Marvin se levantó con taquicardia. Se colocó sus calzones, se quitó una legaña atroz, que parecía un gnomo y se acercó con pereza hacia la puerta. El recinto era un verdadero caos. En el suelo se encontraban latas de cerveza, ropa sucia, colillas de cigarrillos, platos de comida, preservativos e instrumentos musicales. En el techo, agujeros y telas de araña decoraban su pequeño cielo. Y en el baño había gérmenes y bacterias gigantes, que olían a tiempo muerto.
   Con un resto de pizza bajo uno de sus pies mugrosos, abrió la puerta, que crujió de una determinada manera, y se saludaron con un abrazo.
   Sobre la playa, sentados sobre un tronco, Eloy le contó acerca de su decisión de seducir a la vecina, y él lo alentó y lo aconsejó, mientras advertía que llegaba Julieta, desde las aguas, con su lancha celeste.
   –Ahí viene Julieta –dijo Marvin contento.
   –Es muy graciosa –comentó Eloy–, su cabello largo se enreda por el viento.
   Ella era muy simpática, divertida, de baja estatura, cintura diminuta, senos interesantes, cola bien lograda, tez transparente, ojos verdes y su cabello largo y blondo, realmente, en ese instante, se mezclaba con el viento formando una ráfaga dorada.
   Amarró la lancha y se aproximó a ellos. Cuando llegó y se colocó justo frente a Marvin, le propinó una cachetada. Él se sorprendió y Eloy se rió para transformar la agresión en caricia.
   –¿Qué pasó? –preguntó Marvin, ahora advirtiendo lo que había sucedido.
   –Ayer a la noche te vi –respondió exaltada.
   De todas formas su rostro se tornaba más sereno y comprensible.
   –¿Me viste qué? –se hizo el desentendido.
   –No importa, igual te quiero –y lo besó.
   Eloy se imaginó en la misma situación con su vecina y adquirió una migraña insoportable al recibir el peso de Guillermina sobre su cabeza.
   –¡Qué dolor! –se quejó
   –¿Qué sucede? –preguntó Marvin, sin sorprenderse.
   –Un ataque de migraña –explicó presionándose la cabeza.
   Y Julieta ofreció unas aspirinas.
   Una melodía serena, angelical, provenía desde un spa ubicado a unos cuarenta metros de ahí, donde Zoe, la vecina deseada, dictaba clases de yoga y meditación. Después de tomar una aspirina, se sintió atraído por el  sonido adormecedor que le alivianaba la jaqueca, y se acercó pausadamente hacia el lugar donde provenía el sonido. Producía pasos cortos y prolijos y no podía evitar la sonrisa ante el alivio y, luego, la desaparición total de la migraña.
   Al llegar al spa se detuvo y, a través de un cerco de cañas, la visualizó. El grupo de alumnos y ella estaban muy concentrados, dominados por el sonido sereno, en una de las posiciones del yoga. El lugar estaba colmado de almohadones, alfombras hindúes, velas, en ese instante apagadas, y algunos sahumerios encendidos que crepitaban en silencio y ahumaban la memoria del grupo. Ahí se podía despegar, olvidar y relajarse. Asesinar monstruos y dolores copiosos, y palpar el nexo de uno mismo en otro lugar del universo.
   Eloy observaba y se concentraba imitándolos, el humo se le introducía por las fosas nasales y sus ojos irritados se encontraban cerrados. Seguía la melodía como si fuera alguien que corría y corría en los rincones oscuros de la memoria.
   Al abrir sus ojos recibió la luz del día y la clase ya había culminado. Tras el cerco de cañas, sólo quedaban los almohadones serenos y las alfombras calladas. La música con su melodía viajera había desaparecido, y ahora, él, un poco desesperado, se refugió en el color blanco de Guillermina; blanco como la luna, la paz y la ternura. Regresaba gateando hacia donde estaba Marvin. Un  gorrión, rengo y cariñoso, aprovechaba su espalda, y la ternura, entonces, crecía con paz, en el blanco de la luna de la noche reciente.
   Al llegar a la casa de Marvin, notó que él ya no estaba, y observó el cielo, y gritó: “¡Carajo, ya es de noche!” Se le había hecho tarde para interceptar a su vecina como lo había planificado. Eran las ocho de la noche y el día había pasado volando, como un pájaro que observa la luna y se pierde vertiginosamente en el agujero blanco del tiempo.
   Tomó la motocicleta y se dirigió a los acantilados, donde se encontrarían Marvin y otros, jugando al revoleo. Una pequeña franja de arena separaba el mar de los acantilados y el juego consistía en arrojar objetos personales al mismo, que serían devueltos a la madrugada, al subir la marea; el ganador sería el que arrimase su objeto más cerca del acantilado.






















                  CAPITULO 2

   Se desplazaba sobre las calles tranquilas del barrio tranquilo; los faroles marcaban con luz suave el camino, y él observaba, por momentos, la vía láctea. En las esquinas, en los tachos de basura, se encontraban como de costumbre una cantidad importante de murciélagos que buscaban su cena antes que pasasen los recolectores de basura. Entre ellos siempre se podía divisar algún pájaro confundido y algún perrito perdido. En ese horario, los vecinos del barrio tomaban sus aperitivos en la acera y todo parecía armonioso con el sonido sereno de la existencia y el suspiro cósmico de lo inexplicable. Los niños jugaban a la vida y se intercambiaban el futuro; se arrojaban al suelo, jugaban al fin y al ebrio del abuelo. Absorbían, con su corazón, la luz de la luna, y ya comenzaban a palpitar por amor. Se trasladaban a un sueño incomprensible, estirando de a poco el lazo con sus padres, convirtiéndose en seres responsables-irresponsables, minuto a minuto, latido a latido, en la rueda del mundo..., la jaula del hombre, la ira de Dios.
   Ahora, sobre el acantilado, Eloy se reencontraba con Marvin, que guitarreaba, mientras otros se preparaban para comenzar con el revoleo. En el recinto se vendía carne asada,  bebidas, artesanías, postales para el recuerdo y maniquíes para el desconcierto. Había mesas y sillas y uno podía sentarse a disfrutar de la salida de la luna y observarla diferente a través de una copa de vino.
   La guitarra se agotaba, el sonido se adormecía, y Marvin disfrutaba de un delicioso vino con su estrambótico amigo.
   En un momento indefinido, mientras reían y platicaban, brindaron, y el ruido de las copas hizo un eco,  imperceptible y prolijo, en los acantilados de enfrente.

   Zoe se encontraba próxima a cenar. Su marido, sentado en una cabecera, leía y contaminaba el aire con el humo que desechaba su pipa. Una de sus hijas, quieta y muda, miraba fijamente una de las tantas flores estampadas en el mantel, entretanto la otra se hamacaba en la silla haciéndola crujir  para que le pusieran límites. Pero su padre se encontraba ausente y Zoe, menopáusicamente desconcentrada, tampoco veía ni escuchaba nada. La comida se enfriaba y a nadie le importaba, todos se sentían incómodos, extraños en el contexto vital que cruje, que observa, que fuma y desea. Zoe pensaba en uno de sus alumnos de yoga, y su marido, ya había pensado demasiado en su amante y comenzaba a quererla nuevamente.
   –Cariño –dijo.
   Y Zoe sorprendida preguntó inmediatamente qué le acontecía.
   Él le había propuesto la idea de ir al cine luego de haber terminado los postres, pero ella esquivó la propuesta argumentando que le dolía la cabeza, cuando en realidad le dolía la vida que se iba y la rutina: el estertor monogámico.
   Romina, al escuchar el pequeño diálogo entre sus padres, dejó de observar atontada la flor elegida, y Micaela dejó de hamacarse con bronca en la silla.
   Ahora Zoe estaba en el baño, se observaba en el espejo y el mismísimo reflejo de sus indecisiones la hacían sentir convencida para liberarse a su antojo. Emitió un grito muy bien cuidado, para que su decisión quedara bien guardada en el baño, y se sintió, por fin, relajada. Abandonó el  baño de sus sueños y se relacionó simpáticamente con los integrantes de su familia.
   –Me siento mejor –comentó.
   –Vamos al cine –expresó contento su marido.
   Romina sonrió y Micaela se sintió más fuerte.
   Más tarde, comida y postre extinguidos, familia muy normal, se dirigieron al cine, dichosos, a desparramar palomitas de maíz bajo un cielo esporádico.

   –Arrojó un zapato –dijo Eloy, observando a uno de los jugadores del revoleo.
   –Y, son jugadores empedernidos –dijo Marvin, si pudieran revolear el alma la revolearían; además, así es el juego.
   Luego otro arrojó una camisa, y posteriormente otro un sombrero. La condición del juego era esa, atuendos  personales recién desprendidos del cuerpo.
   –Estoy tan ansioso –dijo Eloy–, espero interceptarla mañana, espero no distraerme.
   –¿Y Guillermina? –preguntó Marvin, con una carcajada escondida.
   –Ella sabrá entender –respondió afligido–, de todos modos no sé si me voy a sincerar con ella; pero... claro, la mentira no me agrada ¡carajo! –y sintió una puntada en la cabeza, un golpe, y la voz de su madre que le decía: “¡Eso no se hace!”.
   –Siempre fuiste tan mujeriego, todavía me acuerdo de tu primer noviecita, desde ahí no paraste nunca de renovar a tus chicas. Decías la próxima es la mejor, la próxima va a ser perfecta.
   –¿Yo, chicas? –dijo desconcertado–, mi única mujer fue siempre Guillermina.
   Marvin hizo silencio, ya no deseaba hablar más en vano, así que tomó la guitarra y ejecutó un acorde para no sentir demasiado el vacío. Eloy cerró los ojos y disfrutó del acorde.
   Cuando abrió los ojos se erizó al vislumbrar un eclipse, al cual asoció inmediatamente con un amor imposible. La gente aplaudía y se vivía una fiesta; ruido de copas, vinos en bocas, magia, sueños, ambiciones del alma. En una mesa ubicada a espaldas de Marvin, una pareja de recién casados deseaba engendrar a su primer hijo, mientras que, por lo contrario, un hombre, ubicado en otra de las tantas mesas del mundo, deseaba separarse de su esposa, olvidándose de sus hijos. Marvin, con un nuevo acorde entre sus dedos, anhelaba  la fama y el reconocimiento como músico. Y Eloy. Eloy, confuso, dubitativo e incómodo, no comprendía qué le sucedía; no sabía verdaderamente si él era el que estaba deseando o si realmente había sido víctima del deseo; como si fuera una gripe, un virus, o un camión que se llevaría por delante a Guillermina.
   –Me siento enfermo –dijo.
    Marvin pensó: “¿más enfermo?” y preguntó:
   –¿Qué te sucede?¿Migraña insoportable, tal vez?
   –No, cargo de conciencia –respondió.
   –Pero olvidate, si Guillermina no te va a decir nada. No ve, no escucha, no frena, no dobla...
   Eloy se enfadó y, para que no estallase de bronca, Marvin lo calmó argumentándole que había sido una broma.
   Brindaron una vez más, y Eloy, contento, orgulloso y utilizando su cerebro colmado de células simbólicas de calefones brillantes, dijo:
   –Y no sabés como canta.
   Y Marvin ejecutó una seguidilla de acordes, una canción para la locura y el eclipse de todos. Canción en la noche serena, reflexiva y mansa. Noche para pensar y brillar por uno mismo bajo el ritmo poderoso de los astros, para sacar lo bueno de uno y ser conciente de que se ha nacido. La cabeza es un mundo privado sobre las piernas del desconcierto, un planeta diferente: gustos, costumbres, cultura, culturas, pensamiento, anomalías y secuelas de momentos ríspidos de la vida.
   Marvin recordaba el cabello largo y terso de su madre, quien había desaparecido en una época oscura, cuando él cumplía sus primeros cinco años. Recordaba, pensaba, y los acordes melancólicos esperaban un nuevo estribillo, una nueva canción, antídoto para el sufrimiento.
   Imaginaba su cara gigante en la luna y se sonrojaba de amor. Emitía un ronroneo lleno de deseos, porque todavía tenía la esperanza de encontrarla. Y cantaba y cantaba.  Cantaba para ella; casi siempre cantaba para ella, y más aún cuando soplaba fuerte el viento.
   Eloy, ahora, con el deseo a un lado, intentaba pensar en algo, pero se le dificultaba, no se sentía dentro de sí, así que, entonces, pensaba por otros. Observaba al resto de los comensales y recordaba un pasado a su antojo. Se entretenía. Jugaba a la novela con muñecos de la vida. Se creía dentro de sus cabezas gobernando sus mentes. Se creía Dios y no era para nada consciente que Dios gobernaba su mente.
  
























                                                     CAPITULO 3

   Zoe estaba sentada entre Romina y Micaela. La película comenzaba y su marido recién llegaba con las gaseosas, las palomitas y algunos chocolates. Al sentarse recibió algunos chistidos, porque tarareaba la melodía que florecía desde los parlantes; y luego de repartir las golosinas estiró su brazo por encima de Romina, para apoyar su mano, cariñosamente, en el hombro de Zoe, a la cual encontró dura y fría como una momia o una de las tantas columnas del cine.
   Romina disfrutaba de un chocolate y observaba la película contenta desde su círculo familiar, mientras que Micaela, la más grande, relajada y completa, pensaba en uno de sus compañeros del colegio, cruzándose las piernas para que uno de los dobleces del pantalón se le internase íntimamente en la cajita feliz.
   Zoe miraba, pero no miraba; su cabeza viajaba y la concentración se esfumaba. Recordaba su adolescencia, cuando no estaba atada a nada y se suspendía tiernamente en el aire reflejándose en los ojos de los chicos curiosos, ansiosos por su corazón. Recordaba y el recuerdo la atontaba. Sus hijas le hablaban y ella no escuchaba, porque miraba, pero no miraba, y no escuchaba, porque no se le antojaba.
   La película había resultado demasiado aburrida, así que, ahora, para compensar, se dirigirían a tomar un helado bien sobrecargado en obleas y chocolate rallado.
   –Un poco aburrida –comento Raúl.
   –A mi me gustó –respondió Zoe.
   Y sus hijas la observaron con gran desconfianza.
   –Vamos por los helados –dijo Raúl.
   –Vamos –gritó Romina, contenta.
   –Vamos –dijo Micaela, seria.
   Zoe sólo asintió con la cabeza.
   Se desplazaban a pie, visto que la noche se hallaba agradable para así hacerlo. Romina sobre los hombros de Raúl, y Micaela tomada de la mano de Zoe, que se desplazaba estrolada sobre sus zapatos etéreos. Ella ahora recibía la imagen de Eloy, imagen que emitía el saludo, atípico y cordial, de las tardes en las que se habían cruzado de ida o vuelta del  almacén ubicado en la esquina de sus hogares. A ella siempre le había resultado atractivo, a pesar de su extraña manera de relacionarse, incluyendo su saludo incoherente. Eloy al saludarla se esmeraba, pero sin embargo se ponía nervioso, su cabeza chisporroteaba, y decía cosas como éstas: “Hola, que tal, lindo día, el sol entre tus piernas, brillo por mi ausencia”, o, “buenas tardes, qué linda está, y... ¿las calles...? Claro, el asfalto; el asfalto es un desperdicio ético”, o si no, “buen día, ¿sus brazos son dorados?
   –Un helado de frutilla, vainilla... y... obleas, y pepas de chocolate –pidió Romina.
   –Uno de banana y leche de coco y todo –ahora había sido el turno de Micaela.
   Raúl no pidió nada para mantener joven su panza, y Zoe pidió uno dietético, bien frío.
   Minutos después se dirigieron a los acantilados. Raúl abrazaba a una Zoe tensa y callada. Las niñas tomaban la delantera, platicaban sobre cosas de señoritas, se reían y experimentaban frases nuevas en sus vidas. Estaban contentas; con sus padres abrazados sentían sólido el piso y se sentían seguras para lo que le deparase el mundo.
   Los acantilados se encontraban cerca y varios vecinos se desplazaban hacia allí, puesto que la noche se percibía sublime, debido a una reciente ráfaga de aire caliente que contrarrestaba el frío, provocando un clima perfecto, punto de cocción justo entre calor-frío, humedad-viento, luz de luna-oxígeno, rotación planetaria-relax íntegro del creador que descansa.






                                               CAPITULO 4

   –Qué bella noche –dijo Marvin.
   –Sí, hermosa –confirmó Eloy–, me encanta cuando todo parece quieto.
   –Y se respira alivio –continuó Marvin– y esperanza y se concentra en el estómago algo inexplicablemente bello.
   –Sí, qué noche generosa.
   –Es el clima que nos sobreprotege.
   –Como un padre –interpretó Eloy.
   –Y una madre –agregó Marvin, suspirando, y observó los astros para hallar el resplandor de la suya.
   –Creo que en algún momento tuve un padre –comentó Eloy–, pero no estoy seguro, o... a lo mejor no lo recuerdo.
   –Brindemos por lo que no sabemos y el maldito desconcierto –dijo Marvin.
   Y alzaron las copas.
   –Ahí viene tu vecina –señaló Marvin.
   Eloy reacomodó su camisa y engominó su cabello con sus dedos mojados en vino. Esperaba que ella se desplazara a su lado para saludarla seductoramente.
   –Cuidado que viene con su marido –advirtió Marvin.
   –Las mujeres son del viento –dijo Eloy, y culminó con su copa de vino, a lo grande.
   –¿Y Guillermina? –preguntó Marvin a la expectativa de su reacción.
   –También –respondió él, con dolor–, claro, y por eso trato que no salga de la casa.
   Marvin se puso nervioso por lo que podría llegar a decirle a Zoe, así que optó por alejarse. Fue a caminar por ahí, por allí, con la expectativa de encontrarse con algún otro amigo.
   Eloy observaba a través del reflejo de su copa; Zoe avanzaba preocupada y tensa, pero bella y librada al azar.
   Apoyó la copa y Zoe ya se desplazaba a su lado.
   –Hola, que tal –saludó, y ella lo miró con gusto–, la noche es tan bella como...  tu cartera.
   Ella se rió notando que su incoherencia, a la hora de saludar, había mejorado bastante, mientras que el marido se acercó para golpearlo, desistiendo luego, al asociar cartera con homosexualidad.
   Ellos siguieron su camino. Zoe, cada tanto, giraba la cabeza, y Eloy, asombrado de sí mismo por no sentir timidez, la saludaba como se suele saludar a la distancia; agitaba una mano como si estuviera espantando a un pequeño fantasma.
   “Me siento seguro” –pensó, y se preguntó si el vino sería el causante de su estado de ánimo, mientras llenaba nuevamente la copa.
   Culminó con el vino y observó la luna que se le borroneaba demasiado como para intentar descifrar algún tipo de mensaje en sus cráteres. Entonces, para mantenerse ocupado en su mesa vacía, intentó escuchar las conversaciones del resto de los comensales. Afiló sus oídos y empezó por una pareja de jóvenes que estaba ubicada justo frente a él. El muchacho, con mucha seducción entre sus labios, le decía a ella lo siguiente: “...y entonces a ver si el mundo existe, sólo, para que en algún momento estemos juntos”.
   Luego continuó con la mesa ubicada a su costado izquierdo, conformada por cuatro hombres de unos cuarenta y cinco años de edad. Platicaban ultimando detalles de un robo al banco ubicado en una esquina de las diagonales de la plaza central.     
   Finalmente decidió retirarse. Se levantó un poco mareado, pagó lo consumido y se lanzó a caminar.
   Contaba estrellas, se confundía y comenzaba de nuevo con el conteo. Se rascaba la cabeza y se volvía a perder nuevamente en el cielo. Respiraba hondo para minimizar el mareo y saboreaba el aire salado proveniente del océano. El clima, a pesar del frío que retornaba con la huída de la ráfaga cálida, le agradaba demasiado, así que decidió bajar a la playa para humedecer sus pies.
   Por fin llegó, luego de ejercitar sus piernas al bajar los ciento cincuenta peldaños de la gran escalera de madera, que daba acceso a la costa, y, exhausto, se aproximó al océano. Primero inmiscuyó sus pies, y, luego, paulatinamente, a medida que avanzaba iba desapareciendo del éter de la vida humana para encontrarse en un mundo diferente.
   Después de observar, con mucha aprensión, algunas especies,  recovecos y vértices escandalosos del mundo marino, salió a la superficie horrorizado, pues había imaginado algo que escapaba de los límites de su agrado. Se le habían presentado visiones escalofriantes provocadas por su pequeño monstruo, morbo que vive en los genes del hombre y se manifiesta cuando se duerme parte de la máscara.
  Se secó revolcándose en la arena y, por supuesto, todas las miradas de las personas aledañas recaían en él. Enarenado, entonces, emprendió el regreso a su casa. Quería acortar el tiempo en su cama, para interceptar por la mañana a Zoe en  la vereda. Una vez que los peldaños de la escalera quedaron atrás, llegó por fin donde se encontraba ubicada la motocicleta brillante. La encendió, se subió con lentitud, para no desprender tanta arena del cuerpo y así ensuciarla lo menos posible, y aceleró hasta su casa. Al pasar por la plaza, vio como asaltaban el banco y eso le pareció gracioso, así que se rió inflando sus cachetes al recibir una pequeña tromba de viento dentro de su boca.
   Al llegar a su casa, lo primero que hizo, luego de haber entrado la motocicleta, fue dirigirse a la cocina a beber un vaso de agua, para apaciguar la acidez que le había provocado el vino en su pequeño estómago. Abrió el grifo, se sirvió el agua, y notó que, a su espalda, la presencia de Guillermina era demasiado fuerte. Entonces pensó que estaría enojada por haberla dejado sola tanto tiempo, de manera que se acercó, la besó, la acarició, la abrazó y la meneó mientras le cantaba al oído ejecutando un delicioso vals genuino.
   Ahora, más relajado y con el estómago un poco aliviado, se dispuso a buscar finalmente el sueño en el fondo más íntimo de su cama, para acortar el tiempo, claro, e intentar, con mucha dificultad y culpa, traicionar a Guillermina.

  
  




















                                                           CAPITULO 5

   En la plaza central se vivía un clima de tensión bastante importante. La policía rodeaba las inmediaciones del banco exigiéndole a los delincuentes que se entregasen.
   Astutamente ellos pudieron escaparse por una claraboya que los libraba a un campo abierto de techos y tanques de agua. Se desplazaban felices con sus botines al hombro, aunque un poco intranquilos, porque aún no se encontraban a salvo.
   Al descender del último techo, sobre la calle paralela al banco, decidieron tomar rehenes para escudarse en el caso de ser localizados. Y así lo hicieron cuando detuvieron a un auto que se trasladaba por esa misma calle. En éste se hallaba una pareja de jóvenes; los mismos que estaban en el bar de los acantilados junto a ellos.
   Uno de los delincuentes tomó el mando del auto y los jóvenes fueron alojados y encañonados, agachados, en el piso de la parte trasera.
   Ellos se observaban aterrados, amándose, no sabían qué sucedería con sus vidas y la incertidumbre los destruía minuto a minuto. Sin embargo, en breve, se tranquilizaron, cuando el líder de la banda les pagó por los servicios “prestados”.
   “Qué ladrones morales” –pensó el joven.
   “Es lo mínimo que se debe hacer con un rehén, tendría que estar incluido dentro de los derechos humanos” –pensó la joven, mientras contaba los billetes. Pero luego recapacitó y se dijo: “ningún delincuente respetaría tal derecho”
   Avanzaron cinco cuadras o quinientos metros tirantes, y aún no se les había presentado ningún inconveniente.
   Los delincuentes pensaban en qué gastarían los cien mil dólares, hasta que el sonido ensordecedor de un par de sirenas de patrulleros les hizo pensar que a lo mejor no podrían gastarlos. Avanzaron nerviosos algunas cuadras más, y los patrulleros, desplazándose sobre la calle paralela, no podían divisarlos. El líder tomó como resolución la idea de abandonar el auto, teniendo en cuenta la posibilidad de que algún testigo hubiera colaborado con la policía.
   Se bajaron del auto e irrumpieron en la casa más cercana. Era una gran puerta blanca, de una casa vieja y bella, aunque muy despintada, la que recibió el balazo en la cerradura. Era la casa de Eloy, que en ese momento se despabilaba, una vez más, en un nuevo día de su vida sostenida por un hilo. Se desperezó por unos segundos mientras pensaba que tal vez aquel ruido no habría sido el del portón de su vecina, y ahí fue cuando se topó con los cuatro ladrones y los jóvenes, y les dijo:
   –Yo los conozco del bar, escuché algo de lo que hablaban. Y a ustedes –y los señaló– además los vi robando el banco, me parecieron muy graciosos, quiero una de esas máscaras.
   De inmediato el líder le facilitó una.
   –Muchas gracias, ¿pero, qué hacen por acá? ¿No habrán arrojado la calle dentro de mi casa?
   –Por así llamarlo –respondió el líder–, de todas formas tenemos plata para usted.
   Y Eloy recibió unos diez mil billetones en una bolsa negra.
   –Guau –se expresó–, entonces seguramente la calle está atravesando mi casa. La soledad... se va a ir al carajo, pero... claro, no voy a tener intimidad con Guille.
   –¿Guille? –preguntó uno.
   –¡Guillermina! –especificó Eloy, con los bellos de su cuerpo erizados, producto de la estática del amor.
   –Ah, es la mujer –agregó uno.
   –Si, ella está siempre en la cocina –comentó Eloy.
   –Entonces que nos prepare un té –solicitó el líder.
   –No, esas cosas las hago yo –dijo Eloy–, ella no tiene extremidades.
   Todos se miraron apenados. El líder, quebrado y al borde del llanto, le obsequió diez billetones más. Eloy los recibió contento y pensó en sus vacaciones. Ellos se sentaron en los sillones del living para relajarse y distenderse un poco. Eran las siete de la mañana y los ladrones habían decidido dormir ahí y resolver luego cómo seguirían con el asunto. Dos de ellos utilizaron como cama los sillones; el líder y el restante la alfombra, y la parejita el cuarto de servicio.
   Eloy, ahora, sólo esperaría; haría tiempo girando sobre su eje incoherente, se armaría de paciencia hasta la hora oportuna, mareándose para calmar su ansia.

   Una hora después se desplomó en el suelo y permaneció media hora recuperándose. Posteriormente se dirigió a la cocina a preparar tostadas y saludar a Guillermina con un beso como suele hacerlo a diario. Prendió la luz, la saludó; prendió la hornalla, colocó la tostadora y futuras tostadas.
   Las untó, se sentó despacio y, todavía mareado, no estaba en condiciones de contarle a Guillermina acerca de la plata que le habían abonado por aceptar que la calle entrase a la casa.
   Finalmente abrió la boca.
   Luego de quince minutos de charla tendida como  campanas de goma bajo el agua, tomó el diario de siempre y, sin sus lentes para la lectura, leyó algo con fabulosos avances y síntesis de su periferia desconocida, la realidad, el gran planeta demente. Luego se concentró para escuchar el ruido lindero, pues sólo faltaban algunos minutos para que Zoe imprimiera sus huellas digitales sobre el portón, el cual se trababa adecuadamente cerrándolo con violencia.
   Se alejó de la cocina para evitar la presencia de Guillermina y se detuvo en su cuarto, cerca de la ventana con las celosías entreabiertas. Escuchaba inevitablemente el tic tac de su viejo despertador oxidado y esperaba ansioso el ruido.
   Tic tac por aquí, tic tac por allí, y ahora sí, el ruido destelló allá, en la intemperie, donde Zoe centelleaba bajo la luz del sol de un hermoso día.
   “Ahí está” –dijo Eloy, y se dirigió a la acera a interceptarla.
   Empujó la puerta con la cerradura violada, y no se sintió seguro ni decidido como se había sentido la noche pasada en los acantilados, sin embargo, se acercó a ella, que se encontraba próxima a subir al auto y la saludó con un beso  como si entre ellos sobrase la confianza.
   –Hola, buenos días –respondió Zoe, contenta y sorprendida, y le preguntó si sabía algo acerca de lo sucedido con respecto al disparo en la noche.
   –Están haciendo una reforma en la calle –respondió él–, una extensión o... un callejón.
   Zoe observó los alrededores, desérticos en máquinas mezcladoras y bolsas de cemento, y pensó que a lo mejor le había hecho un chiste, de manera que se sonrió un poco mientras trataba de descifrar la humorada. 
   –¿Vamos al bar de los acantilados? –la invitó Eloy, sacando fuerzas desde las entrañas de la tierra.
   Ella se sonrojó, su cara se tornó maravillosamente violeta, y le respondió:
   –¿Y cuándo?, no sé si debo.
   –Sí, debe –respondió, ahora sin inhibición alguna.
   –Y, bueno –dijo ella.
   –Y claro –agregó él.
   –Y, sí –dijo ella, un poquito enamorada.
   –Y, sí; a las ocho en el bar –indicó él, y ya se le empastaba  algo en el cerebro– claro, la vista... qué buen momento,  los acantilados, ¿cuando sueño, mastico estrellas mientras duermo?
   Ella miró hacía otro lado, por si acaso se le escapara una carcajada, y él continuó la plática:
   –El horno es lindo para un nido, yo la vi descalza, sobrevolaba a un padre conocido; cuchillo, cajón y vino.
   Ella ahora lo observaba con ternura, advirtiendo su demencia prolija, visto que él estaba con su ropa reluciente, sentado, calmo y sereno, sobre el cordón de la vereda.
   –¡A las ocho! –le gritó ella, para sacarlo del trance.
   –Sí, claro, mujer, a las ocho en los acantilados.
   –En el bar –especificó ella.
   –Ah, bueno –respondió él, le había gustado la idea.
   –Chau –saludó ella.
   –Hola –saludó él.
   Zoe sonrió y se marchó en su auto. Él entró a su casa contento sobre su calle entrante.
   

 


















                                                           CAPITULO 6
 
   Dos años atrás, fue cuando Eloy sufrió una importante distorsión en su materia gris, producto de su cabeza usurpada por los efectos del horror, y adquirió una nueva concepción de la vida. Fue un día en el cual, aburrido y solitario, observaba su cómoda de cuatro cajones y sintió un impulso desesperado, una atracción hacia ellos; una atracción escalofriante, pero inevitable, una atracción complicada, escamada, delicada.
   Al abrir el primer cajón se sintió bastante incómodo y tomó unos chiches, que se encontraban mezclados entre algunas medias, calzoncillos y cinturones, y lo cerró sintiendo una extraña sensación por dentro. Luego, al abrir el segundo,  encontró solo un muñequito acuoso, de cuando era niño, que le humedeció un poco la memoria. Después abrió el tercero, y, al revolver, encontró de todo: fotos tristes, postales de la mentira, cajas de profilácticos vacías, desodorantes acabados, pañuelos descartables, caramelos petrificados, collares abandonados, llaves muertas y una cantidad considerable de murmullos y pequeñas voces con olor a muerto. Posteriormente, una vez cerrado el cajón, que le produjo náuseas y mareos, fue entonces cuando, en el cuarto cajón,  halló, simplemente, la locura.
   Locura: Lotería de vivencias, girar de la moneda, destino y sus secuelas.
   Como la muerte, en cada esquina, aguarda. Debajo de las camas y en las duchas; en los autos, en las rutas y en los campos. Donde sea que haya oxígeno. En invierno y en verano; en las cómodas, zapatos y estropajos. En los sueños, en los llantos y en los cantos solitarios.
   Cara de mujer dudosa, cara de la muerte enloquecida espera en las manos del creador. Entidad que se contrae, se expande, se extiende y se divierte en los sueños de la gente. Le roba el alma y la devuelve bruscamente. Los destapa mientras duermen con su ser inocente. Sacude sus cabezas, revuelve sus sesos y acelera sus corazones, para que, consecuentemente, se despierten sobresaltados, o sufran de jaquecas durante el día, o dejen de querer a alguien, o sientan una angustia inexplicable hasta perder la razón.






                                                CAPITULO 7

   Los delincuentes y los rehenes charlaban en el living.  Muy relajados ellos disfrutaban de sus chistes y anécdotas como si fueran amigos desde siempre.
   Eloy se integró al grupo y se sintió muy a gusto, alejado de la soledad.
   “Es una calle llena de amigos” –pensó, y trató de recordar el horario en el cual se encontraría con la vecina.
   –Bueno, nos vamos –dijo el líder.
   –Pero volvemos mañana –dijo otro de ellos.
   –Sí, claro –dijeron los jóvenes.
   –Por supuesto –afirmó Eloy.
   –Bueno, nos vamos –reiteró el líder–, mañana a la hora del té regresamos.
   –Nosotros también nos vamos –dijo el joven.
   –Y yo me quedo no más, no menos es mucho más que un bledo –agregó Eloy.
   Todos rieron de una manera forzada y se marcharon luego de haber saludado.
     Eloy comenzó a limpiar su motocicleta. Una vez removida la arena con un plumero, la lustró nuevamente y permaneció observándola por algunos minutos. Luego la acarreó hasta la acera, y la encendió para emprender su paseo diario, sin advertir que, a unos metros de distancia, una señora lo observaba con malicia. Se dirigiría al mar como solía hacerlo siempre por las mañanas. Antes se demoraría unos minutos en el banco para cobrar un subsidio que le había otorgado el estado hacía cinco años, ya que en dicho país no estaban permitidos los psiquiátricos. Aparte del subsidio, las personas con características similares a las de Eloy, recibían dos visitas semanales por parte de profesionales adecuados para cada caso en específico; y  en caso de soledad rotunda eran visitados por trabajadores o trabajadoras de la noche, o asistentes sociales con libros de cuentos bajo el brazo. Eloy había rechazado ese tipo de visitas por respeto a su mujer enlozada, el amor que no escapa, y sólo había aceptado con desconfianza la visita de un psiquiatra, sin saber, por supuesto, de qué se trataba.
   La plata que cobró en el banco la regaló de inmediato, por  que no la sentía imprescindible luego de haber recibido tanto dinero por parte de los delincuentes o, según él, los constructores de la extensión de la calle dentro de su casa.
   Finalmente llegó a la costa. Dejó su motocicleta en el lugar de siempre y ahí no más estaba Marvin cantándole una canción de su autoría a Julieta. Canción inspirada en lo que había dicho Eloy en el bar de los acantilados: “las mujeres son del viento”.
   Los acordes sonaban devastados y la melodía triste se desplazaba agazapada sobre la superficie del océano, mientras Eloy escuchaba atentamente la letra:

Oh nena
en los cielos de mi lujuria,
arráncame de este infierno circular,
llévame hacia otro lugar,
desgarra mi alma impura,
abrázame para extirparme el mal.

Nena del viento,
sueño inesperado, llanto purificante,
intérname en tu corazón de sol;
enséñame el bien, corrígeme con amor
y elévame sobre tus brazos
alejándome del dolor.

Oh nena
en los cielos inmaculados del mal,
arráncame de este  océano infernal
llévame hacia otro lugar,
ilumina mi alma oscura,
apártame de la realidad virtual.

Oh nena del viento
del sueño que me salva,
oh nena del tiempo
del mundo de mis palabras,
Oh nena...
Oh nena...

   Eloy se había sentado con ellos al lado del fogón, y ahora la canción culminaba lentamente, hasta hallar un silencio muy acogedor.
   Julieta enternecida, enamorada y bella, lo abrazó para contenerlo, pero, sin embargo, Marvin ya comenzaba a pensar sobre la droga que consumiría a la noche.
   –Canción impecable –halagaba Eloy–, pero yo soy el dueño de los vientos.
   –Las mujeres son del viento, –dijo Marvin–, claro, son de todos y en consecuencia, no son de nadie. Esta mujer seguro que en cualquier momento se va, se vuela al carajo.
   Julieta lo observó irritada y Marvin destapó su petaca de whisky.
   –Como una garza –dijo Eloy.
   –Como una garcha –agregó Marvin, y sorbió de la petaca.
   –Ya estás borracho –le dijo Julieta enojada, y se marchó en busca de su lancha.
   –Vez, ahí se va –dijo Marvin.
   –Y sí –dijo Eloy–, las mujeres y las lanchas son del viento.
   –¿Y las lanchas y las garchas? –dijo Marvin sonriéndose.
   –Y los océanos y los mundos –agregó Eloy.
   –Tomá un trago –ofreció Marvin su petaca.
   Pero Eloy no aceptó y se acercó a la orilla del mar. Antes de arribar a la misma, una ventisca filosa lo atravesó. Cuchillo de viento de su pasado cruel. Pasado infernal, incomprensible y letal.
   Pasado. 
   El pasado que vive en la conciencia de la gente, para remontarle una sonrisa, enternecerlo, o destruirle cada día de su vida.
   Pasado.
   Sombra áspera y dulce de lo vivido, que avanza y llora como un niño perdido en el laberinto del olvido.
   Pasado.
   Poseer un pasado es lo más extraño que le pudo haber sucedido al hombre.
   Individuo.
   Ser humano.
   Toda persona se halla enferma y, portadora de un pasado en la memoria que no duerme, avanza hacia la muerte; sonrisa eterna, alivio permanente.






                                                           CAPITULO 8

   Arrodillado sobre la orilla del mar, mojaba su cara y respiraba el aire puro, para lograr, a duras penas, que en su cabeza no estallase una bomba. Marvin lo observaba a través de una llama translúcida y comenzaba a temerle a la locura. Observaba a sus alrededores, alerta, como si pudiera ser emboscado por la misma, y bebía de una nueva petaca, para incrementar el grosor de su escudo.
   Cuatro personas se acercaron a calentarse al fogón. Marvin sintió un poco de miedo al principio, pero luego se tranquilizó al divisar clemencia en aquellos ojos extraños. Eran los ladrones del banco, quienes, en ese preciso instante, se encontraban abrazándose con Eloy, recién integrado al fogón.
    Los seis bebían champán contentos y respiraban una armonía amistosa, que les llenaba los pulmones de dicha. El sol perforaba a una nube en seis agujeros idénticos, y ellos, bajo un paisaje de vino efervescente, brillaban envueltos de magia divina.
   Así permanecieron, iluminados, durante algunos segundos, hasta que dos personas más se integraron al grupo. Eran los jóvenes que habían sido tomados de rehén; y, entonces: abrazos y alegría, bebida y armonía; rito amistoso, coraza ante la vida.
   Marvin aplicaba sus acordes más preciados y todos cantaban y reían para prevenir tumores con pastillas de alegría. Eran un pequeño club, una bola compacta y terapéutica, donde Eloy se sentía muy a gusto, pero sin dejar  de lado en ningún momento la atracción por Zoe y, mucho menos, el amor por Guillermina. Cada tanto volteaba su cabeza para imaginarlas sobre el océano y volvía nuevamente a integrarse a la esfera terapéutica, que, por cierto, era mucho más efectiva que las visitas semanales a su domicilio.
   El líder le pidió a uno de sus secuaces que trajera otra botella de champán del auto, y así permanecieron en la esfera durante un par de horas. Luego se marcharon a sus respectivos hogares –finalmente no se encontrarían a tomar el te–, y frente al fogón extinguido se encontraron Marvin y Eloy solos.
   –Hoy me encuentro con Zoe –dijo Eloy.
   –¿Con Zoe? ¿Tenés una cita? –preguntó Marvin.
   –Sí, creo –respondió dubitativo– y... no recuerdo exactamente la hora.
   –¿Y dónde se encuentran? –preguntó, con un bostezo de por medio, y se desplomó para dormirse una siestita borracha.
   –En los acantilados. Debe ser en el bar –y también se dejó caer en el suelo arenoso para descansar un poco.
   Descansaban arrullados por el canto suave de algunos pájaros, y el alcohol en sus venas generaba la temperatura necesaria para que no sintieran frío. Sus sonrisas eran amplias y sus almohadas vidriosas, pues habían utilizado como tal, las botellas de champán. Lucían devastados, sinceros y frágiles. Parecían dos muñecos muertos en la porción más delicada de la torta del mundo.

   Eran las cuatro de la tarde cuando se levantaron famélicos, con un pequeño fuego interno.
   –Deberíamos comer algo –dijo Marvin.
   Y Eloy asintió que sí con la cabeza, entre tanto descubría que por la calle circulaba un vendedor de sandwiches.
   –Señor vendedor –convocó entonces.
    Y así solucionaron el tema del almuerzo y la merienda, de un tiro.
   Comieron demasiados sandwiches, a tal punto que sus panzas hinchadas parecían dar a luz un escándalo.
   No se podían mover de tan pesados que se sentían y de hacerlo era probable que sucediera lo indeseable, así que reposaron media hora más, para luego sí, abandonar la playa sin ningún percance.
   Transcurridos los treinta minutos, Marvin se regresó a su cabaña y Eloy emprendió el recorrido rumbo a los acantilados.
   Mientras recibía el viento helado en su cara y aceleraba y embriagaba a medida que el motor se lo solicitaba, trataba de recordar el horario en el que se encontraría con Zoe y observaba cosas muy peculiares en las cuales ningún ser se detiene a dedicarles su tiempo. Posaba sus ojos en buzones, alcantarillas, baldosas, contenedores de basura y cordones  entre otras cosas, y a veces posaba sus ojos en algunos pájaros o palomas, para permanecer ciego por algunos segundos.


















                                                           CAPITULO 9
  
   Llegó al bar de los acantilados y se alojó en el lugar que le había resultado más atractivo; eligió una mesa ubicada al borde del abismo. Esperaría el tiempo necesario para que Zoe apareciera. Mientras observaría el océano y vislumbraría algunos pájaros. La vista desde ahí era grandiosa y la altura, más seductora que nunca, atraía peligrosamente a la gente, sensación de susurro sensual manifestándose desde el océano.
   Bebía jugo de naranja mientras disfrutaba del vuelo de una pareja de zorzales. Cuando estos desaparecieron, se agachó para observar el estado de las patas de las mesas y las sillas del lugar. De ese modo se demoró un rato, y luego mucho más, para estirar el tiempo, claro, y que todo sea más llevadero.

   Un viejo reloj, ubicado dentro del bar, marcaba el número ocho, y allí se acercaba Zoe, puntual, radiante y rejuvenecida, aunque un poco nerviosa por los golpecitos mentales que le provocaban las expectativas. Caminaba con cierta prestancia y una sensualidad totalmente remozada. El ruido de sus tacos sobre la acera era agradable y la inocencia de su sonrisa era la que le quitaba los años de encima.
   Se acercó hacia la mesa donde estaba ubicado Eloy,  y saludó:
   –¡Hola!, llegué puntual.
   –Sí, como un zorzal  –contestó él.
   –¿Los zorzales son puntuales? –preguntó ella mientras tomaba asiento.
   –Y claro, todos los pájaros son puntuales –afirmó con toda seguridad.
   –¿Y puntuales para qué? –inquirió ella, con suma curiosidad.
   –Y... para sus tareas cotidianas –explicaba con seriedad–. Para buscar sus alimentos o ir de paseo o construir sus nidos. Ellos tienen todo muy bien organizado y esquematizado.
   Zoe escuchaba contenta y hacía fuerzas para que continuara así, sin desvariar al menos por un rato.
   –Y una vez vi a un pájaro borracho con ruleros que quería asesinar a otro con un utensilio... filoso.
   “Uy ahí comenzó a delirar” –se dijo ella, y pidió una cerveza.
   –Que sean dos –agregó él, y abandonó la plática.
   Silencio.
   –¿En qué pensás? –preguntó ella.
   –No, en nada –respondió él.
   Y llegaron las cervezas.
   –Bueno, brindemos por..., por esto –propuso ella.
   –Por este momento –afirmó él.
   –Y claro –dijo ella. 
   –Y claro que sos hermosa –remató él.
   Y a ella se le puso la piel de gallina, de amor.
  –Gracias, y vos también sos muy guapo –se expresó con timidez, como si fuera una jovencita.
   El bebió un sorbo de cerveza y comenzó a sentir cargo de conciencia.
   –Voy al baño –anunció, y se puso de pie.
   Zoe, todavía erizada, pensaba cómo le diría a su marido que andaba con muchas ganas de separarse.
   En el baño, Eloy, luego de desagotar su vejiga, golpeaba su frente con los azulejos, para quitarse a Guillermina de la cabeza.
   Ahora, de regreso a la mesa, se encontró con Zoe sorprendida.
   –¿Qué te pasó? – preguntó ella preocupada.
   Y recién ahí, en ese mismo instante, Eloy comenzó a sentir un chorro de sangre que caía sobre su rostro.
   –Ah, claro, me golpeé con una lámpara –explicó, mientras insertaba un dedo en la fisura de su frente para que no corriera más sangre.
   Ella tomó un pañuelo de su cartera y lo asistió hasta que la herida coaguló lo suficiente como para que no derramara más sangre.
   –Hay que tener cuidado con las lámparas –dijo ella.
   –Sí, sí, están por todas partes –y observaba a sus alrededores.
   Ella atinó a reírse confundida.
   –Pero por suerte –continuaba él– estás vos para curarme, preciosa.
   –Y claro, dulce –deslizó ella de su boca pintarrajeada, mientras en su interior, latía un corazón nuevo.
   –Dulce de leche eres tú –le dijo con una lingüística un tanto española, ya que en algunas oportunidades solía dirigirse de esa manera.
   Ella lo miró con dulzura y se tomaron de las manos. En el centro de la mesa había una pequeña vela encendida, porque todo era romántico y la luna y la música del amor lo afirmaban.
   No emitían palabra alguna, y lo único que se escuchaba era la música del amor en sus oídos. Sólo se miraban fijamente a los ojos. Ella se veía reflejada en uno de sus ojos, y en el otro veía reflejadas a sus hijas. Él también observaba su reflejo en uno de sus ojos, y en el otro recién brotaba la inevitable imagen de Guillermina impecablemente lustrada.
   –Vamos a caminar –propuso Zoe inquieta, como toda mujer que no sabe realmente  adonde quiere llegar.
   –Es una gran idea, y la idea es que vayamos a caminar –dijo Eloy, mientras hacía un ademán llamando a la mesera.
   Ella se rió del juego de palabras y pensó que en los momentos de coherencia, él era bastante inteligente, sensato y gracioso.
   Llegó la mesera. Eloy pagó con un billete gigante, y la mesera se sorprendió, emocionándose, cuando él le dijo que se quedara con el cambio.
   Caminaban tomados de las manos, a Zoe ya no le importaba en absoluto qué diría la gente, y Eloy sabía muy bien que Guillermina no salía para nada de la casa.
   –¿Qué querés que te compre? –le preguntó él, contento.
   –No, nada, ¿por qué? –preguntó ella.
   –Porque tengo el dinero para lo que sea –explicó chistosamente, con un tono soberbio.
   –¿Y de dónde lo sacaste? –preguntó ella curiosa.
   –Me lo dio la gente de la municipalidad, o del banco –refiriéndose a los ladrones de banco- pero... ya no recuerdo porqué.
   –Ajá –dijo ella.
   Y justo frente a ellos, a unos treinta metros de distancia, se acercaba su marido bastante enfadado.
   –Ahí viene mi marido –dijo Zoe, sintiéndose muy incómoda.
   –Y, qué se joda –dijo Eloy, y apretó bien fuerte su mano.
   Su marido comenzó a correr, y, como si hubiera recapacitado, se detuvo justo antes de golpearlo.
   –No, está bien –dijo– vos no tenés nada que ver, sos tan sólo un loquito; pero... en cambio, ella…, creo que ahora es la que está realmente mal de la cabeza.
   –Si, está bien, como quieras llamarlo –dijo Zoe, con voz fuerte–, pero mañana mismo empezamos a tramitar el divorcio.
   –¡Me cago en Dios! –dijo furioso el marido y pegó la vuelta.
   Ellos se abrazaron, se besaron y, con locura o sin locura, sentían que el mundo se había encendido para ambos.
   –Esto es como un viaje –gritó Eloy desconcertado por el sabor de un beso concreto.
   –Y para mi es un viaje hacia atrás –expresó Zoe suspirando.
   –Atrás, atrás, atrás; mi mamá me va a matar –vociferó Eloy.
   –¿Qué dijiste? –inquirió Zoe, con sospechas acerca de una conexión entre la madre y la locura.
   –Y… algo que rime con atrás.
   –¿Te gustan las rimas o... los juegos de palabras?
   –Sí, a veces, no sé; no estoy muy seguro, creo que se me escapan, es como si se me abriera la boca y desde la garganta se dispararan las palabras.
   –¿Garganta? –se entrometió un muchacho, que se desplazaba por allí vendiendo rosas con un poema abrochado en el tallo.
   –Sí, garganta, ¿y qué? –preguntó Eloy.
   –Escuchen esto –sugirió, y comenzó a leer uno de sus poemas:

                           Enferma es la palabra

   Enferma es la palabra que se mueve en tu garganta, y la voz del tiempo en la memoria de Dios se contrae, temerosa, porque la vida se deforma y se expande entre tus garras, donde la belleza se desplaza cómplice, seduce nuevas víctimas, les da brillo, las domina y las acomoda frente al abismo: tu garganta enferma y la palabra ácida que las elimina.

   Enferma es la palabra en el papel que se incendia, y los niños juegan al bombero y las madres lloran, porque no hay dominio en las mareas asesinas, y los soles duermen congelados y la dicha se derrumba y la magia es un espejo que destella dardos y la muerte no era muerte y la vida, una vez más, se tuerce.

   –Divertido –expresó Eloy.
   –Bueno yo se lo compro, sino quién se lo va a comprar, nadie va a regalar una flor con eso, no son muy compatibles que digamos –dijo Zoe, y le compró la flor con el poema adjunto.
   El poeta se marchó, Eloy recibió la flor que le obsequió Zoe, pero un fuerte viento remontó la rosa por el aire arrojándola al océano.
   –Las flores son del viento –murmuró Eloy.
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                                                CAPITULO 11

   Caminaron durante algunos minutos sobre la playa, y luego  tuvieron que separarse, porque Zoe debía regresar a cenar con sus hijas. Previamente habían acordado encontrarse, al otro día, en el mismo lugar y en el mismo horario.

   Por otra parte, los ladrones de bancos se encontraban inmiscuidos dentro de la mansión de un narcotraficante dispuestos a saquearla. Y así lo hicieron, luego de haber amordazado a los custodios del lugar.

   Marvin compraba algunas drogas en el centro de la ciudad y hablaba por su teléfono celular mintiéndole a Julieta.
   –Sí, termino de cenar con mi abuela y nos vemos –le decía mientras guardaba unas pastillas en sus bolsillos.
   Y ella le contestaba con ternura:
   –Bueno, te quiero mucho, no tardes.
   Al terminar con la comunicación, Marvin zambulló una de las pastillas coloridas en su garganta. Pobre, no sabía más que hacer para recordar la imagen difusa que había poseído de su madre cuando era aún muy muy pequeño.
   Luego de despedirse del proveedor del asunto, se montó en su bicicleta y comenzó a desplazarse con mucha calma aguardando que el efecto de la pastilla dominara su cabeza.
   En un determinado momento tuvo que detenerse, se sentía realmente extraño. Se encontraba cerca del bar de los acantilados, así que decidió trasladarse ahí a pie, para tomar asiento y concentrarse en la búsqueda de la imagen de su madre.
   Ni bien llegó, pidió, como pudo, una gaseosa y unas papas fritas, apoyó la bicicleta a su lado y orientó su mirada hacia el inmenso océano.
   En cinco minutos la gaseosa y las papas fritas se hicieron  presentes en la mesa, y él aún no se sentía cerca de su madre. Consecuentemente arrojó otra de las pastillas dentro de su boca y bebió un poco de gaseosa para aplacar la enorme sequedad de su garganta.
   Imagen equivocada sobre el océano.
   Imagen difusa de su madre sobre el océano.
   Y entonces se concentraba para que la imagen se formara completamente y lograra una nitidez un tanto explícita. Cerraba y abría los ojos. Cada vez que los abría, la imagen cálida de su madre difusa, se iba agrupando en busca de una efigie más concreta. Pero, finalmente, cuando ya creía ser conciente de la totalidad de su madre, ésta estallaba convirtiéndose en centenares de dragones burlones que le revoloteaban a su alrededor y, en algunos casos, se le arrojaban encima.
   “¡Fuera malditos! ¿Dónde está mi madre?” –gritaba, mientras esperaba bajo la mesa que los dragones se retiraran.
   La camarera se acercó preocupada:
   –¿Está bien hombre?
   –¿Y... usted, qué quiere?, usted..., no se parece a mi madre. –le dijo muy lentamente, mientras vislumbraba algunas víboras en su cabellera.
   –¿Quiere que llame a una ambulancia? –preguntó ella con amabilidad.
   –No, quiero que busque a mi madre, está en el océano –respondió desesperado.
   “Pobre muchacho” –pensó ella. Y se fue a hablar con el dueño del bar sobre el asunto.

   Marvin, nuevamente, estaba en el océano, los dragones desenfrenados se habían retirado, ahora tenía el campo despejado para esperar la imagen de su madre. Sin embargo nada apareció sobre las aguas. Ahí nomás, muy cerca de él, aparecieron algunos retazos de la imagen. Eran algunos accesorios sostenidos en el aire por el vacío de su madre; era el tapado de cuero blanco, su cartera estrafalaria y sus botas de color marfil. Ansioso, esperaba que se completara la figura, pero sin suerte y, por el contrario, en esa misma ubicación, apareció Julieta disolviéndolo todo. Ella lo saludó, y él, reparando en ella un rostro diabólico, se escapó exasperadamente. Tomó su bicicleta y comenzó a pedalear de una manera atolondrada, mientras ella le gritaba y él se sentía acosado por el diablo. Julieta se sentó preocupada en el bar a pensar cómo podía hacer para ayudarlo con su problema de adicción al alcohol y las drogas.
   Más tarde regresaría a su casa en su lancha celeste.
    Al otro día Marvin amaneció desconcertado, sin saber donde se encontraba, en un espacio oloroso y reducido. Lentamente se asomó por la pequeña apertura, orientada hacia la luz del día, y se encontró con un hermoso perro que lo miraba moviéndole la cola. Al levantarse y observar sus alrededores, advirtió que se hallaba en el jardín delantero de una casa indeterminada.
   –¿Y usted joven, qué hace acá? –le peguntó un señor, mientras lo apuntaba con un revolver.
   –No, eh..., en fin, creo que amanecí aquí por error –explicó absurdamente.
   –Pero usted seguramente es un drogadicto –dijo el hombre con voz fuerte, como si estuviera dándole un escarmiento.
   –Y, creo que sí –respondió, mientras acariciaba al perro, que le lamía el rostro
   –Bueno, bueno, vaya nomás, usted es una lacra, pero valoro su sinceridad –y entró a la casa.
   Marvin saltó el pequeño cerco y tomó su bicicleta, que había dejado arrojada en el cordón de la calle. Se dispuso a pedalear como podía, ya que se encontraba bastante exhausto y el residuo de la droga comenzaba a provocarle un estado de depresión insoportable.
   “Carajo –pensaba– esto es una agonía”, y sentía que en cualquier momento lo abordaría la locura. “¡Por Dios, esto es insoportable! –gritaba, mientras un perro comenzaba a ladrarle. Era el mismo labrador que le había lamido el rostro hacía algunos minutos en la casa desconocida.
  
 
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                                                CAPITULO 12

   Eloy despertaba más temprano de lo habitual y se dirigía con culpas a la cocina a preparar el desayuno.
   Saludó a Guillermina con un beso, y sintió que se encontraba más fría que nunca. Mientras cortaba el pan para las tostadas, giraba cada tanto la cabeza, sobre su hombro izquierdo, para observarla. Sentía un gran cargo de conciencia, de manera que cuando comenzó a platicarle lo hizo de una forma atolondrada y torpe.
    Luego de arrojar unas cuantas palabras al aire, tomó el diario de siempre y, para variar un poco, lo leyó acostado en el piso boca abajo, como si estuviera en la playa.
   –Y claro que vamos a ir a la playa –interrumpió su lectura– tenemos la plata necesaria para ir a cualquier lado, y sombreros, sombreros te voy a comprar millones.
   “Ay sos muy generoso” –se expresó Guillermina, dentro de su cabeza alocada.
   –Y vos también –dijo él, dulcemente, olvidando por completo a Zoe.
   Inmediatamente se acercó, la abrazó y le dijo:
   –Sos muy linda, me gusta tu boca, tu nariz.... ¿Si las  narices del mundo crecen, Pinocho... podría asesinarnos? ¿Y las bocas que beben vino, matan? ¡Ay sos tan hermosa!, me gusta tu calma, la palidez de tu cuerpo...
   Y continuó así, durante algunos minutos, hasta que el ruido cotidiano del portón de Zoe, lo comunicó nuevamente con ella. Se alejó disimuladamente de la cocina y corrió para echarle un vistazo. Abrió una de las celosías, arrimó su rostro, nariz y boca estrujada, e inmediatamente recibió amor al clavarle los ojos. Primero atinó a salir en busca de un abrazo, pero luego recordó que se encontraría a las ocho en los acantilados, así que continuó observándola nomás. Zoe terminó de acomodar algunas cosas en el baúl del auto y se marchó raudamente, pero su perfume permaneció, meneándose en el aire, el tiempo necesario como para que Eloy se regocijara un poco más.
   Mientras respiraba feliz, sin dejar de lado la presencia de Guillermina a quince metros de su espalda, advertía que se hallaba enamorado de ambas.
   “¡Caramba, caramba! esto no está bien –se decía–, me gustan dos personas, creo que estoy enloqueciendo”. Y comenzó a lustrar su motocicleta reluciente. Lustró y lustró, durante cuarenta y cinco minutos, y se dirigió al playa, más precisamente, a la casa de Marvin.
   Estacionó la motocicleta en el lugar de siempre, y ahí nomás estaba Marvin dormido en el suelo con su rostro apoyado sobre el perro como si fuera una almohada.
   –¡Marvin, Marvin! acá estoy, ya llegué –intentó despertarlo, pero él, aún exhausto, no escuchaba nada de nada.
   El perro, por el contrario, se levantó de inmediato, correteó un poco, y comenzó a lamerlo.
   Ahora sí Marvin abría los ojos para recibir las imágenes del mundo escalofriante, que había absorbido a su madre.
   Se saludaron y Marvin tomó rápidamente la guitarra. Acordes para el viento, viaje en busca de su madre. Rasgueó para el alma, donde el dolor ya no se aguanta.
   Tocaba con los ojos cerrados y las vibraciones de su guitarra lo elevaban impotente hacia el espacio celeste.
   Eloy lo escuchaba complacido y dibujaba, con una ramita sobre la arena, a Zoe y a Guillermina, mientras el perro corría y chapoteaba sobre el agua.
   A unos metros de distancia, una señora coja de unos sesenta y cinco años observaba detenidamente a Eloy. No le quitaba la mirada de encima. Sus ojos no lucían normales y la  locura borracha, insana, cruel y despiadada le revoloteaba sobre la cabellera enrulada. Era la madre de Eloy, prófuga de la ley por haber asesinado con un arma blanca a su nuera Guillermina y a su marido, el padre de Eloy.
   Ahora dejaba de observarlo y dirigía su mirada al cielo. Se la notaba meditabunda y su rostro de aspecto vil disminuía notablemente sus expresiones maléficas. Eso le sucedía cada tanto, cuando la bondad la tomaba por sorpresa, despojando momentáneamente el mal de su cuerpo. Hacía seis años que había efectuado el asesinato, un año antes de que Eloy con su cabeza vapuleada abriera el último cajón de su cómoda y enloqueciera.
   Otra vez se dispuso a observarlo y, a diferencia de antes, comenzó a mover sus pies. Se dirigía lentamente hacia donde se encontraban ellos.
   –¡Hola hijo! –gritó cuando alcanzó una distancia de unos tres metros.
   Marvin se dio vuelta ansiosamente y, desilusionado, fue amordazado por el disgusto. Permanecería sin habla durante todo el día. Dejó de lado la guitarra y se dirigió a su cama para que lo tragaran las sábanas.
   –¡Hola hijo! –gritó nuevamente, ya que no había recibido ninguna respuesta.
   Eloy ahora sí se volteó para averiguar a qué se debía ese grito:
   –¿Qué sucede señora?
   –Soy tu madre –respondió mientras la abandonaba la bondad y la dulzura–, idiota.
   –Soy tu madre idiota –repetía Eloy, sin saber siquiera qué era una madre.
   –¡Pero sos el espejo de mis palabras!, ¡estúpido! –gritó aún más fuerte.
   –¿Y para qué sirven las madres?
   –Para arrepentirse de sus hijos –respondió, y se marchó al advertir que un policía se acercaba hacia ellos.
   Eloy cerró los ojos y vislumbró algunas imágenes borrosas: cuchillo, dolor, vino y muerte.
   Luego decidió mojar sus pies en el mar; la naturaleza le proporcionaba el afecto necesario para no morirse de locura. Y mojaron pies y patas. El perro lo lamía y él lo acariciaba.
   Marvin soñaba la felicidad y se revolcaba en el océano de su cama, como si estuviera en la placenta de su madre.
   

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                                                           CAPITULO 13

   Eran las cinco de la tarde, Marvin aún dormía y Eloy se dedicaba nuevamente a escuchar las conversaciones ajenas sentado muy prolijamente en el bar de los acantilados. El perro lo acompañaba a su lado acostado sobre uno de sus tobillos.
   Cuando llegó la gaseosa solicitada, en vez de decir gracias, dijo de nada haciendo reír a la mesera, quien habría tomado aquella incoherencia como si hubiese sido un chascarrillo.
   Bebió muy lentamente la gaseosa, entre tanto, aún prestaba atención a los diálogos, sonidos fonéticos, que se desplazaban contentos, ida y vuelta, de una boca a la otra. La gente se encontraba feliz, o al menos eso era lo que parecía, o al menos eso era lo que había podido hacer el alcohol con ellos.
  Una de esas personas sacó de su valija de pesca un cuchillo de plata antiguo para mostrárselo a su amigo. Al verlo, Eloy fue víctima de un estado de euforia que desbarató el lugar. Volcó mesas y sillas. Se rompieron botellas, vasos y otras piezas de la vajilla del lugar. La gente huyó asustada sin pagar la cuenta, y él, finalmente, todavía tembloroso, se volvió a sentar. El dueño del bar recién llegaba y se enteraba de lo sucedido por medio de las meseras. Se acercó a Eloy, se sentó, lo saludó con afecto, debido a que eran amigos desde chicos, y le dijo:
   –Che, Eloy, que sea la última vez.
   Y él le dijo, pero como si estuviera pensando en las mujeres:
   –La última vez es la próxima. La última vez es la más hermosa.
   El dueño del bar se levantó un poco enojado y comenzó a ordenar el desastre con las meseras.
   Una hora después el viejo reloj, dentro del bar, señaló, con su aguja más pequeña, el número ocho, y Zoe ya se encontraba a metros de su nuevo amor.
   Se sentó, se besaron dulcemente y latían enamorados bajo la luz de la luna recién asomada en el horizonte empapado del océano.
    Luego brindaron con vino y decidieron ir de paseo en bote.
   Y así lo hicieron, abordaron y se lanzaron sobre las mareas saladas. Fumaban un habano y observaban la luna, el humo adornaba el entorno, donde ambos colgaban sus temores y pensaban sin cabeza.
   Un hermoso delfín emergió del agua frente a ellos y volvió a sumergirse salpicándolos.
   –¡Qué lindo delfín! –dijo Eloy–, vos tenés piel de delfín.
   Ella se estremeció de ternura y le dijo:
   –Mi amor, qué dulce.
   Y Eloy comenzó a desvariar, como solía hacerlo, súbitamente:
   –El amor viene, el amor va; pero nadie lo va a alcanzar.
   –¿Qué decís mi amor? –preguntó ella.
   Y el delfín nuevamente intentó alcanzar el cielo.
   –Es hermoso –dijo Eloy.
   –Sí, realmente –acotó ella.
   Y se tomaron de las manos, porque era todo romántico y, todo, no era más que un momento agradable.
   Distraídos por el efecto del amor, perdieron un remo y se alejaron demasiado de la costa, así que sólo les restó suplicar que los devuelva la marea en la madrugada. Ella estaba muy asustada y él estaba loco loco de contento. Cantaba, gritaba y bailaba al compás de un ritmo imaginario. Después, cuando acabaron las petacas de whisky, que habían provisto para el paseo, ella se sintió más relajada y comenzó a bailar abrazada a él. El mar, afortunadamente, permanecía sereno, y ellos, con movimientos suaves, se entrelazaban sobre el armónico zumbido del viento.
   Más tarde se quedaron dormidos abrazados, tapados con una loneta que había en el bote. La verdad es que hacía demasiado frío, pero, con la temperatura corporal y la buena voluntad y paciencia, que se sostienen en un comienzo afectivo, pudieron sobrellevar la noche de una manera bastante agradable.
  
   Amanecía, la loneta se había volado y sus cuerpos comenzaban a calentarse con la salida del sol. Se encontraban muy cerca de la costa, así que con la ayuda del remo restante llegarían rápidamente.
   Una vez encallados sobre la arena, ella ofreció unas galletas que tenía en su cartera, y él aportó una petaca de licor de café, recién salida de uno de los numerosos bolsillos de su campera de alpinista.
   Al culminar con el desayuno ambos regresaron a sus casas. Previamente Zoe le había proporcionado su número de teléfono celular para estar siempre en contacto.












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                                               CAPITULO 14

VEINTE DÍAS DESPUES


   Eloy y Zoe seguían juntos, felices y enamorados, pero aún no había sucedido nada con respecto al sexo, porque Zoe necesitaba su tiempo y él casi no recordaba cómo se realizaba un coito. Y Marvin… Marvin había seguido actuando como de costumbre, alcohol y drogas, para encontrarse, en otro lado,  más cerca de su madre.









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                                   CAPITUILO 15

AL MES SIGUIENTE

   Llegó la primavera. Por cierto, con un calorcito ausente debido a la ubicación geográfica del lugar.














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                                              CAPITULO 16

   Y AHORA

   Se vivía la víspera del año nuevo.














  
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                                                    CAPITULO 17

   La mañana ya había quedado atrás y el medio día se había hecho presente una vez más. Zoe almorzaba con sus hijas muy entristecidas, mientras que su marido en la fábrica trabajaba malhumorado y desperdiciaba su hora del almuerzo en nada. Eloy comía pastas con Guillermina. El sabor de la salsa, como espolvoreado con restos de culpa y cargo de conciencia, se tornaba agrio en su garganta. Los ladrones, luego de haber donado una suma importante de dinero a varios comedores para carenciados, comían algunas hamburguesas caseras, que le habían comprado a un vendedor ambulante. Los jóvenes enamorados hacían el amor en el auto. Y Marvin y Julieta, tomados de las manos, se dirigían a almorzar a la casa de ella. Caminata previa sobre la costa. Abordaje en lancha celeste, crujido de motor. Traslado, besos y caricias. Muelle, amarra, cabeza de Marvin en problemas, cincuenta y tantos pasos sobre un morro, y llegaron. La casa era muy bonita, amplia y cómoda, y la vista panorámica, desde sus balcones con ventanales enormes, era realmente fabulosa.
   La madre fue la que respondió al sonido de la campana utilizada como llamador o timbre.
   –Hola chicos –saludó ella muy amablemente, como lo exigía a diario su personalidad.
   –¡Hola ma! –saludó Julieta.
   –Hola que tal –saludó Marvin, mientras prendía un cigarrillo.
   El padre de Julieta, odioso del tabaco, leía en la cocina.
   –Apagá el cigarrillo –le sugirió Julieta, pero él no hizo caso, de manera que al ingresar a la cocina lo recibió el padre insinuándole que lo apagara.
   La madre introducía en el horno un par de pizzas, el padre retomaba su lectura y Marvin le tocaba la pierna a Julieta y le señalaba el vino ubicado en el centro de la mesa.
   –¿Querés vino? –le ofreció entonces ella.
   –Sí, sí, porqué no –respondió él, sediento de algo insano, haciéndose el desinteresado.
   Julieta le sirvió un poco, y él la miró fijamente a los ojos para que le sirviera más. Ella le sirvió un poco más, él tomó el vaso de vino tinto y permaneció algunos segundos fascinado observando su color. Su cabeza comenzaba a funcionar muy mal y todo parecía virar hacia el campo de la locura.
   –Mi madre bordó –decía sin pestañar–, qué lindas son las madres. El vino, vino y no viene nunca –y se rió solo de su chiste– esas cosas dice Eloy, me le estoy pareciendo.
   Los tres lo miraron preocupados, y el padre le preguntó:
   –¿Estás bien? ¿Qué te pasa? ¿Estás drogado?
   Y Marvin bebió de un trago el vino restante y respondió mintiendo, porque en ese caso no se había drogado:
   –Claro que sí, es un hobby para mi.
   Julieta se rió para simular que había sido un chiste, y él también se rió; vaya a saber uno de qué. Luego, por fin, la situación se tornó más normal y comieron en paz. Marvin bebía vino caudalosamente y su hígado, bastante  comprometido,  no resistía más. Su boca se abrió y vomitó sobre la mesa. Prontamente salió de la casa para continuar con los vómitos. Ellos permanecieron perplejos y, asqueados, casi vomitan también.
   Marvin se tardaba demasiado. Sentado en un tronco fumaba un cigarrillo de marihuana.
   La madre salió a cerciorarse de que se encontrara en óptimas condiciones, mientras el padre limpiaba enfurecido el desastre estampado sobre la mesa.
   La madre regresó y le sugirió a Julieta que cambiara de novio. Ella salió en su búsqueda y lo sorprendió arrojando algunas palabras a nadie. Se acercó, lo acarició y le dijo, con tristeza y lástima:
   –Pero mi amor,  estás enloqueciendo.
   –Eloy está loco –aclaró él, y continuó con su diálogo alucinado.
   Julieta regresó a la casa y se comunicó con el centro de asistencia psiquiátrica  para solicitar ayuda.
   Ahora Marvin regresaba a su cabaña a pie, recordaba perfectamente el camino. Sólo eso recordaba, su cabaña y los diferentes caminos que había utilizado siempre de regreso a la misma. Caminaba, cantaba y gritaba. Algunas personas que lo conocían lo saludaban, pero él, transitaba como un zombi que no ve, no piensa, no sabe y no contesta.
   Ni bien llegó a la cabaña tomó la guitarra y, con sus viejas canciones en estado de amnesia, compuso una totalmente nueva.
   Más tarde llegó Eloy y, aunque Marvin no recordaba que era su amigo, pasaron una tarde agradable. Manejaban códigos en común y todo sucedía maravillosamente en falsa escuadra.

   Se avecinó la noche. Ambos se montaron en la motocicleta y se trasladaron hacia los acantilados. La noche lucía hermosa, con un cielo despejado, la luna llena y las estrellas que brillaban desaforadas ante el observador alocado.
   Al llegar al bar de los acantilados Marvin comenzó a caer parcialmente en la realidad y se sintió muy dolido al recordar a su madre desaparecida. Luego de vacilar entre el amarillo y el rojo, eligieron por fin la mesa amarilla; ni bien se sentaron, el dueño del bar se acercó y le suplicó a Eloy que no realizara ningún desmán. Posteriormente tomó sus pedidos.
   Los jugadores del revoleo comenzaban a arrojar sus atuendos y ellos observaban, como de costumbre, acompañados por una copa de vino.
   –Y, la relación con..., con Zoe, ¿cómo va? –preguntó Marvin.
   –¡Increíblemente bien! –exclamó él, cautivado–, pero creo que Guillermina está sospechando. Es mucho más astuta de lo que parece.
   –Ah –dijo Marvin. Y se rió al recordar el calefón en desuso en su cocina.
   –No sé qué hacer –se manifestó preocupado Eloy–, algún día voy a tener que optar por una, supongo.
   –No, yo te aconsejo que te quedes con las dos –recomendó Marvin.
   –Y, sí, no sé, en fin... –titubeó y manifestó–: tengo ganas de ir al autocine con Zoe.
   –Pero si no tenés auto.
   –Pero ella tiene uno muy simpático, amigable, ¿y las autopistas, viven de los autos?, o ¿los autos sufren cuando se les acaba el asfalto?











  
    


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                                               CAPITULO 18

   Mesa amarilla vacía. Marvin había ido en busca de alguna droga y Eloy en busca de un teléfono público, para comunicarse con Zoe y así invitarla al autocine.
   A cincuenta metros aproximadamente había una cabina telefónica y Eloy se encontraba a punto de oprimir los números correspondientes, que tenía anotados en el papelito proporcionado por ella. Oprimió, oprimió, oprimió, oprimió, oprimió, oprimió y oprimió, e inmediatamente ella atendió:
   –¿Hola, sos vos?
   –Sí, sí, autocine –respondió él.
   –¿Cómo? –preguntó ella.
   –Más tarde vamos al autocine –se expresó mejor.
   –Ay, sí, que maravillosa idea –dijo ella feliz, y preguntó:           
 ¿pero a cuál de los dos?
   –Y, al que está cerca del bar de los acantilados –explicó.
   –Ah, a ese –y dudó un poco–, bueno está bien.
   –Buenísimo –festejó Eloy.
   Y establecieron el horario y punto de encuentro. Zoe iría a buscarlo en una hora, al bar de los acantilados.
   Eloy tomaba asiento nuevamente en una de las mesas del bar y pensaba qué podría pedir para beber.
   La radio del bar estaba prendida y en ese instante se escuchaba la publicidad actualmente más reiterada en los medios:

   Destapá una sonrisa y  dale brillo a tu vida.

                                Verve

          el antídoto para que el dolor de la mente. 

   Verve era una marca nueva en cervezas, lanzada recientemente al mercado con un recurso económico bastante importante, de manera que su difusión era realmente caudalosa, tanto en las radios, como en la televisión y la vía pública.
   Inmediatamente, entonces, supo qué pedir:
   –Señorita, por favor, una Ver... ve. Verve.
   –La cerveza perfecta, claro –dijo la mesera, cumpliendo con una de las pautas del contrato de exclusividad del bar, con dicha marca.
   “Ver, verv, ver ve” –trataba de pronunciar Eloy, mientras aguardaba que llegara la Verve.
   Y la Verve llegó y él sorbió de lo dorado y su cabeza se colmó de verbos y espuma y más chatarra, residuos enloquecedores de la mismísima demencia.
    Y el chop se encontró vacío y:
   –Mesera otra Verve.
   –La cerveza perfecta –y se dirigió a buscarla.
   “Perfecta, perfecta. –murmuró con culpa– Guillermina y Zoe son perfectas”.
   Y espuma blanca y líquido dorado en su garganta. Bebió la cantidad de cervezas necesarias como para que lo derrotara el sueño.
   Dormía, con su rostro sobre su brazo apoyado en la mesa,  cuando el ruido de un bocinazo lo despertó de un sobresalto. Era Zoe sobre su auto blanco, quien había llegado media hora antes. Lucía bella y joven. Se había arreglado como solía hacerlo habitualmente, destruyendo el paso del tiempo con maquillaje y audacia a la hora de seleccionar la ropa. Eloy pagó y se acercó hacia el auto blanco, donde Zoe resaltaba maravillosamente con un vestido colorado y escotado, aglutinado al cuerpo.
   Se saludaron con ternura y se desplazaron, muy lentamente, hacia el autocine.
   Eloy, un tanto desinhibido, a causa del efecto del alcohol, le acariciaba suavemente, con su mano izquierda, la pierna. Ella se encontraba muy a gusto y cuando Eloy movió su mano unos centímetros más hacia arriba, su entrepierna comenzó a tiritar en silencio y su rostro se tornó tan colorado como el vestido. Nerviosa prendió la radio como para que la música armonizara la situación embarazosa. Y así fue, el sonido los envolvió de tal manera, que decidieron parar el auto, con vidrios polarizados, por algunos minutos.
   Lo estacionaron sobre el acantilado, muy cerca del abismo. Desde ahí podían observar cómodamente el océano y el cielo, combinación perfecta para una situación de romance.
   Música melódica envolvía sus cuerpos, ahora desnudos y fogosos, como el origen del hombre y el descubrimiento del fuego. Se acariciaban cada parte del cuerpo para explorar geográficamente el territorio físico del amor; allá, enfrente, tan cerca como impredecible, y tan impredecible como esquizoide. Y hubo besos y penetraciones carnales. Gemidos y llantos escondidos, porque Zoe comenzaba a extrañar a su marido.
  







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                                                 CAPITULO 19

   Ahora, más relajados y livianos, como suspendidos en el aire, se encontraban en el autocine, por cierto, extremadamente auténtico, ya que su funcionamiento, algo desatinado o fuera de lo común, así lo destacaba. En un determinado momento, alguien anunciaba el comienzo de  la película y todos debían escribir su propia historia. Luego un jurado seleccionaba las historias ganadoras, y los beneficiados recibían una credencial para ingresar sin cargo, durante un año, al cine del centro. Mientras los participantes componían sus historias, en la pantalla se proyectaban imágenes varias, para colaborar, en cierta forma, con la inspiración divina. Cuarenta y cinco minutos era el tiempo establecido para realizar el trabajo y la obra ganadora se proyectaba, mecanografiada en la pantalla, la próxima noche, después del nuevo concurso.
   A un lado de ellos estaba casualmente la pareja de enamorados; y un poco más alejados, con algunos otros autos de por medio, se encontraba el líder de la banda de ladrones, con su mujer.
   Eloy saludó contento a los jóvenes enamorados, mientras uno de los anfitriones del lugar culminaba con el reparto de hojas y biromes y se hacía la hora de empezar con la escritura.
   “Buenas noches, señoras y señores –daba la bienvenida el gerente del lugar y anunciaba el comienzo–, ha llegado el momento de darle acción a esas páginas –y tiró un tiro al aire, señalando la largada”.
   Y todos comenzaron la carrera contra el tiempo, para finalizar la historia antes de los cuarenta y cinco minutos.
  
   Habían transcurrido unos veinte minutos, Zoe escribía algo parecido a lo que le había sucedido actualmente en su vida, pero aún no había podido designarle el nombre a la historia o cuento. Eloy, por el contrario, sólo había podido confeccionar el título y no tenía la menor idea de cómo encarar el cuento. Sobre su hoja se leía: “El asfalto es un desperdicio ético”. El líder de la banda de ladrones aún no había comenzado. Y el joven enamorado, que era el único aficionado a la literatura, escribía un cuento basado en la forma de vida de su tío, titulado con el nombre del mismo.
   Una vez finalizado el concurso, el jurado obtuvo el resultado treinta minutos después, tiempo más que suficiente para leer tan pocas historias y con un flujo de texto bastante escaso.
   El ganador, por unanimidad, fue el joven enamorado; entonces, la obra que se proyectaría al otro día sería:

                                   Roberto

   La casa era muy vieja. Además estaba muy abandonada y desordenada. Revoques venidos abajo, goteras, pinturas totalmente desaparecidas, vidrios rotos y desperdicios varios.
   También había mascotas que se habían suicidado y duendes y fantasmas que no regresarían jamás.
   Nadie sospechaba de la forma y condición que vivía Roberto, porque él salía a la calle peinadito, bien vestido y perfumado. El caos era de la puerta para adentro. La vereda la mantenía brillante y el frente de la casa parecía que hubiese sido pintado por Dios.
   Las viejas del barrio, que no tenían nada que hacer, mataban el tiempo hablando orgullosas de lo limpio que era Roberto.
   Él compraba y vendía autos antiguos. Los traía de las zonas más carenciadas. Acechaba por las zonas famélicas y cuando escuchaba que alguien gritaba “¡hambre!” se presentaba de inmediato con unos pocos billetes lustrosos que les hacía brillar los ojos a las personas que desechaban sus autos como si nunca hubieran sentido afecto por ellos.
   Algunos, a modo de agradecimiento, le regalaban sus viejas máquinas de coser y algún que otro dedal agujereado de tanto mandonear agujas.
   Roberto, que no pensaba coser en su vida, se llevaba las máquinas y se las vendía a las viejas del barrio. Las estafaba de una manera que presenciar ese acto de sátrapas, provocaba náuseas.
   Una vez vendió un auto que en realidad no lo había vendido, porque no lo había comprado y en consecuencia nunca lo había tenido.
   Pasaron algunos años más de abandono absoluto y la casa ya no tenía techo. Todo era regalo del cielo: lluvia, viento, sol y balas perdidas que parecían niños desaparecidos.
   Desde su casa colmada por los escombros del techo, él era el dueño de los vuelos de los pájaros. Y por las noches, amigo de la luna, bebía sus cervezas y se tapaba con un manto de estrellas emocionantes. Era el placer, el placer de dormir mirando al infinito sabiendo que alguien o algo lo estaba mirando.
   La plata que ganaba a costa del eco del estómago de la gente, la gastaba en lavadero y comida a domicilio, con sus inevitables cervezas. Para él, beber antes de irse a dormir era como si alguien le estuviese contando un cuento al oído o como si él fuera parte de un cuento.
   Él no pagaba la luz, ni el gas, ni el teléfono, ni el agua, ni rentas. Tampoco pagaba alumbrado, barrido y limpieza, porque él guardaba la basura en su casa, la luz de las calles lo encandilaban y con respecto a las plazas, siempre decía que se la podían meter en el orto.
   Su luz era la realidad del día y la noche. Su teléfono, el del locutorio de la esquina, que se sostenía gracias a unos cuantos Robertos y algún que otro Sebastián. Y a la casa, compuesta de ochocientos escombros en cuatro ambientes, no se la podían rematar, porque la ley lo amparaba, al no tener otro lugar para vivir.
   Él se bañaba con la lengua y ya casi era un hombre gato, pero cuando salía a la calle seguía engañando a la gente con su impecable presencia y su cultura que salía desaforada por la boca.
   Sus novias se enamoraban profundamente de él, hasta que
atravesaban la puerta impecable y eran violadas por el caos de la casa.
   Un día Roberto contrajo una extraña peste y un helicóptero de la policía lo sorprendió moribundo en la cima de los escombros, con una cerveza y un puñado de estrellas que irían desapareciendo de a poco. Lo tomaron con mucho cuidado y lo trasladaron apresuradamente al hospital más cercano. Abriendo uno de sus ojos cansados él podía observar el caos desde un punto de vista diferente, olvidando por unos instantes su tremebunda agonía.
   Estuvo meses en terapia intensiva, y luego permaneció internado años, hasta que el hospital quebró dejándolo olvidado en su cama que ya recolectaba goteras y cáscaras de pintura.
   Un día que amaneció en perfectas condiciones, abandonó el hospital echando de menos el caos compañero, para regresar a su casa y reencontrarse con sus desperdicios y cachivaches más preciados.
   Tenía un soldadito antiguo de chapa que era maravilloso y además ocultaba detrás de su mirada triste unas ganas tremendas de gritar: “¡papá!”.
   Tiempo después, Roberto se enamoró  de una mujer hermosa y prolija, que seguramente ocultaría una casa desordenada.
   Una tarde calurosa con leve tránsito de aire, él pudo conocer la casa de ella que era como la suya pero algunos años atrás, es decir, con más techo.
   Otra tarde pero con mucho tránsito de calentura por el aire, ella pudo conocer la casa de él, y al ver semejante belleza caótica no le quedó más remedio que decirle que lo amaba haciéndole el amor bajo la  lluvia del techo desnudo.

   Pronto Roberto cumpliría años y su novia lo sorprendería con su regalo soñado que le proporcionaría, al menos por un tiempo, una felicidad extrema.
   El calendario, arrugado y húmedo, marcaba el día 17 de agosto, mientras Roberto esperaba a su amada sentado en una pila de hormigón armado que él mismo había pintado de colores para darle un carácter más de silla en el día de su cumpleaños.
   Mano izquierda, soldadito de chapa con mirada triste; mano derecha, lata de cerveza alegre, y entre ese evento de objetos y manos y líquidos y tristezas ocultas llegaron las manos de ella con el tan esperado regalo.
   Era algo que él siempre había soñado mientras observaba por las noches el cielo filosófico de las mareas desconocidas.
   ¿Y qué era, y qué sería, y como sería? ¿Sería un regalo obsoleto o un regalo mágico?
   ¿Un llavero, un sueño, un poder, o una visión? O todo eso junto, revuelto y compacto, con el llavero asomadito, como si fuera el pene de algo inexplicable.
   Abrió por fin el regalo, que a juzgar por su olor, era bastante mágico, y se sonrió  y se erizó de felicidad al verse a él mismo en el futuro, con su soldadito de chapa, desordenando y ensuciando las galaxias, bien vestido, bien peinado y perfumado.

      












                                               CAPITULO 20

   Eloy y Zoe abandonaron el autocine y se dirigieron a un bar ubicado en la playa, donde se podía escuchar música, bailar y disfrutar de los mejores tragos.
   Una vez que estacionaron el auto, bajaron por una de las escaleras extensas que conducen a la playa y, antes de acercarse al bar, se abrazaron y besaron durante algunos minutos. Eloy, sin restarle puntos al amor que sentía por Zoe, pensaba en Guillermina, y ella, efectuando sus besos y caricias a modo de despedida, no se animaba a expresarle que deseaba restablecer la relación con su marido.
   Finalmente se integraron al bullicio del bar y, sentados junto a la barra, sobre unos bancos de madera, solicitaron unos tragos batidos. En el centro del recinto había una pequeña pista de baile con algunas personas meneándose o sacudiéndose al ritmo de la música. Vistos desde un punto de vista cruel, parecían estar divirtiéndose como idiotas, de algo vacío y sin forma, sin motivo, ni fin. Pero vistos desde un ángulo mucho más profundo, parecían estar agitando el tiempo para proyectar su trascendencia en algún rincón del espacio.
   Sentado al lado de ellos estaba, casualmente, con una cerveza en la mano, y bien vestido, bien peinado y perfumado, Roberto, el tío del joven enamorado.
   Luego de terminar su trago, Eloy, se dirigió al baño y Roberto aprovechó el momento para intentar seducir a Zoe. Se acercó y se expresó de una manera seductora, pero ella lo ignoró totalmente, así que se sintió forzado a retirarse humillado del lugar. Caminó apresurado y después comenzó a correr por la playa. Mientras corría levantaba de tanto en tanto su cabeza y le echaba una mirada al cosmos, espacio extraordinario por el cual siempre había sentido una enorme  atracción. Luego se encontró con una de las escaleras, y la subió velozmente, para reencontrase con su soldadito de chapa, que aguardaba apoyado en la luneta de su viejo auto.
   El último escalón lo agotó por completo. Descansó un poco, se prolijó el cabello, acomodó su remera dentro del pantalón, y ahora sí, se encontró con su soldadito. Lo tomó suavemente, lo apoyó sobre su falda y encendió el motor cubierto por la carcasa de un auto: su auto.
   Al llegar a su casa encargó unas cervezas por teléfono, mientras se le presentaban en su cabeza algunos recuerdos recurrentes, situaciones desagradables y traumáticas vividas con su última novia.
   Las cervezas se tardaban demasiado, así que para entretenerse, mientras tanto, ordenaba y revisaba una serie de cajas colmadas de chucherías, que tenía olvidadas en un cuartito ubicado en el fondo de la casa.
   Abrió una caja, la revolvió, y la cerró. Luego revolvió otra y la acomodó encima de la anterior; y, posteriormente, cuando abrió la siguiente, mientras repetía una palabra varias veces, ahí fue cuando lo tomó por sorpresa una sensación desconocida, un manoseo incomprensible, que le bloqueaba la mente extirpándole la  identidad; porque ahí fue cuando lo tomó por sorpresa la locura y nunca más dejó de repetir esa misma palabra.
   El muchacho de la roticería, cansado de tocar timbre y golpear la puerta, se retiró enfadado con la motocicleta. Al llegar a la esquina bebió las cervezas, y, luego, un par de cuadras más adelante, chocó de frente con un auto convirtiéndose en polvo de la muerte o energía para seres inteligentes.
   Roberto, nuevo en el mundo, sin saber a qué se debía su existencia y sin saber qué hacer, comenzó a martillar una de las paredes limítrofes de la casa. Martilló y martilló durante algunos minutos, hasta que el hoyo fue lo suficientemente grande como para que se cruzara cómodamente hacia el otro lado. Una vez que ingresó a la casa vecina, la recorrió observando todo lo que para él era absolutamente novedoso, y finalmente tomó asiento en la cocina.





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                                               CAPITULO 21

   Eloy y Zoe habían regresado a sus respectivos hogares y ella aún no se había animado a manifestarle su deseo.
   Eloy se estaba en el baño cepillándose los dientes. Luego se dirigiría a la cocina a saludar a Guillermina.
   Ahora se encontraba en la cocina observando furioso al hombre sentado frente a Guillermina.
   –Ajá –dijo furioso, pero Guillermina no se expresó dentro de su cabeza, y Roberto solo repetía aquella palabra consecutivamente.
   “Bueno –pensó–, ahora no me siento en falta”, y se sirvió un vaso con agua. Roberto se levantó, deambuló un poco y regresó al lugar de donde había surgido.
   Cuando Eloy se dirigió a su cuarto, no le gustó demasiado que hayan construido un túnel ahí, pero de todas formas intentó dormirse. Intentó e intentó, pero le resultaba imposible poder conciliar el sueño.
   Tomó una cerveza Verve de la heladera, saludó nuevamente a Guillermina, y, posteriormente, atravesó el túnel sobre los escombros del mismo, mezclados con los escombros habituales de la casa de Roberto. Primero se asustó un poco al percibir que se encontraba en un territorio bélico, pero luego se tranquilizó ante tanta serenidad y la magnitud del despliegue cosmológico sobre su cabeza. Se sentó en el escombro más plano que pudo encontrar y observó atontado, por algunos segundos,  una hermosa lluvia de cometas. La cerveza lo adormecía por dentro y la luz resplandeciente de los astros le regalaron un sueño. Y si soñaba, era porque finalmente se encontraba durmiendo. Roncaba, y Roberto lo observaba. La noche se callaba en su boca, y él, ahora también descansaba.
   Media hora después Eloy se despertó de un sobresalto y se fue al baño de su casa. Aburrido y sin sueño, luego de hacer algunas de las cosas que se suelen hacer en los baños, comenzó a hacer algo que no se suele hacer en los baños. Y así lo hizo por algún tiempo hasta que decidió llamar a Zoe. Eran las cinco de la madrugada cuando Zoe y sus hijas se despertaron preocupadas ante la expectativa de una mala noticia.
   –¡Hola! –atendió Zoe.
   –Hola, estaba pensando –respondió él–, pensaba en... –y olvidó lo que estaba pensando.
   Zoe le cortó bruscamente, algo enfadada. Él insistió otra vez, pero ella había apagado su teléfono.
   Micaela y Romina se encontraban en la puerta del cuarto de Zoe.
   –¿Era papá? –preguntó Micaela.
   –No. No era papá –respondió Zoe.
   –Ah, seguro que era el loco –dijo Romina de mala manera.
   Y ambas dieron media vuelta y regresaron a sus cuartos.
   Eloy ya se encontraba en la cocina, saludó una vez más a Guillermina, tomó otra cerveza Verve, y se dirigió al living a escuchar música. Solía escuchar música clásica, pero, en ese momento, prefirió prender la radio y recibir el estilo musical que le deparase la suerte. Oprimió el botón correspondiente mientras sorbía de su cerveza, y una de las tantas publicidades de Verve invadía bruscamente sus oídos, ya que el volumen del equipo se encontraba al máximo:

                                   Cerveza Verve,

                        Un sueño líquido para tu mente.
 
   Y finalmente, volumen bajo entre sus manos, comenzó a brotar una música suave, de un estilo musical indescifrable que lo transportaba y lo elevaba. Se sentía cerca de Dios, dentro de una burbuja de cerveza. Se sentía canción y flujo divino. Era una idea embriagada, que viajaba en la nave de su mente alocada y los ojos del universo la observaban. Era él, su demencia y su pasado vapuleado, un tour ilimitado.
   Ahora dormía llanamente, sin viaje, sin sueños, sobre el sillón del living. Sólo reposaba intacto, al igual que Roberto, al lado del soldadito extraño, bajo el techo de cielo y luz de los astros. En ese momento comenzó a nevar. Un gato gris atravesó el jardín trasero de Roberto y siguió su camino por los techos y otros de los tantos jardines del barrio, para refugiarse en su hogar.
   Cuando llegó a la calle transversal una señora le dio de comer carne picada envenenada. Era una vecina malvada y despiadada, que asesinaba perros durante el día y gatos por la noche. Su nombre era Lidia y el de su hijo, Eloy.
  

















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                                   CAPITULO 22

   SIETE AÑOS ATRÁS


   La luz de un nuevo día irrumpía en la ventana del cuarto de Eloy y atravesaba sus párpados despertándolo de una manera muy poco cortés. Malhumorado, se sentó al borde de la cama, volteó la cabeza, y observó con desgano a la mujer acostada prolijamente a su lado. Ella era su novia de turno, pues las renovaba constantemente en busca del gran amor.
   “¡Carajo! –se dijo–, ya se me fue el entusiasmo”. Y se dirigió al baño.
   Mientras cepillaba sus dientes imaginó un amor perfecto que lo asustó un poco. Y luego, más tarde, arrojó sus primeros pasos al nuevo mundo de su inexplicable búsqueda.




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                                   CAPITULO 23

TRESCIENTOS AÑOS DESPUÉS (La tumba ecológica)

   Predomina la calma, y ya no existe el ansia, la prisa, ni la expectativa; ya no existe la vehemencia, la locura astuta, ni la frigidez de los átomos, porque ayer no hiciste nada y hoy... nada más existe. Sólo la escalofriante calma, post destrucción, danza.











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                                                 CAPITULO 24

   Amanecía y la luz del sol se filtraba por una de las celosías abiertas e iluminaba la lata de cerveza vacía, apoyada sobre el pecho de Eloy. El rebote del sol sobre la lata se disparaba por toda la casa iluminándola completamente y el frió tremendo congelaba el goteo de la canilla del patio.
   “¡Qué frío!” –se decía Eloy, encandilado, mientras se acercaba a la estufa. Calentó sus manos y se fue a saludar a Guillermina. Al llegar a la cocina se encontró  de nuevo con Roberto sentado frente a ella.
   –Ajá, otra vez –dijo furioso. Pero de inmediato se tranquilizó cuando Guillermina se manifestó diciéndole que eran nada más que amigos.
   Ahora sonaba el timbre de la casa. Era el psiquiatra cumpliendo con una de sus visitas semanales. Eloy se acercó y espió por la cerradura. Primero vaciló un poco, pero finalmente se dispuso a abrir la puerta.
   –Hola Eloy –saludó el psiquiatra.
   –Hola, pero usted no es mi padre –le dijo él una vez más, ya que siempre lo recibía de la misma manera.
   –No, ya te dije que no soy tu padre, soy... –y pensó por algunos segundos para explicárselo de otra manera–, soy tu visita medicinal.
   –En fin, no sé que dice, pero adelante... esta calle es de todos –y dejó la puerta abierta.
     Roberto había regresado a su casa y ellos se encontraban en este momento en la cocina. El psiquiatra, luego de preguntarle si había consumido alcohol en las últimas horas, diluyó un par de pastillas en un vaso con agua y se lo alcanzó. Él lo bebió de inmediato, como de costumbre, seducido por el colorido estrambótico de la infusión y comenzó a leer el diario. El psiquiatra le hizo algunas preguntas, mientras anotaba en su cuaderno cada palabra y pensaba y pensaba, exhausto, en abandonar su profesión. Es que Eloy, a pesar de que había mejorado en los últimos treinta días, lo agotaba desmesuradamente.
   Cuando culminó con el cuestionario bebió un poco de agua, respiró profundo y, sin saludar, desfiló hacia la puerta para continuar con su recorrido diario.
   Luego se hizo más tarde. Y después, mucho más tarde, estalló la noche festiva en el mundo, porque era fin de año y había que festejar una vez más la cercanía al... fin. Eran las doce de la noche, los corchos de champán rebotaban peligrosamente en los cielos rasos y la gente brindaba apresurada para emborracharse y olvidar algunos deseos muertos durante el curso del año. Zoe estaba con sus hijas, sus padres y la familia de su hermana. Y Eloy con Roberto, Guillermina y Marvin en la casa sin techo donde el soldadito de chapa vibraba ante el incesante estruendo de la pirotecnia. Ellos bebían cerveza Verve y comían sandwiches de miga y todo parecía así, muy improvisado, porque el año nuevo les había caído sorpresivamente. Estaban sentados en círculo sobre el suelo tapizado de escombros. Observaban el show de los fuegos de artificio en el cielo y charlaban con seguridad y firmeza, como si la realidad consagrada fluyera armoniosamente desde sus cuerdas vocales.
   En la acera un hombre observaba el frente impecable de la casa y titubeaba en  tocar el timbre. Finalmente se manifestó. Imposible fue que alguno lo escuchara, así que procedió a golpear fuertemente la puerta. El sonido de los golpes parecía ocultarse detrás de los estruendos festivos, y ellos, desde su ronda, se encontraban al margen de ciertos ruidos.
   El hombre abandonó la casa de Roberto y se dirigió a la casa de al lado. Ni  bien tocó el llamador de la puerta, ésta se abrió crujiendo inútilmente, y él entró en busca de su primer cliente de la noche.
   –¡Hola! ¿Hay alguien? Soy el vendedor de Biblias –se presentaba ansioso ante la expectativa de obtener alguna respuesta.
   Recorrió un poco la casa hasta llegar al cuarto de Eloy. Observó el gran agujero en la pared y, curioso, decidió atravesarlo.
   –Hola soy el vendedor de Biblias –dijo, inmediatamente, ni bien advirtió que se hallaba, por fin, ante la presencia de algunas personas.
   –Hola –le devolvió el saludo Roberto, quien parecía haber dejado de la repetitiva palabra.
   –¿Quién es usted? –preguntó Eloy.
   –El vendedor de Biblias –repitió.
   –Ah... pero yo necesitaba un taburete.
   Marvin observaba al vendedor con un poco de odio.
   –¿Un taburete? –preguntó Roberto, y continuó con su palabra repetitiva.
   –Sí, para Guillermina –y acarició, con suavidad, su piel enlozada.
   –¿Pero..., hoy no es fin de año? No sé, creo que sí, creo que así me dijeron  –dijo  Roberto, y retomó con su palabra infinita.
   –Sí, claro –afirmó el vendedor.
   –¿Y porqué no vendió todas en Navidad? –intervino Marvin.
   –Porque en Navidad no salgo, a mi la Navidad me da miedo –explicó.
   –Porque la Biblia la escribió Dios antes de matarse, y… después… de haber matado a Cristo –dijo Marvin asustándolo, con un ademán malvado en su rostro.
   –¿Y ese calefón?, es muy bonito, ¿quién lo desechó? –preguntó el vendedor, con su dedo índice apuntando a Guillermina.
   –Lo trajo él –reveló Roberto y señaló en diferido a Eloy–, no sé, a lo mejor debe creer que esto es un basural –y se rió y la palabra consecutiva se activó nuevamente.
    Eloy, observando anonadado una lluvia de cometas fabricada por el hombre, no había escuchado nada de lo recientemente hablado.
   –Y bueno, en fin, ¿me van a comprar alguna Biblia? –preguntó el vendedor ávido.
   –Y no –dijo Marvin–, nosotros no creemos en Dios, porque Dios no cree en nosotros.
   –Y no confía en nadie –agregó Roberto.
   –Y Dios es sólo una palabra que reemplaza a otra palabra –adicionó Eloy eficazmente, pero comenzó enseguida con sus desvaríos–: la palabra, el amor y el tostador eléctrico. Creo que Zoe es una enfermera y mi padre duerme untado con lodo.
   –Y sí –dijo el vendedor, reflexionando–, a lo mejor Dios no es más que un cuento, o un impostor. A lo mejor es una verdadera desgracia, el verdadero diseñador del fin –su rostro se tornó algo desorbitado y encendió una Biblia con un fósforo, como si fuera un elemento pirotécnico, y luego, con esa misma llama en aumento, encendió un cigarrillo.
   Roberto agregó algunas maderas y así obtuvieron un agradable fogón para calentarse las manos.
   Ya se habían agotado las cervezas en latas de medio litro y ahora corría en forma circular, de mano en mano, sobre la ronda, una de vidrio en su nueva presentación de litro y medio.
   –¿Jugamos a las cartas por plata? –preguntó, propuso, el vendedor de Biblias.
   –Yo no sé jugar a las cartas –comunicó Eloy.
   –Yo creo que sabía, pero... y si sabía, ya no lo recuerdo –dijo Roberto, y palabra consecutiva activada.
   –No, no juguemos a nada –dijo Marvin.
   –Pero eso es muy aburrido –dijo Eloy.
   –Y entonces vamos a caminar –sugirió el vendedor.
   –Sí, claro –aceptó Roberto, e intentó repetir menos la inevitable palabra.
   –Y vamos –dijo Marvin desganado.
   –Sí, sí, bravo, bravísimo, vamos, pero espérenme que ya regreso –dijo Eloy, y comenzó a arrastrar a Guillermina hasta su casa–, total ella debe estar muy cansada.
   Ellos observaron las últimas luces que desaparecían en el cielo y destaparon una nueva Verve.
   “Chan” –sonó, sereno y bello, el primer acorde de una canción improvisada por Marvin. El vendedor y Roberto sorprendidos se dispusieron a escuchar con atención aquel sonido que les masajeaba el alma. Se sentían relajados y, totalmente embriagados, se elevaban más allá de su ser, sobre los dominios del origen divino.

















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                                               CAPITULO 25

   Zoe se levantó para asistir al llamado del timbre. Como ya sabía que sería su marido, se acomodó previamente el cabello y retocó un poco su maquillaje.
   Abrió la puerta, se acercó al portón y saludó con dulzura:
   –¡Hola, feliz año!
   –Hola –saludó él, sin entusiasmo, e inmediatamente le pidió que le manifestara a las chicas su presencia.
   En su auto, estacionado justo frente a la casa, se divisaba, a través de los vidrios empañados, el rostro de una señorita.
   –Ya las llamo –respondió ella, con un enojo oculto y la sonrisa fingida, luego de haber vislumbrado a aquella mujer.
   Y entró sonriente a buscar a sus hijas. Se encontraba furiosa y sentía más atracción que nunca por su marido, quien, por cierto, en ese momento, vestía muy elegantemente, auque nunca dejaba de lado su prendedor fucsia de cerveza Verve.
   Las chicas se encontraban en el quincho. Música fuerte, alcohol y amigos. Estaban a punto de perder la inocencia, cuando las interrumpió Zoe, quién se sintió obligada a fingir  que no había visto nada.
   Finalmente las chicas se reencontraron con el padre en el hall de la casa.
   –¿Pero...?, chicas, están borrachas.
   –Y... es fin de año pá –contestó Romina.
   Y Micaela intentó obstruir su boca con la mano para evitar un vómito, pero no pudo lograrlo.
   –¡Qué desastre! –exclamó el padre. Y les sugirió que se vayan a dormir. Y así lo hicieron una vez que se despidieron de sus amigos.
   El padre permaneció unos minutos en el auto. Platicaba con su acompañante, mientras Zoe los espiaba desde una ventana.
   “Es una rubia teñida –se decía queriéndose convencer de que aquella mujer no era joven ni linda–, y esos aros en las cejas, y ese tatuaje en el cuello; quiere hacerse la jovencita, que vergüenza”. Y atendió el teléfono que sonaba hacía algunos segundos. Era Eloy que llamaba para saludarla. Ella lo atendió con buena voluntad y muy amablemente, porque a pesar de no desearlo más estaba dispuesta a ser su amiga y contenerlo y ayudarlo en lo que fuera.
   –Sí, mañana nos vemos –dijo ella–, hoy estoy cansada, y además debo controlar a mis hijas que están borrachas.
   –Bueno, mañana, mañana, es una buena idea, ¿es una buena idea? Sí, creo que sí, claro –y cortó Eloy, sin deslizar un chau, o un hasta mañana.
   A su lado estaba Roberto, Marvin y el vendedor de Biblias. Después de abandonar el teléfono público cruzaron hacia la plaza principal del barrio. La misma estaba colmada de árboles, plantas, juegos para niños y carteles de publicidad, entre los cuales se destacaba de sobremanera uno de cerveza Verve, cuyo eslogan, a diferencia de los otros, estaba impreso con pintura fluorescente: 
                                      
                        ¿Te duele?        No duele.
                                    
                                      Verve

                           La ficción en tu mente
                               y un nuevo año
                                   sonriente.
                 
   Todos, montados sobre un carrusel pequeño, giraban lentamente. El vendedor de Biblias cantaba una canción de cuna. Roberto observaba el cielo repitiendo la palabra incansable. Marvin, con los ojos cerrados y enceguecido por la locura, platicaba con su madre. Y Eloy, con su pensamiento bifurcado, recordaba, al unísono, claro, momentos movedizos vividos con Zoe, y otros más tranquilos vividos con Guillermina. Al girar el carrusel, producía un leve viento que arremolinaba algunas hojas secas; secas y quebradizas, como la vida sin sustento, que se apaga cada día en el cuarto oscuro de las preguntas, porque nadie sabe con certeza cual es el motivo de estar vivo. Nadie sabe y todos buscan, inconscientemente, al amor auténtico que se aleja, paso a paso, sobre la marea estelar que los zarandea como a dementes compuestos de incertidumbre venenosa.
   Marvin abandonó el carrusel y ejecutó algunos pasos; encendió un cigarrillo y observó la brasa a través de sus párpados cerrados. La brasa le pareció demasiado grande y, cuando abrió los ojos, se encontró con su madre. Primero gritó su nombre, y luego la abrazó desesperadamente. Sentía que su identidad florecía en el interior de su corazón. Se sentía extremadamente dichoso y completo; se sentía un ser más fuerte y proclive a conquistar el mundo con notas musicales.
   Y así siguió abrazándola, hasta que notó, al tacto, con su mano derecha, algo duro a mitad de su espalda. Siguió con sus dedos el recorrido de aquella dureza, pero no pudo descifrar que sería, así que acercó su rostro para averiguarlo.
   Era un pequeño cartel de madera que decía: prohibido fijar carteles. Advirtió, entonces, desilusionado, que se hallaba abrazado a un poste de luz, y comenzó a llorar desconsoladamente durante algunos segundos.
   Ahora un pico de presión le evaporó las últimas lágrimas antes de freírle el cerebro y obsequiarle a su madre más allá de los límites obsoletos de su cuerpo.
   –Marvin está durmiendo–dijo Eloy.
   –Y, ya es un poco tarde –dijo el vendedor de Biblias–, creo que sería mejor que regresemos a nuestros hogares.
   –Y... ajá. Regresemos –aceptó Eloy.
   –¿Lo despierto a... Marvin? –preguntó el vendedor.
   –No, se enfada cuando está soñando –explicó Eloy.
   –Ah, bueno, seguimos camino –dijo el vendedor.
   –Y, sí, porqué no –dijo Roberto.
   –¿Y adónde? –preguntó el vendedor.
   –¿A nuestros hogares habías dicho no? –respondió preguntando Eloy.
   –Ah, sí, claro.
   –Y, claro.
   –Y por supuesto.
   –Y, vamos –dijeron finalmente en simultáneo, poniéndose de acuerdo y desplazando en paralelo los primeros pasos.
  Durante el camino el vendedor les comentó que vivía solo, y Eloy se solidarizó:
   –Y bueno, podés dormir en el living de casa, total, ahora es la calle o... el callejón de todos. Así dicen, no sé, en fin, pero... por momentos creo que tal vez es una confusión mía.
   Y siguieron camino en silencio. Eloy se sentía algo extraño o irreconocible.
   
                    
 






                                                       CAPITULO 26

   Eloy amaneció con algo de lucidez y, cuando se acercó a la cocina, observó a su calefón Guillermina con desconfianza, advirtiendo que algo no funcionaba bien en su cabeza. Era evidente que la ayuda psiquiátrica y el apoyo y la contención de Zoe lo estaban ayudando a escaparse de la irrealidad que vivía bajo el dominio de su cabeza demente.
   Tostó pan. Lo untó con manteca. Se sentó. Observó el diario. Descubrió que era viejísimo y lo arrojó a la basura sintiéndose un poco exhausto. Inmediatamente comenzó a sentir náuseas, temblores y una gran migraña. Se sentó. Respiró hondo. Y esperó mejorarse.
   Tres minutos después se sintió mejor y empezó a ordenar la cocina. Quitó la vajilla del escurridor y la guardó en el cajón adecuado. Acomodó la escoba, la pala y el secador de piso al costado de la heladera. Enderezó el mantel. Arrojó varias latas de cerveza al cesto de basura, y, por último, tomó el calefón en desuso y lo arrastró hacia la calle. Lo colocó al lado del canasto para la basura y antes de darse vuelta para regresar a la casa, sintió que aquel artefacto, tosco y blanco, le despertaba un dolorcito incomprensible en el centro del corazón. Al entrar despertó a aquel señor que dormía en el sillón del living, y lo echó a patadas. Luego se dirigió a su cuarto y, al vislumbrar asombrado el hoyo en la pared, decidió correr el placard hacia la izquierda obstruyéndolo.
   Ahora Zoe abría el portón rutinario, que se manifestaba, una vez más, ante sus tímpanos.
   “Ahí debe estar saliendo la vecina” –se dijo, mientras se acercaba a espiarla por las celosías.
   Abrió bien grande su ojo derecho, la observó apasionado y: “¿será el amor de mi vida?” –se preguntó, y se dirigió a hacer sociales con ella.
   Abrió la puerta de calle, el día despejado y luminoso le despertó, de una manera fugaz,  algunas imágenes de la parte más oscura de su vida, pero, sin embargo, no se detuvo.
   –Hola, buenos días –saludó–, ¿cómo te va?
   –Hola Eloy –respondió ella–, se te ve muy bien; debe ser el año nuevo.
   –Y a vos se te ve preciosa –respondió él, con  mucha seducción, y la invitó a beber algo más tarde.
   –Sí, claro –respondió ella contenta, pero sin dejar, en ningún momento, de pensar en su marido–, nos encontramos, como siempre, a las ocho, en el bar de los acantilados.
   “¿Cómo siempre?” –se preguntó él, y le respondió que ahí estaría.
   –Chau –saludó Zoe–.Y se marchó con su auto.
   –Chau –saludó Eloy, y algo que comenzó a patinar en su cabeza, lo hizo permanecer, por algunos segundos, sentado en el cordón de la acera, cerca del calefón, platicando solo.
   Finalmente recobró un poco la cordura, giró la cabeza, y, sin comprender el amor que le despertaba en ese momento el calefón, regresó a su casa. Continuó con el orden en general, hasta que se hizo la hora de almorzar y preparó unos espaguetis. Y almorzó, y se fue a la playa; y se hizo la hora de la cita con Zoe, y ahí llegó ella, y ahí la y, y punto.
   La luna se reflejaba en el océano congelado y ellos la observaban, mientras caminaban por la playa tomados de la mano.
   Se detuvieron y Eloy intentó besarla, pero ella corrió su rostro a un lado. Intentó nuevamente y ella aceptó, llegando a la conclusión, previamente, que no estaría haciendo nada malo. Mientras se besaban, Eloy se preguntaba, por momentos, en sus lapsos de cordura, si ella sería realmente el amor de su vida.
   Intervalo entre sus labios.
   –¿En qué pensás? –preguntó Zoe.
   –Y..., me preguntaba si serías a lo mejor el amor de mi vida, es decir... el verdadero amor.
   Zoe lo abrazó y trató de juntar fuerzas para decirle que en realidad deseaba reconciliarse con su marido, pero, una vez más, no pudo armarse de coraje. El abrazo suave y dulce de Zoe fue como una inyección, que extrajo, del subconsciente de Eloy, recuerdos censurados por su mente ahumada, producto de la combustión de la locura. De esta manera comenzó a sentirse un poco extraño, diferente, como si la coherencia delicada y controvertida lo estuviera acosando. Y entonces los recuerdos comenzaron a brotar. Recordaba cronológicamente momentos y contextos de su infancia, hasta llegar al día en que su cordura era garabateada al abrir el último cajón de la cómoda. Recordaba, disfrutaba y se criticaba. En un determinado momento, invadido por un tremendo escalofrío, se había detenido horrorizado en el doble homicidio efectuado por su madre. Además había recordado a ciertas novias a las cuales había abandonado en busca del amor verdadero. Y con respecto a su última novia, Guillermina, recordó que había renunciado a ella, un par de días antes de que la asesinara su madre.
   Ahora dejaron de abrazarse.
   –Qué linda esa publicidad –dijo Zoe, y señaló el cartel clavado en la arena a un costado de un pequeño bar.
   En el cartel se apreciaba una botella de cerveza Verve con una persona dichosa dentro, y, a su costado, el  eslogan era el siguiente:

               Si alguna vez la bebiste
                        ya sabés...

                          Verve,

        el viaje en el tiempo es posible.

   –Sí, es hermosa –afirmó Eloy–,vamos a beber unas Verves.
   Y se desplazaron raudos hacia el bar.
   –Y nos vamos de viaje en el tiempo –dijo Zoe con la inquietud de acariciar su infancia y disfrutar una vez más de su juventud.
   Se alojaron junto a la barra, pidieron las Verves y una picada completa.
   Minutos después la mesera arribó con el pedido.
   –¡Qué rico! –exclamó Eloy, refiriéndose al queso gruyere, que poseía la picada.
   –Sí, es una excelente picada –dijo Zoe–, a mi me fascinan las aceitunas negras.
   –Y a mi el queso gruyere –dijo Eloy–, y lo curioso es que da la sensación de que los agujeros tienen gusto.
   Zoe se rió y:
   –Pero si no hay nada en los agujeros.
   –Y, ¿será a lo mejor... el sabor de lo que no existe? –conjeturó Eloy.
   –Ajá, puede ser –dijo Zoe, y reflexionó un poco.

   El calefón Guillermina era alzado por los recolectores de basura. Más tarde terminaría en el basurero municipal ubicado sobre la playa, cerca de los acantilados.

   Eloy disfrutaba apasionado del sabor de los agujeros de los  sueños y Zoe culminaba con su cuarta cerveza. Ya comenzaba a embriagarse y el calor que producía en su interior el alcohol le hacía vibrar las piernas sensibilizándole el clítoris.
   –Vamos a caminar –propuso, entonces.
   Y en sus ojos se podía leer perfectamente su mensaje.
   –Sí, claro, vamos –aceptó Eloy, contento, con afán de sexo, y se levantó sensual, luego de haber pagado exageradamente la cuenta.
   La playa se encontraba desértica, sólo el aire frío y ventoso, se desplazaba caprichosamente, desordenando la arena.


























                                                CAPITULO 27

   Los ladrones de bancos se encontraban dentro de la distribuidora de cerveza Verve. Ya habían abierto la bóveda secreta y se retiraban con el botín. Entre las personas amordazadas se encontraba uno de los gerentes, que se había quedado en aquella ocasión hasta tarde, para adelantar algo de trabajo. El nombre del gerente era Paul, el marido de Zoe.

   Julieta estaba en la puerta de la cabaña de Marvin. Golpeaba y recibía un vacío solemne que le hacía sentir que él, ya no sufría.

   Roberto dormía mareado, felizmente, por la luz de los astros.

   Y la pareja de enamorados en el bar de los acantilados leían un pequeño librito que les había vendido el vendedor de rosas y poemas:

                             La realidad se escapa

   La vida, la gente, las narices rotas. El mundo se dilata como una pupila enferma. Toda una vida sobre un camino muerto. Todo un sueño que se derrumba, cuando el sol no te encuentra y es la vida tu niñez que espera, allá, donde la sonrisa y el placer no te envenenan. g    

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                         Los Dioses ya no aguantan

   Cuando el sol calla, y los gigantes se enfurecen en sus cuevas de niebla, todo se torna peligroso y nadie es dueño de su alma. Nadie controla sus pasos, y hay un pozo que huele ansioso sus pisadas.

 
                                        El fin

   Y sobran las sombras, y la locura disfruta, junto al bosque siniestro, donde la leche de las madres del mundo es pólvora.                           

                       
         Agonía junto a un amor exhausto

   Y me muero porque vivo con tu imagen dentro, y me muevo quieto sin tu fuerza, y me caigo y me quiebro como un ángel fraudulento y amanezco ebrio; juego al fin de mis palabras, me deslizo sobre el humo muerto y me encuentro sin luz en un espacio negro e indescifrable como el sueño.
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                                  Al vacío

   El tiempo que se tuerce cuando la sonrisa huye despavorida. Y es todo extremadamente imposible cuando el individuo se cae, y el dominio no encuentra una respuesta, y se deja llevar sin vocación, sin ser, sin fe, ni fin.
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                                 Porque se fue

   Porque se fue, y era el humo y la vida extinguida cerca o dentro del contorno triste de mis ojos; eran mis lágrimas despavoridas bajo la luz áspera de sus ojos. Era el dolor y la desdicha, la ira y la nostalgia. Porque se fue y se llevó una mueca clave de mi sonrisa.
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                              Cuando todo calla
           
   Cuando todo calla, enloquezco, porque todo a mi alrededor parece muerto, y hay cadáveres del pasado entre mis brazos, en mi cuarto solitario; cuna del insomnio, donde el olvido no descansa; fuente melancólica, donde sorben los marcianos para emborracharse.


   Cuando todo calla, alguien enciende en mi cabeza un sueño muerto, una lágrima que cae más allá de mi dominio; un sol diminuto bajo el brazo y el suspiro magistral que me pretende a su lado.

   Y entonces, otra vez la vida en la jaula, el placer tan extraño de ser uno mismo enamorado de sus entrañas. La soledad llena de palabras desnudas y atardeceres en serio. Una verdad absoluta dentro de mi cabeza; pensamientos que vuelan y se buscan. Pájaros de mi sed ilimitada; un trono que espera en el espacio mi llegada, porque no hay nada más que hacer, cuando las piernas del destino se derrumban y todo calla y todo muere y todo es asquerosamente hermoso.
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       Efecto primavera

   En primavera es cuando brota la ilusión, y los individuos comienzan a observarse en el espejo con confianza, y buscan encontrarse bajo un cielo permanente de rayos solares para el alma.

   Buscan la paz y el amor, que se escapa hacia el verano construido eróticamente por las hadas.

   Buscan la sonrisa, que estalla en el mundo condenado, enmudeciéndolos, ensordeciéndolos y destruyéndolos inadvertidamente.

   Buscan a Dios sobre el aire cálido y se destapan para sentir en la piel  la felicidad inventada.

   Buscan y buscan, y no encuentran, porque vivir es una exploración siniestra que nos conduce a la gran garganta de la nada, donde el amor verdadero se resbala.

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                                               CAPITULO 28

   Eloy y Zoe decidieron alejarse del frío de la playa y fueron a relacionarse íntimamente dentro del auto.
   La que tomó la iniciativa fue ella, y él se dejó llevar como si ella fuera, realmente, una enfermera. Zoe, con los ojos cerrados y colmada de espuma de cerveza, se dejaba transportar hacia el pasado, hacia el pasado cuando la vida desbordaba para todos lados y no existía la jaula monogámica. En el lado interno de sus párpados en reposo, proyectaba intemporalmente, a fuerza del recuerdo, momentos gratos ataviados de jóvenes apuestos y la pulcra sonrisa de las curiosidades vitales. En un estado de alucinación revivía momentos y hablaba peligrosamente seduciendo a la locura agazapada debajo de su asiento.
   Eloy, por su parte, con su salud mental mejorando minuto a minuto, también recordaba y recordaba, pero el amor verdadero siempre le escapaba.
   Ahora Zoe abría sus ojos y prendía la radio.
   –Ya es tarde –dijo, insinuando el regreso.
   –Un rato más suplicó él–, es que hoy puedo recordar tantas cosas.
   –Sí, sí, te veo bien, últimamente has mejorado muchísimo.
   –¿Qué, mi cabeza se encontraba en problemas?
   –Y, sí –afirmó ella.
   –Y... la causa habrá sido el asesinato de mi mujer y mi padre –supuso él.
   Zoe sorprendida no supo que decir; entonces, no dijo nada, enmudeció, y se manifestó por medio de caricias, que los condujeron nuevamente al sexo.

   Ahora sí emprendieron el regreso. Zoe manejaba relajada y Eloy comenzaba a odiar su concepción de la vida restaurada.
 –La gente es una mierda –dijo entonces–, y el mundo está enfermo.
   –Y, sí, puede ser –dijo ella.
   –¿Y, vos... serás el amor de mi vida?; ¿serás realmente mi  amor, mi otra mitad, como se dice puerilmente? ¿O… a lo mejor tendré que acostumbrarme a vivir a la expectativa? No lo sé, es tan difícil todo.
   –Ya lo creo –avaló ella.
   –Sí, ya lo creo –repitió él, y se quejó–: ¡qué vida detestable!
Ella aprovechó el momento para manifestarle la verdad.
   –Bueno, visto que no creés en el amor, veo que éste es el momento oportuno para decírtelo.
   –¿Para decirme qué? –preguntó un poco nervioso.
   –En fin... que lo nuestro es muy lindo, pero todavía sigo enamorada de mi marido.
    –¡Puta!, me gustabas tanto –se expresó desesperado, mientras un remolino estrafalario agitaba su cabeza–, y... las mujeres son del viento.
   Zoe lo acarició y él se bajó del auto. Se marchó a la playa bajo la tormenta recién desatada. Caminó y caminó; cada paso generaba un terreno propicio para que nuevamente se le instalara la locura.
   Sobre la orilla del mar, recordó a Guillermina y su sonrisa brilló esperanzadamente. Los químicos de la locura salvadora lo hacían sentir dichoso. Y gritó, y saltó y bailó. Sacudió el mundo con violencia, y luego, subido a una escalera recién inventada, creyó tocar el cielo con las manos.
   Era la felicidad bajo los efectos de la locura: su refugio. Era él, retornando a su amor Guillermina. Era él sin lápidas queridas ni madre asesina. Era él, sin el absurdo amor que se eleva con el soplar de los días. Era él, tan solo él, solitario,   y lejos del dolor.
   Alguien se acercaba. Era Roberto paseando un perrito de goma.
   –¡Hola! –saludó Roberto.
   –¡Hola! –contestó Eloy–, lindo el perrito –y titubeó un poco–, el perrito náutico.
   –Sí, sí, es ideal para los días de lluvia.
   –Ah...¿y cuando no llueve?
   –Cuando no llueve paseo uno de peluche.
   –¿Y de noche?
   –De cuero.
   –De cuero, claro, me parece muy bien.
   –Excelente.
   –Sí, maravilloso.
   –Y, claro.
   –Y, sí.
   –Sí.
   –Sí, sí.
   –Sí, sí, sí
   –Sí, sí, sí, sí.
   –Sí, sí, sí, sí, sí.
   –Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Y, sí.
   –Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Y, sí. Y claro.
   –Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Y, sí.
   –Sí, sí, sí, sí, sí, sí.
   –Sí, sí, sí, sí, sí.
   –Sí, sí, sí, sí.
   –Sí, sí, sí.
   –Sí, sí.
   –Sí.
   –Y, sí.
   –Y, claro.
   –Sí, maravilloso.
   –Excelente.
   Y permanecieron juntos de esa manera, bajo un tinglado abandonado, hasta que los venció el cansancio y se durmieron.
   A las cuatro de la madrugada, visto que la marea había subido bruscamente, cubriendo en absoluto la playa, ellos se trasladaron hacia el segundo piso de uno de los tantos bares que poseía aquella costa.
   Antes de encontrarse nuevamente dormido, Eloy recordó cuando espiaba a la vecina por las celosías de la ventana de su casa.

   La marea había alcanzado el paredón del basurero municipal destrozándolo y la carcasa del calefón Guillermina era absorbida por las aguas.

   Dormían profundamente, tapados con unos manteles de tela, y soñaban exactamente lo mismo, como si compartieran el sueño para no gastar cerebro. Soñaban que platicaban acerca del océano, las mujeres y el amor más allá de los astros.
   La tormenta cesó.
   Cuando la luz del día atravesó sus párpados, ambos descendieron perezosamente, y luego de ser indagados por los dueños del bar, se dirigieron a la playa a calentar sus cuerpitos helados, aprovechando la nitidez del día que proporcionaba algunas caricias de calor solar.
 
   



                                               CAPITULO 29
       
   Eloy tenía en mente regresar a su casa para reencontrarse con Guillermina, pero el efecto del sol sobre su cuerpo frío y mojado hacía que cobrase por momentos la cordura. Se sentía extraño e indeciso. Su sentimiento, con respecto a la vida, iba y volvía desde la agonía que le ofrecía la cordura, hasta la dicha que le proporcionaba la locura.
   Caminaron durante algunos minutos. Y luego, se distrajeron y ya se había hecho la hora de almorzar. Se detuvieron en otro de los numerosos bares. Dentro se encontraban los ladrones de bancos y los jóvenes enamorados, quienes compartían una mesa. Ingresaron al recinto y ellos los invitaron de inmediato a compartir el momento.
   –¡Hola, hola! –saludó el líder, mientras les arrimaba unas sillas.
   –Hola, que tal –saludó Eloy, por momentos contento de encontrarlos, y por momentos desconcertado acerca de la identidad de los mismos.
   –¡Hola! –saludó Roberto, como si los conociera de toda la vida.
   –Hola –saludaron al unísono los jóvenes enamorados sentados uno encima del otro.
   Y el mesero ya tomaba los pedidos.
   Comieron poco y bebieron vino de sobremanera. Al brindar rompían las copas y, a su alrededor, las miradas de las personas horrorizadas les eran ajenas. Pero claro, la persona encargada de la seguridad del lugar los echó a patadas.
   A metros de ahí, improvisaron un fogón y continuaron. Bebían cerveza, aprovechando el tránsito de los vendedores ambulantes.   
      



                                             CAPITULO 29

   Julieta regresó a su casa, destruida, y devoró unos hongos alucinógenos. Minutos después, creyó darle el último adiós a Marvin.

   Zoe platicaba con su marido, quien le manifestaba la fecha en la cual se casaría con su noviecita.

   Y en ese preciso instante, con un sonido chatarrezco y justiciero incluido, la madre de Eloy era atropellada por un auto. Luego culminaría  inválida y bien guardada en la cárcel.
















                                               CAPITULO 31

   Más tarde, totalmente borracho, Eloy se desplaza por la playa cantando.
   En un determinado momento, de mareo y cansancio,  tropieza, cae cerca de algunos residuos de basura, restos de chatarra y objetos pertenecientes a los jugadores del revoleo, y se queda dormido.
   Al despertarse voltea la cabeza impulsivamente hacia la izquierda y ahí no más, frente a sus ojos, que brillaban de alegría, se encontraba Guillermina, moribunda, embadurnada de algas, abollada y llena de arena, lo que le impedía ver a Eloy todo su faltante interno. El atardecer se reflejaba en su cuerpecito enlozado y a él se le caían unas cuantas lágrimas, mientras el sol evaporaba los restos de la humedad de su cuerpo y su salud mental mejoraba considerablemente, siendo ignorada. Y así, de esa manera, convenciéndose, o engañándose a sí mismo, se acercó gateando, la abrazó y se sintió entero nuevamente. Entero y real. Real y entero, frente al vacío incondicional que lo maravillaba y lo colmaba profundamente de afecto; porque, como ya se ha de saber, el amor verdadero es etéreo; tan etéreo, como la idea de que la verdad es palpable, y tan palpable como acariciar el deseo en los confines del misterio escéptico. El amor verdadero es un pensamiento inédito, una niebla sarcástica, una luz que se escapa más allá del verbo y los corazones rengos. Más allá del tiempo superpuesto y el rebote de una vida en versos.
   El amor verdadero, entonces, no es más que una ráfaga inalcanzable o un anhelo eterno, que vive comprimido y suspicaz, dentro de nuestro ser... enfermo.

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