CAPITULO 1
El invierno ya se había instalado, hacía rato, en las vidas de las
personas. El frío era tremendo; entumecía las manos y congelaba los sueños, en
un barrio determinado donde alguien, en ese preciso instante, se despabilaba.
Eran las nueve de la mañana, cuando Eloy se despertaba, como siempre,
debido al ruido del portón de su vecina, a la cual espiaba diariamente,
enamorado y con lujo de detalles, a través de las celosías de su ventana. Una
ventisca inoportuna le había irritado un poco el ojo derecho, pero, de todas
formas, pudo continuar la indiscreción con el otro. Primero había observado sus
piernas flacas y largas, embutidas en medias de lycra, beige. Luego su cadera,
bien mantenida a pesar de los años, cubierta por una pollerita escocesa que la
rejuvenecía de sobremanera, eliminando unos cuantos años de existencia. Después
continuó con su espalda, con hombros puntiagudos, cubierta por una campera de
jeans. Y por último, su cabello castaño, con los reflejos y las inquietudes de
una mujer madura que se siente muy lejos de su juventud, exiliada de la vida, y
fría, como un sueño muerto de miedo en la espalda sombría del invierno.
Una vez que ella se marchó con su auto, cuya morfología reflejaba un
diseño premeditado para adolescentes, Eloy cerró por unos segundos los ojos
para recordar su rostro, ya que sólo había podido visualizarla de espaldas, y,
suspiro de amor de por medio, se dirigió a la cocina para desayunar.
Cuando las tostadas se hallaron bien crocantes y quemadas, se sentó a
untarlas con mermelada. Las devoró en el acto y comenzó a leer un diario
viejísimo, el mismo que leía todas las mañanas. A su lado, sobre otra silla, se
encontraba un calefón en desuso que había sido reemplazado, hacía algunos años,
por otro en óptimas condiciones.
El diario le aburrió un poco, así que lo dejó de lado y comenzó a
platicar con su calefón Guillermina.
–Sí, claro, en el verano iremos a la playa, luces pálida y muy callada,
el sol te va hacer bien. Te va a dar forma, y te van a crecer por fin las
piernas.
Guillermina, respetuosa y entumecida, con su carcasa enlozada, lo observaba paciente desde la
nada.
–Hoy voy a comprarte un sombrero nuevo –continuaba–, te ves ridícula,
así no podemos ir a ningún lado; después sabés bien que la gente nos señala con
sus dedos malvados.
Luego se dirigió al baño. Se reacomodó la cara desacomodada por su
manera movediza de dormir; lavó sus dientes, como lo hacía siempre, con
dedicación y paciencia, y, observándose en el espejo gastado por el tiempo
inagotable de sus imágenes, se sintió firme y decidido para intentar relacionarse
con la vecina, quien lo obsesionaba desde siempre, pero nunca había tenido el
coraje y la decisión de engañar a su amor... quieto y sereno, destello de
locura.
Ella regresaba alrededor de las siete de la tarde y, entonces, ahí
estaría él, preparado para intentar seducirla. Ahí estaría él, para darle un
vuelco a su vida; su vidita extraña, atípica y controvertidamente verídica. Su
vida fuera de lo que había sido antes de hallar la locura, antes de encontrarse
irreconocible y feliz con su cabeza muerta, aquella que olvida el dolor,
recuerdo que da lástima y lastima el alma.
Ahora se encontraba limpiando su vieja moto. Día a día le proporcionaba
cada vez más brillo. Encandilaba como una piedra preciosa y parecía un vehículo
angelical.
Una vez conforme con el resplandor de su moto, y habiéndola usado de
espejo para acomodarse por última vez su cabello apenas largo y blanco, se
montó y se marchó rumbo a la casa de Marvin. Unas veinte cuadras lo separaban
del paradero de su gran amigo, ubicado justo en la orilla del océano y a metros
del spa donde trabajaba dando clases de yoga, su vecina.
Manejaba con su sonrisa incoherente, y emitía, cada tanto, algún
gritito, algún silbido, algún cántico. Llevaba un gorro azul de lana, una
polera negra, un gamulán marrón, sus piernas de jeans y unos zapatos sport
negros. Era bastante discreto y, casi siempre, ocultaba el colorido de su
condición mental.
En un
determinado momento, la imagen de Guillermina se manifestó en su cabeza, pues
una serie de calefones, exhibidos en una casa de electrodomésticos, lo habían
ligado automáticamente a ella. Sin embargo, intentó, con mucho dolor, esfumarla
de su mente.
Luego de avanzar los cien metros restantes, llegó a la morada de Marvin,
que se encontraba en las profundidades de sus sueños, exteriorizándolos por
medio de ronquidos densos que hacían crujir la cabaña.
Después de acomodar su motocicleta bajo la sombra de un árbol, observó
el mar, respiró hondo y se acercó a la orilla. Mojó sus pies, sin quitarse los
zapatos, y se sintió por un momento purificado, hasta que extrajo, desde las
entrañas de su ser mojado, algunos recuerdos difusos que lo trastornaban con
una inexactitud fastidiosa.
“¡Carajo!” –gritó y se sacudió la cabeza.
“Está loco, se va a congelar”
–murmuró una anciana que paseaba a su perro.
“Debe ser un drogadicto” –dijo un vendedor ambulante que vendía gorros y
bufandas de lana.
Se sentó observando el cielo y se distrajo al vislumbrar un barrilete
que condujo su mirada hacia donde se encontraban unos pájaros superpuestos de
amor. Los observó, se enterneció y se acercó a la cabaña de Marvin.
Y sus puños golpearon la puerta y latió la casa y Marvin se levantó con
taquicardia. Se colocó sus calzones, se quitó una legaña atroz, que parecía un
gnomo y se acercó con pereza hacia la puerta. El recinto era un verdadero caos.
En el suelo se encontraban latas de cerveza, ropa sucia, colillas de
cigarrillos, platos de comida, preservativos e instrumentos musicales. En el
techo, agujeros y telas de araña decoraban su pequeño cielo. Y en el baño había
gérmenes y bacterias gigantes, que olían a tiempo muerto.
Con un resto de pizza bajo uno de sus pies mugrosos, abrió la puerta,
que crujió de una determinada manera, y se saludaron con un abrazo.
Sobre la playa, sentados sobre un tronco, Eloy le contó acerca de su
decisión de seducir a la vecina, y él lo alentó y lo aconsejó, mientras
advertía que llegaba Julieta, desde las aguas, con su lancha celeste.
–Ahí viene Julieta –dijo Marvin contento.
–Es muy graciosa –comentó Eloy–, su cabello
largo se enreda por el viento.
Ella era muy simpática, divertida, de baja estatura, cintura diminuta,
senos interesantes, cola bien lograda, tez transparente, ojos verdes y su
cabello largo y blondo, realmente, en ese instante, se mezclaba con el viento
formando una ráfaga dorada.
Amarró la lancha y se aproximó a ellos. Cuando llegó y se colocó justo
frente a Marvin, le propinó una cachetada. Él se sorprendió y Eloy se rió para
transformar la agresión en caricia.
–¿Qué pasó? –preguntó Marvin, ahora advirtiendo lo que había sucedido.
–Ayer a la noche te vi –respondió exaltada.
De todas formas su rostro se tornaba más sereno y comprensible.
–¿Me viste qué? –se hizo el desentendido.
–No importa, igual te quiero –y lo besó.
Eloy se imaginó en la misma situación con su vecina y adquirió una
migraña insoportable al recibir el peso de Guillermina sobre su cabeza.
–¡Qué dolor! –se quejó
–¿Qué sucede? –preguntó Marvin, sin sorprenderse.
–Un ataque de migraña –explicó presionándose la cabeza.
Y Julieta ofreció unas aspirinas.
Una melodía serena, angelical, provenía desde un spa ubicado a unos
cuarenta metros de ahí, donde Zoe, la vecina deseada, dictaba clases de yoga y
meditación. Después de tomar una aspirina, se sintió atraído por el sonido adormecedor que le alivianaba la
jaqueca, y se acercó pausadamente hacia el lugar donde provenía el sonido.
Producía pasos cortos y prolijos y no podía evitar la sonrisa ante el alivio y,
luego, la desaparición total de la migraña.
Al llegar al spa se detuvo y, a través de un cerco de cañas, la
visualizó. El grupo de alumnos y ella estaban muy concentrados, dominados por
el sonido sereno, en una de las posiciones del yoga. El lugar estaba colmado de
almohadones, alfombras hindúes, velas, en ese instante apagadas, y algunos
sahumerios encendidos que crepitaban en silencio y ahumaban la memoria del
grupo. Ahí se podía despegar, olvidar y relajarse. Asesinar monstruos y dolores
copiosos, y palpar el nexo de uno mismo en otro lugar del universo.
Eloy observaba y se concentraba imitándolos, el humo se le introducía
por las fosas nasales y sus ojos irritados se encontraban cerrados. Seguía la
melodía como si fuera alguien que corría y corría en los rincones oscuros de la
memoria.
Al abrir sus ojos recibió la luz del día y la clase ya había culminado.
Tras el cerco de cañas, sólo quedaban los almohadones serenos y las alfombras
calladas. La música con su melodía viajera había desaparecido, y ahora, él, un
poco desesperado, se refugió en el color blanco de Guillermina; blanco como la
luna, la paz y la ternura. Regresaba gateando hacia donde estaba Marvin.
Un gorrión, rengo y cariñoso,
aprovechaba su espalda, y la ternura, entonces, crecía con paz, en el blanco de
la luna de la noche reciente.
Al llegar a la casa de Marvin, notó que él ya no estaba, y observó el
cielo, y gritó: “¡Carajo, ya es de noche!” Se le había hecho tarde para
interceptar a su vecina como lo había planificado. Eran las ocho de la noche y
el día había pasado volando, como un pájaro que observa la luna y se pierde
vertiginosamente en el agujero blanco del tiempo.
Tomó la motocicleta y se dirigió a los acantilados, donde se encontrarían
Marvin y otros, jugando al revoleo. Una pequeña franja de arena separaba el mar
de los acantilados y el juego consistía en arrojar objetos personales al mismo,
que serían devueltos a la madrugada, al subir la marea; el ganador sería el que
arrimase su objeto más cerca del acantilado.
CAPITULO 2
Se desplazaba sobre las calles tranquilas del barrio tranquilo; los
faroles marcaban con luz suave el camino, y él observaba, por momentos, la vía
láctea. En las esquinas, en los tachos de basura, se encontraban como de
costumbre una cantidad importante de murciélagos que buscaban su cena antes que
pasasen los recolectores de basura. Entre ellos siempre se podía divisar algún
pájaro confundido y algún perrito perdido. En ese horario, los vecinos del
barrio tomaban sus aperitivos en la acera y todo parecía armonioso con el
sonido sereno de la existencia y el suspiro cósmico de lo inexplicable. Los
niños jugaban a la vida y se intercambiaban el futuro; se arrojaban al suelo,
jugaban al fin y al ebrio del abuelo. Absorbían, con su corazón, la luz de la
luna, y ya comenzaban a palpitar por amor. Se trasladaban a un sueño
incomprensible, estirando de a poco el lazo con sus padres, convirtiéndose en
seres responsables-irresponsables, minuto a minuto, latido a latido, en la
rueda del mundo..., la jaula del hombre, la ira de Dios.
Ahora, sobre el acantilado, Eloy se reencontraba con Marvin, que
guitarreaba, mientras otros se preparaban para comenzar con el revoleo. En el
recinto se vendía carne asada, bebidas,
artesanías, postales para el recuerdo y maniquíes para el desconcierto. Había
mesas y sillas y uno podía sentarse a disfrutar de la salida de la luna y observarla
diferente a través de una copa de vino.
La guitarra se agotaba, el sonido se adormecía, y Marvin disfrutaba de
un delicioso vino con su estrambótico amigo.
En un momento indefinido, mientras reían y platicaban, brindaron, y el
ruido de las copas hizo un eco,
imperceptible y prolijo, en los acantilados de enfrente.
Zoe se encontraba próxima a cenar. Su marido, sentado en una cabecera,
leía y contaminaba el aire con el humo que desechaba su pipa. Una de sus hijas,
quieta y muda, miraba fijamente una de las tantas flores estampadas en el
mantel, entretanto la otra se hamacaba en la silla haciéndola crujir para que le pusieran límites. Pero su padre
se encontraba ausente y Zoe, menopáusicamente desconcentrada, tampoco veía ni
escuchaba nada. La comida se enfriaba y a nadie le importaba, todos se sentían
incómodos, extraños en el contexto vital que cruje, que observa, que fuma y
desea. Zoe pensaba en uno de sus alumnos de yoga, y su marido, ya había pensado
demasiado en su amante y comenzaba a quererla nuevamente.
–Cariño –dijo.
Y Zoe sorprendida preguntó inmediatamente qué le acontecía.
Él le había propuesto la idea de ir al cine luego de haber terminado los
postres, pero ella esquivó la propuesta argumentando que le dolía la cabeza,
cuando en realidad le dolía la vida que se iba y la rutina: el estertor
monogámico.
Romina, al escuchar el pequeño diálogo entre sus padres, dejó de
observar atontada la flor elegida, y Micaela dejó de hamacarse con bronca en la
silla.
Ahora Zoe estaba en el baño, se observaba en el espejo y el mismísimo
reflejo de sus indecisiones la hacían sentir convencida para liberarse a su
antojo. Emitió un grito muy bien cuidado, para que su decisión quedara bien
guardada en el baño, y se sintió, por fin, relajada. Abandonó el baño de sus sueños y se relacionó
simpáticamente con los integrantes de su familia.
–Me siento mejor –comentó.
–Vamos al cine –expresó contento su marido.
Romina sonrió y Micaela se sintió más fuerte.
Más tarde, comida y postre extinguidos, familia muy normal, se
dirigieron al cine, dichosos, a desparramar palomitas de maíz bajo un cielo
esporádico.
–Arrojó un zapato –dijo Eloy, observando a uno de los jugadores del
revoleo.
–Y, son jugadores empedernidos –dijo Marvin, si pudieran revolear el
alma la revolearían; además, así es el juego.
Luego otro arrojó una camisa, y posteriormente otro un sombrero. La
condición del juego era esa, atuendos
personales recién desprendidos del cuerpo.
–Estoy tan ansioso –dijo Eloy–, espero interceptarla mañana, espero no
distraerme.
–¿Y Guillermina? –preguntó Marvin, con una carcajada escondida.
–Ella sabrá entender –respondió afligido–, de todos modos no sé si me
voy a sincerar con ella; pero... claro, la mentira no me agrada ¡carajo! –y
sintió una puntada en la cabeza, un golpe, y la voz de su madre que le decía:
“¡Eso no se hace!”.
–Siempre fuiste tan mujeriego, todavía me acuerdo de tu primer
noviecita, desde ahí no paraste nunca de renovar a tus chicas. Decías la próxima
es la mejor, la próxima va a ser perfecta.
–¿Yo, chicas? –dijo desconcertado–, mi única mujer fue siempre
Guillermina.
Marvin hizo silencio, ya no deseaba hablar más en vano, así que tomó la
guitarra y ejecutó un acorde para no sentir demasiado el vacío. Eloy cerró los
ojos y disfrutó del acorde.
Cuando abrió los ojos se erizó al vislumbrar un eclipse, al cual asoció
inmediatamente con un amor imposible. La gente aplaudía y se vivía una fiesta;
ruido de copas, vinos en bocas, magia, sueños, ambiciones del alma. En una mesa
ubicada a espaldas de Marvin, una pareja de recién casados deseaba engendrar a
su primer hijo, mientras que, por lo contrario, un hombre, ubicado en otra de
las tantas mesas del mundo, deseaba separarse de su esposa, olvidándose de sus
hijos. Marvin, con un nuevo acorde entre sus dedos, anhelaba la fama y el reconocimiento como músico. Y
Eloy. Eloy, confuso, dubitativo e incómodo, no comprendía qué le sucedía; no
sabía verdaderamente si él era el que estaba deseando o si realmente había sido
víctima del deseo; como si fuera una gripe, un virus, o un camión que se
llevaría por delante a Guillermina.
–Me siento enfermo –dijo.
Marvin pensó: “¿más enfermo?” y preguntó:
–¿Qué te sucede?¿Migraña insoportable, tal vez?
–No, cargo de conciencia –respondió.
–Pero olvidate, si Guillermina no te va a decir nada. No ve, no escucha,
no frena, no dobla...
Eloy se enfadó y, para que no estallase de bronca, Marvin lo calmó
argumentándole que había sido una broma.
Brindaron una vez más, y Eloy, contento, orgulloso y utilizando su
cerebro colmado de células simbólicas de calefones brillantes, dijo:
–Y no sabés como canta.
Y Marvin ejecutó una seguidilla de acordes, una canción para la locura y
el eclipse de todos. Canción en la noche serena, reflexiva y mansa. Noche para
pensar y brillar por uno mismo bajo el ritmo poderoso de los astros, para sacar
lo bueno de uno y ser conciente de que se ha nacido. La cabeza es un mundo
privado sobre las piernas del desconcierto, un planeta diferente: gustos,
costumbres, cultura, culturas, pensamiento, anomalías y secuelas de momentos
ríspidos de la vida.
Marvin recordaba el cabello largo y terso de su madre, quien había
desaparecido en una época oscura, cuando él cumplía sus primeros cinco años.
Recordaba, pensaba, y los acordes melancólicos esperaban un nuevo estribillo,
una nueva canción, antídoto para el sufrimiento.
Imaginaba su cara gigante en la luna y se sonrojaba de amor. Emitía un
ronroneo lleno de deseos, porque todavía tenía la esperanza de encontrarla. Y
cantaba y cantaba. Cantaba para ella;
casi siempre cantaba para ella, y más aún cuando soplaba fuerte el viento.
Eloy, ahora, con el deseo a un lado, intentaba pensar en algo, pero se
le dificultaba, no se sentía dentro de sí, así que, entonces, pensaba por
otros. Observaba al resto de los comensales y recordaba un pasado a su antojo.
Se entretenía. Jugaba a la novela con muñecos de la vida. Se creía dentro de
sus cabezas gobernando sus mentes. Se creía Dios y no era para nada consciente que
Dios gobernaba su mente.
CAPITULO
3
Zoe estaba sentada entre Romina y Micaela. La película comenzaba y su
marido recién llegaba con las gaseosas, las palomitas y algunos chocolates. Al
sentarse recibió algunos chistidos, porque tarareaba la melodía que florecía
desde los parlantes; y luego de repartir las golosinas estiró su brazo por
encima de Romina, para apoyar su mano, cariñosamente, en el hombro de Zoe, a la
cual encontró dura y fría como una momia o una de las tantas columnas del cine.
Romina disfrutaba de un chocolate y observaba la película contenta desde
su círculo familiar, mientras que Micaela, la más grande, relajada y completa,
pensaba en uno de sus compañeros del colegio, cruzándose las piernas para que
uno de los dobleces del pantalón se le internase íntimamente en la cajita
feliz.
Zoe miraba, pero no miraba; su cabeza viajaba y la concentración se
esfumaba. Recordaba su adolescencia, cuando no estaba atada a nada y se
suspendía tiernamente en el aire reflejándose en los ojos de los chicos
curiosos, ansiosos por su corazón. Recordaba y el recuerdo la atontaba. Sus
hijas le hablaban y ella no escuchaba, porque miraba, pero no miraba, y no
escuchaba, porque no se le antojaba.
La película había resultado demasiado aburrida, así que, ahora, para
compensar, se dirigirían a tomar un helado bien sobrecargado en obleas y
chocolate rallado.
–Un poco aburrida –comento Raúl.
–A mi me gustó –respondió Zoe.
Y sus hijas la observaron con gran desconfianza.
–Vamos por los helados –dijo Raúl.
–Vamos –gritó Romina, contenta.
–Vamos –dijo Micaela, seria.
Zoe sólo asintió con la cabeza.
Se desplazaban a pie, visto que la noche se hallaba agradable para así
hacerlo. Romina sobre los hombros de Raúl, y Micaela tomada de la mano de Zoe,
que se desplazaba estrolada sobre sus zapatos etéreos. Ella ahora recibía la
imagen de Eloy, imagen que emitía el saludo, atípico y cordial, de las tardes
en las que se habían cruzado de ida o vuelta del almacén ubicado en la esquina de sus hogares.
A ella siempre le había resultado atractivo, a pesar de su extraña manera de
relacionarse, incluyendo su saludo incoherente. Eloy al saludarla se esmeraba,
pero sin embargo se ponía nervioso, su cabeza chisporroteaba, y decía cosas
como éstas: “Hola, que tal, lindo día, el sol entre tus piernas, brillo por mi
ausencia”, o, “buenas tardes, qué linda está, y... ¿las calles...? Claro, el
asfalto; el asfalto es un desperdicio ético”, o si no, “buen día, ¿sus brazos
son dorados?
–Un helado de frutilla, vainilla... y... obleas, y pepas de chocolate
–pidió Romina.
–Uno de banana y leche de coco y todo –ahora había sido el turno de
Micaela.
Raúl no pidió nada para mantener joven su panza, y Zoe pidió uno
dietético, bien frío.
Minutos después se dirigieron a los acantilados. Raúl abrazaba a una Zoe
tensa y callada. Las niñas tomaban la delantera, platicaban sobre cosas de
señoritas, se reían y experimentaban frases nuevas en sus vidas. Estaban
contentas; con sus padres abrazados sentían sólido el piso y se sentían seguras
para lo que le deparase el mundo.
Los acantilados se encontraban cerca y varios vecinos se desplazaban
hacia allí, puesto que la noche se percibía sublime, debido a una reciente
ráfaga de aire caliente que contrarrestaba el frío, provocando un clima
perfecto, punto de cocción justo entre calor-frío, humedad-viento, luz de
luna-oxígeno, rotación planetaria-relax íntegro del creador que descansa.
CAPITULO 4
–Qué bella noche –dijo Marvin.
–Sí, hermosa –confirmó Eloy–, me encanta cuando todo parece quieto.
–Y se respira alivio –continuó Marvin– y esperanza y se concentra en el
estómago algo inexplicablemente bello.
–Sí, qué noche generosa.
–Es el clima que nos sobreprotege.
–Como un padre –interpretó Eloy.
–Y una madre –agregó Marvin, suspirando, y observó los astros para
hallar el resplandor de la suya.
–Creo que en algún momento tuve un padre –comentó Eloy–, pero no estoy
seguro, o... a lo mejor no lo recuerdo.
–Brindemos por lo que no sabemos y el maldito desconcierto –dijo Marvin.
Y alzaron las copas.
–Ahí viene tu vecina –señaló Marvin.
Eloy reacomodó su camisa y engominó su cabello con sus dedos mojados en
vino. Esperaba que ella se desplazara a su lado para saludarla seductoramente.
–Cuidado que viene con su marido –advirtió Marvin.
–Las mujeres son del viento –dijo Eloy, y culminó con su copa de vino, a
lo grande.
–¿Y Guillermina? –preguntó Marvin a la expectativa de su reacción.
–También –respondió él, con dolor–, claro, y por eso trato que no salga
de la casa.
Marvin se puso nervioso por lo que podría llegar a decirle a Zoe, así
que optó por alejarse. Fue a caminar por ahí, por allí, con la expectativa de
encontrarse con algún otro amigo.
Eloy observaba a través del reflejo de su copa; Zoe avanzaba preocupada
y tensa, pero bella y librada al azar.
Apoyó la copa y Zoe ya se desplazaba a su lado.
–Hola, que tal –saludó, y ella lo miró con gusto–, la noche es tan bella
como... tu cartera.
Ella se rió notando que su incoherencia, a la hora de saludar, había
mejorado bastante, mientras que el marido se acercó para golpearlo, desistiendo
luego, al asociar cartera con homosexualidad.
Ellos siguieron su camino. Zoe, cada tanto, giraba la cabeza, y Eloy,
asombrado de sí mismo por no sentir timidez, la saludaba como se suele saludar
a la distancia; agitaba una mano como si estuviera espantando a un pequeño
fantasma.
“Me siento seguro” –pensó, y se preguntó si el vino sería el causante de
su estado de ánimo, mientras llenaba nuevamente la copa.
Culminó con el vino y observó la luna que se le borroneaba demasiado
como para intentar descifrar algún tipo de mensaje en sus cráteres. Entonces,
para mantenerse ocupado en su mesa vacía, intentó escuchar las conversaciones
del resto de los comensales. Afiló sus oídos y empezó por una pareja de jóvenes
que estaba ubicada justo frente a él. El muchacho, con mucha seducción entre
sus labios, le decía a ella lo siguiente: “...y entonces a ver si el mundo
existe, sólo, para que en algún momento estemos juntos”.
Luego continuó con la mesa ubicada a su costado izquierdo, conformada
por cuatro hombres de unos cuarenta y cinco años de edad. Platicaban ultimando
detalles de un robo al banco ubicado en una esquina de las diagonales de la
plaza central.
Finalmente decidió retirarse. Se levantó un poco mareado, pagó lo
consumido y se lanzó a caminar.
Contaba estrellas, se confundía y comenzaba de nuevo con el conteo. Se
rascaba la cabeza y se volvía a perder nuevamente en el cielo. Respiraba hondo
para minimizar el mareo y saboreaba el aire salado proveniente del océano. El
clima, a pesar del frío que retornaba con la huída de la ráfaga cálida, le
agradaba demasiado, así que decidió bajar a la playa para humedecer sus pies.
Por fin llegó, luego de ejercitar sus piernas al bajar los ciento
cincuenta peldaños de la gran escalera de madera, que daba acceso a la costa, y,
exhausto, se aproximó al océano. Primero inmiscuyó sus pies, y, luego,
paulatinamente, a medida que avanzaba iba desapareciendo del éter de la vida
humana para encontrarse en un mundo diferente.
Después de observar, con mucha aprensión, algunas especies, recovecos y vértices escandalosos del mundo
marino, salió a la superficie horrorizado, pues había imaginado algo que
escapaba de los límites de su agrado. Se le habían presentado visiones
escalofriantes provocadas por su pequeño monstruo, morbo que vive en los genes
del hombre y se manifiesta cuando se duerme parte de la máscara.
Se secó revolcándose en la arena y, por supuesto, todas las miradas de
las personas aledañas recaían en él. Enarenado, entonces, emprendió el regreso
a su casa. Quería acortar el tiempo en su cama, para interceptar por la mañana
a Zoe en la vereda. Una vez que los
peldaños de la escalera quedaron atrás, llegó por fin donde se encontraba
ubicada la motocicleta brillante. La encendió, se subió con lentitud, para no
desprender tanta arena del cuerpo y así ensuciarla lo menos posible, y aceleró
hasta su casa. Al pasar por la plaza, vio como asaltaban el banco y eso le
pareció gracioso, así que se rió inflando sus cachetes al recibir una pequeña
tromba de viento dentro de su boca.
Al llegar a su casa, lo primero que hizo, luego de haber entrado la
motocicleta, fue dirigirse a la cocina a beber un vaso de agua, para apaciguar
la acidez que le había provocado el vino en su pequeño estómago. Abrió el
grifo, se sirvió el agua, y notó que, a su espalda, la presencia de Guillermina
era demasiado fuerte. Entonces pensó que estaría enojada por haberla dejado sola
tanto tiempo, de manera que se acercó, la besó, la acarició, la abrazó y la
meneó mientras le cantaba al oído ejecutando un delicioso vals genuino.
Ahora, más relajado y con el estómago un poco aliviado, se dispuso a
buscar finalmente el sueño en el fondo más íntimo de su cama, para acortar el
tiempo, claro, e intentar, con mucha dificultad y culpa, traicionar a
Guillermina.
CAPITULO 5
En la plaza central se vivía un clima de tensión bastante importante. La
policía rodeaba las inmediaciones del banco exigiéndole a los delincuentes que
se entregasen.
Astutamente ellos pudieron escaparse por una claraboya que los libraba a
un campo abierto de techos y tanques de agua. Se desplazaban felices con sus
botines al hombro, aunque un poco intranquilos, porque aún no se encontraban a
salvo.
Al descender del último techo, sobre la calle paralela al banco,
decidieron tomar rehenes para escudarse en el caso de ser localizados. Y así lo
hicieron cuando detuvieron a un auto que se trasladaba por esa misma calle. En
éste se hallaba una pareja de jóvenes; los mismos que estaban en el bar de los
acantilados junto a ellos.
Uno de los delincuentes tomó el mando del auto y los jóvenes fueron
alojados y encañonados, agachados, en el piso de la parte trasera.
Ellos se observaban aterrados, amándose, no sabían qué sucedería con sus
vidas y la incertidumbre los destruía minuto a minuto. Sin embargo, en breve,
se tranquilizaron, cuando el líder de la banda les pagó por los servicios
“prestados”.
“Qué ladrones morales” –pensó el joven.
“Es lo mínimo que se debe hacer con un rehén, tendría que estar incluido
dentro de los derechos humanos” –pensó la joven, mientras contaba los billetes.
Pero luego recapacitó y se dijo: “ningún delincuente respetaría tal derecho”
Avanzaron cinco cuadras o quinientos metros tirantes, y aún no se les
había presentado ningún inconveniente.
Los delincuentes pensaban en qué gastarían los cien mil dólares, hasta
que el sonido ensordecedor de un par de sirenas de patrulleros les hizo pensar
que a lo mejor no podrían gastarlos. Avanzaron nerviosos algunas cuadras más, y
los patrulleros, desplazándose sobre la calle paralela, no podían divisarlos.
El líder tomó como resolución la idea de abandonar el auto, teniendo en cuenta
la posibilidad de que algún testigo hubiera colaborado con la policía.
Se bajaron del auto e irrumpieron en la casa más cercana. Era una gran
puerta blanca, de una casa vieja y bella, aunque muy despintada, la que recibió
el balazo en la cerradura. Era la casa de Eloy, que en ese momento se
despabilaba, una vez más, en un nuevo día de su vida sostenida por un hilo. Se
desperezó por unos segundos mientras pensaba que tal vez aquel ruido no habría
sido el del portón de su vecina, y ahí fue cuando se topó con los cuatro
ladrones y los jóvenes, y les dijo:
–Yo los conozco del bar, escuché algo de lo que hablaban. Y a ustedes –y
los señaló– además los vi robando el banco, me parecieron muy graciosos, quiero
una de esas máscaras.
De inmediato el líder le facilitó una.
–Muchas gracias, ¿pero, qué hacen por acá? ¿No habrán arrojado la calle
dentro de mi casa?
–Por así llamarlo –respondió el líder–, de todas formas tenemos plata
para usted.
Y Eloy recibió unos diez mil billetones en una bolsa negra.
–Guau –se expresó–, entonces seguramente la calle está atravesando mi casa.
La soledad... se va a ir al carajo, pero... claro, no voy a tener intimidad con
Guille.
–¿Guille? –preguntó uno.
–¡Guillermina! –especificó Eloy, con los bellos de su cuerpo erizados,
producto de la estática del amor.
–Ah, es la mujer –agregó uno.
–Si, ella está siempre en la cocina –comentó Eloy.
–Entonces que nos prepare un té –solicitó el líder.
–No, esas cosas las hago yo –dijo Eloy–, ella no tiene extremidades.
Todos se miraron apenados. El líder, quebrado y al borde del llanto, le
obsequió diez billetones más. Eloy los recibió contento y pensó en sus
vacaciones. Ellos se sentaron en los sillones del living para relajarse y
distenderse un poco. Eran las siete de la mañana y los ladrones habían decidido
dormir ahí y resolver luego cómo seguirían con el asunto. Dos de ellos utilizaron
como cama los sillones; el líder y el restante la alfombra, y la parejita el
cuarto de servicio.
Eloy, ahora, sólo esperaría; haría tiempo girando sobre su eje
incoherente, se armaría de paciencia hasta la hora oportuna, mareándose para
calmar su ansia.
Una hora después se desplomó en el suelo y permaneció media hora
recuperándose. Posteriormente se dirigió a la cocina a preparar tostadas y
saludar a Guillermina con un beso como suele hacerlo a diario. Prendió la luz,
la saludó; prendió la hornalla, colocó la tostadora y futuras tostadas.
Las untó, se sentó despacio y, todavía mareado, no estaba en condiciones
de contarle a Guillermina acerca de la plata que le habían abonado por aceptar
que la calle entrase a la casa.
Finalmente abrió la boca.
Luego de quince minutos de charla tendida como campanas de goma bajo el agua, tomó el diario
de siempre y, sin sus lentes para la lectura, leyó algo con fabulosos avances y
síntesis de su periferia desconocida, la realidad, el gran planeta demente.
Luego se concentró para escuchar el ruido lindero, pues sólo faltaban algunos
minutos para que Zoe imprimiera sus huellas digitales sobre el portón, el cual
se trababa adecuadamente cerrándolo con violencia.
Se alejó de la cocina para evitar la presencia de Guillermina y se
detuvo en su cuarto, cerca de la ventana con las celosías entreabiertas.
Escuchaba inevitablemente el tic tac de su viejo despertador oxidado y esperaba
ansioso el ruido.
Tic tac por aquí, tic tac por allí, y ahora sí, el ruido destelló allá,
en la intemperie, donde Zoe centelleaba bajo la luz del sol de un hermoso día.
“Ahí está” –dijo Eloy, y se dirigió a la acera a interceptarla.
Empujó la puerta con la cerradura violada, y no se sintió seguro ni
decidido como se había sentido la noche pasada en los acantilados, sin embargo,
se acercó a ella, que se encontraba próxima a subir al auto y la saludó con un
beso como si entre ellos sobrase la
confianza.
–Hola, buenos días –respondió Zoe, contenta y sorprendida, y le preguntó
si sabía algo acerca de lo sucedido con respecto al disparo en la noche.
–Están haciendo una reforma en la calle –respondió él–, una extensión
o... un callejón.
Zoe observó los alrededores, desérticos en máquinas mezcladoras y bolsas
de cemento, y pensó que a lo mejor le había hecho un chiste, de manera que se
sonrió un poco mientras trataba de descifrar la humorada.
–¿Vamos al bar de los acantilados? –la invitó Eloy, sacando fuerzas
desde las entrañas de la tierra.
Ella se sonrojó, su cara se tornó maravillosamente violeta, y le
respondió:
–¿Y cuándo?, no sé si debo.
–Sí, debe –respondió, ahora sin inhibición alguna.
–Y, bueno –dijo ella.
–Y claro –agregó él.
–Y, sí –dijo ella, un poquito enamorada.
–Y, sí; a las ocho en el bar –indicó él, y ya se le empastaba algo en el cerebro– claro, la vista... qué
buen momento, los acantilados, ¿cuando
sueño, mastico estrellas mientras duermo?
Ella miró hacía otro lado, por si acaso se le escapara una carcajada, y
él continuó la plática:
–El horno es lindo para un nido, yo la vi descalza, sobrevolaba a un
padre conocido; cuchillo, cajón y vino.
Ella ahora lo observaba con ternura, advirtiendo su demencia prolija,
visto que él estaba con su ropa reluciente, sentado, calmo y sereno, sobre el
cordón de la vereda.
–¡A las ocho! –le gritó ella, para sacarlo del trance.
–Sí, claro, mujer, a las ocho en los acantilados.
–En el bar –especificó ella.
–Ah, bueno –respondió él, le había gustado la idea.
–Chau –saludó ella.
–Hola –saludó él.
Zoe sonrió y se marchó en su auto. Él entró a su casa contento sobre su
calle entrante.
CAPITULO 6
Dos años atrás, fue cuando Eloy sufrió una importante distorsión en su
materia gris, producto de su cabeza usurpada por los efectos del horror, y
adquirió una nueva concepción de la vida. Fue un día en el cual, aburrido y
solitario, observaba su cómoda de cuatro cajones y sintió un impulso
desesperado, una atracción hacia ellos; una atracción escalofriante, pero
inevitable, una atracción complicada, escamada, delicada.
Al abrir el primer cajón se sintió bastante incómodo y tomó unos chiches,
que se encontraban mezclados entre algunas medias, calzoncillos y cinturones, y
lo cerró sintiendo una extraña sensación por dentro. Luego, al abrir el
segundo, encontró solo un muñequito
acuoso, de cuando era niño, que le humedeció un poco la memoria. Después abrió
el tercero, y, al revolver, encontró de todo: fotos tristes, postales de la
mentira, cajas de profilácticos vacías, desodorantes acabados, pañuelos
descartables, caramelos petrificados, collares abandonados, llaves muertas y
una cantidad considerable de murmullos y pequeñas voces con olor a muerto.
Posteriormente, una vez cerrado el cajón, que le produjo náuseas y mareos, fue
entonces cuando, en el cuarto cajón,
halló, simplemente, la locura.
Locura: Lotería de vivencias, girar de la moneda, destino y sus
secuelas.
Como la muerte, en cada esquina, aguarda. Debajo de las camas y en las
duchas; en los autos, en las rutas y en los campos. Donde sea que haya oxígeno.
En invierno y en verano; en las cómodas, zapatos y estropajos. En los sueños,
en los llantos y en los cantos solitarios.
Cara de mujer dudosa, cara de la muerte enloquecida espera en las manos
del creador. Entidad que se contrae, se expande, se extiende y se divierte en
los sueños de la gente. Le roba el alma y la devuelve bruscamente. Los destapa
mientras duermen con su ser inocente. Sacude sus cabezas, revuelve sus sesos y
acelera sus corazones, para que, consecuentemente, se despierten sobresaltados,
o sufran de jaquecas durante el día, o dejen de querer a alguien, o sientan una
angustia inexplicable hasta perder la razón.
CAPITULO 7
Los delincuentes y los rehenes charlaban en el living. Muy relajados ellos disfrutaban de sus
chistes y anécdotas como si fueran amigos desde siempre.
Eloy se integró al grupo y se sintió muy a gusto, alejado de la soledad.
“Es una calle llena de amigos” –pensó, y trató de recordar el horario en
el cual se encontraría con la vecina.
–Bueno, nos vamos –dijo el líder.
–Pero volvemos mañana –dijo otro de ellos.
–Sí, claro –dijeron los jóvenes.
–Por supuesto –afirmó Eloy.
–Bueno, nos vamos –reiteró el líder–, mañana a la hora del té
regresamos.
–Nosotros también nos vamos –dijo el joven.
–Y yo me quedo no más, no menos es mucho más que un bledo –agregó Eloy.
Todos rieron de una manera forzada y se marcharon luego de haber
saludado.
Eloy comenzó a limpiar su motocicleta. Una
vez removida la arena con un plumero, la lustró nuevamente y permaneció
observándola por algunos minutos. Luego la acarreó hasta la acera, y la
encendió para emprender su paseo diario, sin advertir que, a unos metros de
distancia, una señora lo observaba con malicia. Se dirigiría al mar como solía
hacerlo siempre por las mañanas. Antes se demoraría unos minutos en el banco
para cobrar un subsidio que le había otorgado el estado hacía cinco años, ya
que en dicho país no estaban permitidos los psiquiátricos. Aparte del subsidio,
las personas con características similares a las de Eloy, recibían dos visitas
semanales por parte de profesionales adecuados para cada caso en específico;
y en caso de soledad rotunda eran
visitados por trabajadores o trabajadoras de la noche, o asistentes sociales
con libros de cuentos bajo el brazo. Eloy había rechazado ese tipo de visitas
por respeto a su mujer enlozada, el amor que no escapa, y sólo había aceptado
con desconfianza la visita de un psiquiatra, sin saber, por supuesto, de qué se
trataba.
La plata que cobró en el banco la regaló de inmediato, por que no la sentía imprescindible luego de
haber recibido tanto dinero por parte de los delincuentes o, según él, los
constructores de la extensión de la calle dentro de su casa.
Finalmente llegó a la costa. Dejó su motocicleta en el lugar de siempre
y ahí no más estaba Marvin cantándole una canción de su autoría a Julieta.
Canción inspirada en lo que había dicho Eloy en el bar de los acantilados: “las
mujeres son del viento”.
Los acordes sonaban devastados y la melodía triste se desplazaba agazapada
sobre la superficie del océano, mientras Eloy escuchaba atentamente la letra:
Oh nena
en los cielos de mi lujuria,
arráncame de este infierno
circular,
llévame hacia otro lugar,
desgarra mi alma impura,
abrázame para extirparme el mal.
Nena del viento,
sueño inesperado, llanto
purificante,
intérname en tu corazón de sol;
enséñame el bien, corrígeme con
amor
y elévame sobre tus brazos
alejándome del dolor.
Oh nena
en los cielos inmaculados del
mal,
arráncame de este océano infernal
llévame hacia otro lugar,
ilumina mi alma oscura,
apártame de la realidad virtual.
Oh nena del viento
del sueño que me salva,
oh nena del tiempo
del mundo de mis palabras,
Oh nena...
Oh nena...
Eloy se había sentado con ellos al lado del fogón, y ahora la canción
culminaba lentamente, hasta hallar un silencio muy acogedor.
Julieta enternecida, enamorada y bella, lo abrazó para contenerlo, pero,
sin embargo, Marvin ya comenzaba a pensar sobre la droga que consumiría a la
noche.
–Canción impecable –halagaba Eloy–, pero yo soy el dueño de los vientos.
–Las mujeres son del viento, –dijo Marvin–, claro, son de todos y en
consecuencia, no son de nadie. Esta mujer seguro que en cualquier momento se
va, se vuela al carajo.
Julieta lo observó irritada y Marvin destapó su petaca de whisky.
–Como una garza –dijo Eloy.
–Como
una garcha –agregó Marvin, y sorbió de la petaca.
–Ya estás borracho –le dijo Julieta enojada, y se marchó en busca de su
lancha.
–Vez, ahí se va –dijo Marvin.
–Y sí –dijo Eloy–, las mujeres y las lanchas son del viento.
–¿Y las lanchas y las garchas? –dijo Marvin sonriéndose.
–Y los océanos y los mundos –agregó Eloy.
–Tomá un trago –ofreció Marvin su petaca.
Pero Eloy no aceptó y se acercó a la orilla del mar. Antes de arribar a
la misma, una ventisca filosa lo atravesó. Cuchillo de viento de su pasado
cruel. Pasado infernal, incomprensible y letal.
Pasado.
El pasado que vive en la conciencia de la gente, para remontarle una
sonrisa, enternecerlo, o destruirle cada día de su vida.
Pasado.
Sombra áspera y dulce de lo vivido, que avanza y llora como un niño
perdido en el laberinto del olvido.
Pasado.
Poseer un pasado es lo más extraño que le pudo haber sucedido al hombre.
Individuo.
Ser humano.
Toda persona se halla enferma y, portadora de un pasado en la memoria
que no duerme, avanza hacia la muerte; sonrisa eterna, alivio permanente.
CAPITULO 8
Arrodillado sobre la orilla del mar, mojaba su cara y respiraba el aire
puro, para lograr, a duras penas, que en su cabeza no estallase una bomba.
Marvin lo observaba a través de una llama translúcida y comenzaba a temerle a
la locura. Observaba a sus alrededores, alerta, como si pudiera ser emboscado
por la misma, y bebía de una nueva petaca, para incrementar el grosor de su
escudo.
Cuatro personas se acercaron a calentarse al fogón. Marvin sintió un
poco de miedo al principio, pero luego se tranquilizó al divisar clemencia en
aquellos ojos extraños. Eran los ladrones del banco, quienes, en ese preciso
instante, se encontraban abrazándose con Eloy, recién integrado al fogón.
Los seis bebían champán contentos y
respiraban una armonía amistosa, que les llenaba los pulmones de dicha. El sol
perforaba a una nube en seis agujeros idénticos, y ellos, bajo un paisaje de
vino efervescente, brillaban envueltos de magia divina.
Así permanecieron, iluminados, durante algunos segundos, hasta que dos
personas más se integraron al grupo. Eran los jóvenes que habían sido tomados
de rehén; y, entonces: abrazos y alegría, bebida y armonía; rito amistoso,
coraza ante la vida.
Marvin aplicaba sus acordes más preciados y todos cantaban y reían para
prevenir tumores con pastillas de alegría. Eran un pequeño club, una bola
compacta y terapéutica, donde Eloy se sentía muy a gusto, pero sin dejar de lado en ningún momento la atracción por
Zoe y, mucho menos, el amor por Guillermina. Cada tanto volteaba su cabeza para
imaginarlas sobre el océano y volvía nuevamente a integrarse a la esfera
terapéutica, que, por cierto, era mucho más efectiva que las visitas semanales
a su domicilio.
El líder le pidió a uno de sus secuaces que trajera otra botella de
champán del auto, y así permanecieron en la esfera durante un par de horas. Luego
se marcharon a sus respectivos hogares –finalmente no se encontrarían a tomar
el te–, y frente al fogón extinguido se encontraron Marvin y Eloy solos.
–Hoy me encuentro con Zoe –dijo Eloy.
–¿Con Zoe? ¿Tenés una cita? –preguntó Marvin.
–Sí, creo –respondió dubitativo– y... no recuerdo exactamente la hora.
–¿Y dónde se encuentran? –preguntó, con un bostezo de por medio, y se
desplomó para dormirse una siestita borracha.
–En los acantilados. Debe ser en el bar –y también se dejó caer en el
suelo arenoso para descansar un poco.
Descansaban arrullados por el canto suave de algunos pájaros, y el
alcohol en sus venas generaba la temperatura necesaria para que no sintieran
frío. Sus sonrisas eran amplias y sus almohadas vidriosas, pues habían
utilizado como tal, las botellas de champán. Lucían devastados, sinceros y
frágiles. Parecían dos muñecos muertos en la porción más delicada de la torta
del mundo.
Eran las cuatro de la tarde cuando se levantaron famélicos, con un
pequeño fuego interno.
–Deberíamos comer algo –dijo Marvin.
Y Eloy asintió que sí con la cabeza, entre tanto descubría que por la
calle circulaba un vendedor de sandwiches.
–Señor vendedor –convocó entonces.
Y así solucionaron el tema del almuerzo y
la merienda, de un tiro.
Comieron demasiados sandwiches, a tal punto que sus panzas hinchadas
parecían dar a luz un escándalo.
No se podían mover de tan pesados que se sentían y de hacerlo era
probable que sucediera lo indeseable, así que reposaron media hora más, para
luego sí, abandonar la playa sin ningún percance.
Transcurridos los treinta
minutos, Marvin se regresó a su cabaña y Eloy emprendió el recorrido rumbo a
los acantilados.
Mientras recibía el viento helado en su cara y aceleraba y embriagaba a
medida que el motor se lo solicitaba, trataba de recordar el horario en el que
se encontraría con Zoe y observaba cosas muy peculiares en las cuales ningún
ser se detiene a dedicarles su tiempo. Posaba sus ojos en buzones,
alcantarillas, baldosas, contenedores de basura y cordones entre otras cosas, y a veces posaba sus ojos
en algunos pájaros o palomas, para permanecer ciego por algunos segundos.
CAPITULO
9
Llegó al bar de los acantilados y se alojó en el lugar que le había
resultado más atractivo; eligió una mesa ubicada al borde del abismo. Esperaría
el tiempo necesario para que Zoe apareciera. Mientras observaría el océano y
vislumbraría algunos pájaros. La vista desde ahí era grandiosa y la altura, más
seductora que nunca, atraía peligrosamente a la gente, sensación de susurro
sensual manifestándose desde el océano.
Bebía jugo de naranja mientras disfrutaba del vuelo de una pareja de
zorzales. Cuando estos desaparecieron, se agachó para observar el estado de las
patas de las mesas y las sillas del lugar. De ese modo se demoró un rato, y
luego mucho más, para estirar el tiempo, claro, y que todo sea más llevadero.
Un viejo reloj, ubicado dentro del bar, marcaba el número ocho, y allí
se acercaba Zoe, puntual, radiante y rejuvenecida, aunque un poco nerviosa por
los golpecitos mentales que le provocaban las expectativas. Caminaba con cierta
prestancia y una sensualidad totalmente remozada. El ruido de sus tacos sobre
la acera era agradable y la inocencia de su sonrisa era la que le quitaba los
años de encima.
Se acercó hacia la mesa donde estaba ubicado Eloy, y saludó:
–¡Hola!, llegué puntual.
–Sí, como un zorzal –contestó él.
–¿Los zorzales son puntuales? –preguntó ella mientras tomaba asiento.
–Y claro, todos los pájaros son puntuales –afirmó con toda seguridad.
–¿Y puntuales para qué? –inquirió ella, con suma curiosidad.
–Y... para sus tareas cotidianas –explicaba con seriedad–. Para buscar
sus alimentos o ir de paseo o construir sus nidos. Ellos tienen todo muy bien
organizado y esquematizado.
Zoe escuchaba contenta y hacía fuerzas para que continuara así, sin
desvariar al menos por un rato.
–Y una vez vi a un pájaro borracho con ruleros que quería asesinar a
otro con un utensilio... filoso.
“Uy ahí comenzó a delirar” –se dijo ella, y pidió una cerveza.
–Que sean dos –agregó él, y abandonó la plática.
Silencio.
–¿En qué pensás? –preguntó ella.
–No, en nada –respondió él.
Y llegaron las cervezas.
–Bueno, brindemos por..., por esto –propuso ella.
–Por este momento –afirmó él.
–Y claro –dijo ella.
–Y claro que sos hermosa –remató él.
Y a ella se le puso la piel de gallina, de amor.
–Gracias, y vos también sos muy guapo –se expresó con timidez, como si
fuera una jovencita.
El bebió un sorbo de cerveza y comenzó a sentir cargo de conciencia.
–Voy al baño –anunció, y se puso de pie.
Zoe, todavía erizada, pensaba cómo le diría a su marido que andaba con
muchas ganas de separarse.
En el baño, Eloy, luego de desagotar su vejiga, golpeaba su frente con
los azulejos, para quitarse a Guillermina de la cabeza.
Ahora, de regreso a la mesa, se encontró con Zoe sorprendida.
–¿Qué te pasó? – preguntó ella preocupada.
Y recién ahí, en ese mismo instante, Eloy comenzó a sentir un chorro de sangre
que caía sobre su rostro.
–Ah, claro, me golpeé con una lámpara –explicó, mientras insertaba un
dedo en la fisura de su frente para que no corriera más sangre.
Ella tomó un pañuelo de su cartera y lo asistió hasta que la herida
coaguló lo suficiente como para que no derramara más sangre.
–Hay que tener cuidado con las lámparas –dijo ella.
–Sí, sí, están por todas partes –y observaba a sus alrededores.
Ella atinó a reírse confundida.
–Pero por suerte –continuaba él– estás vos para curarme, preciosa.
–Y claro, dulce –deslizó ella de su boca pintarrajeada, mientras en su
interior, latía un corazón nuevo.
–Dulce de leche eres tú –le dijo con una lingüística un tanto española,
ya que en algunas oportunidades solía dirigirse de esa manera.
Ella lo miró con dulzura y se tomaron de las manos. En el centro de la
mesa había una pequeña vela encendida, porque todo era romántico y la luna y la
música del amor lo afirmaban.
No emitían palabra alguna, y lo único que se escuchaba era la música del
amor en sus oídos. Sólo se miraban fijamente a los ojos. Ella se veía reflejada
en uno de sus ojos, y en el otro veía reflejadas a sus hijas. Él también
observaba su reflejo en uno de sus ojos, y en el otro recién brotaba la
inevitable imagen de Guillermina impecablemente lustrada.
–Vamos a caminar –propuso Zoe inquieta, como toda mujer que no sabe
realmente adonde quiere llegar.
–Es una gran idea, y la idea es que vayamos a caminar –dijo Eloy,
mientras hacía un ademán llamando a la mesera.
Ella se rió del juego de palabras y pensó que en los momentos de
coherencia, él era bastante inteligente, sensato y gracioso.
Llegó la mesera. Eloy pagó con un billete gigante, y la mesera se
sorprendió, emocionándose, cuando él le dijo que se quedara con el cambio.
Caminaban tomados de las manos, a Zoe ya no le importaba en absoluto qué
diría la gente, y Eloy sabía muy bien que Guillermina no salía para nada de la
casa.
–¿Qué querés que te compre? –le preguntó él, contento.
–No, nada, ¿por qué? –preguntó ella.
–Porque tengo el dinero para lo que sea –explicó chistosamente, con un
tono soberbio.
–¿Y de dónde lo sacaste? –preguntó ella curiosa.
–Me lo dio la gente de la municipalidad, o del banco –refiriéndose a los
ladrones de banco- pero... ya no recuerdo porqué.
–Ajá –dijo ella.
Y justo frente a ellos, a unos treinta metros de distancia, se acercaba
su marido bastante enfadado.
–Ahí viene mi marido –dijo Zoe, sintiéndose muy incómoda.
–Y, qué se joda –dijo Eloy, y apretó bien fuerte su mano.
Su marido comenzó a correr, y, como si hubiera recapacitado, se detuvo
justo antes de golpearlo.
–No, está bien –dijo– vos no tenés nada que ver, sos tan sólo un loquito;
pero... en cambio, ella…, creo que ahora es la que está realmente mal de la
cabeza.
–Si, está bien, como quieras llamarlo –dijo Zoe, con voz fuerte–, pero
mañana mismo empezamos a tramitar el divorcio.
–¡Me cago en Dios! –dijo furioso el marido y pegó la vuelta.
Ellos se abrazaron, se besaron y, con locura o sin locura, sentían que
el mundo se había encendido para ambos.
–Esto es como un viaje –gritó Eloy desconcertado por el sabor de un beso
concreto.
–Y para mi es un viaje hacia atrás –expresó Zoe suspirando.
–Atrás, atrás, atrás; mi mamá me va a matar –vociferó Eloy.
–¿Qué dijiste? –inquirió Zoe, con sospechas acerca de una conexión entre
la madre y la locura.
–Y… algo que rime con atrás.
–¿Te gustan las rimas o... los juegos de palabras?
–Sí, a veces, no sé; no estoy muy seguro, creo que se me escapan, es
como si se me abriera la boca y desde la garganta se dispararan las palabras.
–¿Garganta? –se entrometió un muchacho, que se desplazaba por allí
vendiendo rosas con un poema abrochado en el tallo.
–Sí, garganta, ¿y qué? –preguntó Eloy.
–Escuchen esto –sugirió, y comenzó a leer uno de sus poemas:
Enferma es la palabra
Enferma es la palabra que se mueve en tu
garganta, y la voz del tiempo en la memoria de Dios se contrae, temerosa,
porque la vida se deforma y se expande entre tus garras, donde la belleza se
desplaza cómplice, seduce nuevas víctimas, les da brillo, las domina y las
acomoda frente al abismo: tu garganta enferma y la palabra ácida que las
elimina.
Enferma es la palabra en el papel que se
incendia, y los niños juegan al bombero y las madres lloran, porque no hay
dominio en las mareas asesinas, y los soles duermen congelados y la dicha se
derrumba y la magia es un espejo que destella dardos y la muerte no era muerte
y la vida, una vez más, se tuerce.
–Divertido –expresó Eloy.
–Bueno yo se lo compro, sino quién se lo va a comprar, nadie va a
regalar una flor con eso, no son muy compatibles que digamos –dijo Zoe, y le
compró la flor con el poema adjunto.
El poeta se marchó, Eloy recibió la flor que le obsequió Zoe, pero un
fuerte viento remontó la rosa por el aire arrojándola al océano.
–Las flores son del viento –murmuró Eloy.
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
s
CAPITULO 11
Caminaron durante algunos minutos sobre la playa, y luego tuvieron que separarse, porque Zoe debía
regresar a cenar con sus hijas. Previamente habían acordado encontrarse, al otro
día, en el mismo lugar y en el mismo horario.
Por otra parte, los ladrones de bancos se encontraban inmiscuidos dentro
de la mansión de un narcotraficante dispuestos a saquearla. Y así lo hicieron,
luego de haber amordazado a los custodios del lugar.
Marvin compraba algunas drogas en el centro de la ciudad y hablaba por
su teléfono celular mintiéndole a Julieta.
–Sí, termino de cenar con mi abuela y nos vemos –le decía mientras
guardaba unas pastillas en sus bolsillos.
Y ella le contestaba con ternura:
–Bueno, te quiero mucho, no tardes.
Al terminar con la comunicación, Marvin
zambulló una de las pastillas coloridas en su garganta. Pobre, no sabía más que
hacer para recordar la imagen difusa que había poseído de su madre cuando era
aún muy muy pequeño.
Luego de despedirse del proveedor del
asunto, se montó en su bicicleta y comenzó a desplazarse con mucha calma
aguardando que el efecto de la pastilla dominara su cabeza.
En un determinado momento tuvo que
detenerse, se sentía realmente extraño. Se encontraba cerca del bar de los
acantilados, así que decidió trasladarse ahí a pie, para tomar asiento y
concentrarse en la búsqueda de la imagen de su madre.
Ni bien llegó, pidió, como pudo, una gaseosa
y unas papas fritas, apoyó la bicicleta a su lado y orientó su mirada hacia el
inmenso océano.
En cinco minutos la gaseosa y las papas
fritas se hicieron presentes en la mesa,
y él aún no se sentía cerca de su madre. Consecuentemente arrojó otra de las
pastillas dentro de su boca y bebió un poco de gaseosa para aplacar la enorme
sequedad de su garganta.
Imagen equivocada sobre el océano.
Imagen difusa de su madre sobre el océano.
Y entonces se concentraba para que la imagen
se formara completamente y lograra una nitidez un tanto explícita. Cerraba y
abría los ojos. Cada vez que los abría, la imagen cálida de su madre difusa, se
iba agrupando en busca de una efigie más concreta. Pero, finalmente, cuando ya
creía ser conciente de la totalidad de su madre, ésta estallaba convirtiéndose
en centenares de dragones burlones que le revoloteaban a su alrededor y, en
algunos casos, se le arrojaban encima.
“¡Fuera malditos! ¿Dónde está mi madre?”
–gritaba, mientras esperaba bajo la mesa que los dragones se retiraran.
La camarera se acercó preocupada:
–¿Está bien hombre?
–¿Y... usted, qué quiere?, usted..., no se
parece a mi madre. –le dijo muy lentamente, mientras vislumbraba algunas
víboras en su cabellera.
–¿Quiere que llame a una ambulancia?
–preguntó ella con amabilidad.
–No, quiero que busque a mi madre, está en
el océano –respondió desesperado.
“Pobre muchacho” –pensó ella. Y se fue a
hablar con el dueño del bar sobre el asunto.
Marvin, nuevamente, estaba en el océano, los
dragones desenfrenados se habían retirado, ahora tenía el campo despejado para
esperar la imagen de su madre. Sin embargo nada apareció sobre las aguas. Ahí
nomás, muy cerca de él, aparecieron algunos retazos de la imagen. Eran algunos
accesorios sostenidos en el aire por el vacío de su madre; era el tapado de
cuero blanco, su cartera estrafalaria y sus botas de color marfil. Ansioso,
esperaba que se completara la figura, pero sin suerte y, por el contrario, en
esa misma ubicación, apareció Julieta disolviéndolo todo. Ella lo saludó, y él,
reparando en ella un rostro diabólico, se escapó exasperadamente. Tomó su
bicicleta y comenzó a pedalear de una manera atolondrada, mientras ella le
gritaba y él se sentía acosado por el diablo. Julieta se sentó preocupada en el
bar a pensar cómo podía hacer para ayudarlo con su problema de adicción al
alcohol y las drogas.
Más tarde regresaría a su casa en su lancha
celeste.
Al otro día Marvin amaneció desconcertado,
sin saber donde se encontraba, en un espacio oloroso y reducido. Lentamente se
asomó por la pequeña apertura, orientada hacia la luz del día, y se encontró
con un hermoso perro que lo miraba moviéndole la cola. Al levantarse y observar
sus alrededores, advirtió que se hallaba en el jardín delantero de una casa
indeterminada.
–¿Y usted joven, qué hace acá? –le peguntó
un señor, mientras lo apuntaba con un revolver.
–No, eh..., en fin, creo que amanecí aquí
por error –explicó absurdamente.
–Pero usted seguramente es un drogadicto
–dijo el hombre con voz fuerte, como si estuviera dándole un escarmiento.
–Y, creo que sí –respondió, mientras
acariciaba al perro, que le lamía el rostro
–Bueno, bueno, vaya nomás, usted es una
lacra, pero valoro su sinceridad –y entró a la casa.
Marvin saltó el pequeño cerco y tomó su
bicicleta, que había dejado arrojada en el cordón de la calle. Se dispuso a
pedalear como podía, ya que se encontraba bastante exhausto y el residuo de la
droga comenzaba a provocarle un estado de depresión insoportable.
“Carajo –pensaba– esto es una agonía”, y
sentía que en cualquier momento lo abordaría la locura. “¡Por Dios, esto es
insoportable! –gritaba, mientras un perro comenzaba a ladrarle. Era el mismo
labrador que le había lamido el rostro hacía algunos minutos en la casa
desconocida.
s
k
s k
k
k
k
CAPITULO 12
Eloy despertaba más temprano de lo habitual
y se dirigía con culpas a la cocina a preparar el desayuno.
Saludó a Guillermina con un beso, y sintió
que se encontraba más fría que nunca. Mientras cortaba el pan para las
tostadas, giraba cada tanto la cabeza, sobre su hombro izquierdo, para
observarla. Sentía un gran cargo de conciencia, de manera que cuando comenzó a platicarle
lo hizo de una forma atolondrada y torpe.
Luego de arrojar unas cuantas palabras al
aire, tomó el diario de siempre y, para variar un poco, lo leyó acostado en el
piso boca abajo, como si estuviera en la playa.
–Y claro que vamos a ir a la playa
–interrumpió su lectura– tenemos la plata necesaria para ir a cualquier lado, y
sombreros, sombreros te voy a comprar millones.
“Ay sos muy generoso” –se expresó
Guillermina, dentro de su cabeza alocada.
–Y vos también –dijo él, dulcemente,
olvidando por completo a Zoe.
Inmediatamente se acercó, la abrazó y le
dijo:
–Sos muy linda, me gusta tu boca, tu
nariz.... ¿Si las narices del mundo
crecen, Pinocho... podría asesinarnos? ¿Y las bocas que beben vino, matan? ¡Ay
sos tan hermosa!, me gusta tu calma, la palidez de tu cuerpo...
Y continuó así, durante algunos minutos,
hasta que el ruido cotidiano del portón de Zoe, lo comunicó nuevamente con
ella. Se alejó disimuladamente de la cocina y corrió para echarle un vistazo.
Abrió una de las celosías, arrimó su rostro, nariz y boca estrujada, e
inmediatamente recibió amor al clavarle los ojos. Primero atinó a salir en
busca de un abrazo, pero luego recordó que se encontraría a las ocho en los
acantilados, así que continuó observándola nomás. Zoe terminó de acomodar
algunas cosas en el baúl del auto y se marchó raudamente, pero su perfume
permaneció, meneándose en el aire, el tiempo necesario como para que Eloy se
regocijara un poco más.
Mientras respiraba feliz, sin dejar de lado
la presencia de Guillermina a quince metros de su espalda, advertía que se
hallaba enamorado de ambas.
“¡Caramba, caramba! esto no está bien –se
decía–, me gustan dos personas, creo que estoy enloqueciendo”. Y comenzó a
lustrar su motocicleta reluciente. Lustró y lustró, durante cuarenta y cinco
minutos, y se dirigió al playa, más precisamente, a la casa de Marvin.
Estacionó la motocicleta en el lugar de siempre,
y ahí nomás estaba Marvin dormido en el suelo con su rostro apoyado sobre el
perro como si fuera una almohada.
–¡Marvin, Marvin! acá estoy, ya llegué
–intentó despertarlo, pero él, aún exhausto, no escuchaba nada de nada.
El perro, por el contrario, se levantó de
inmediato, correteó un poco, y comenzó a lamerlo.
Ahora sí Marvin abría los ojos para recibir
las imágenes del mundo escalofriante, que había absorbido a su madre.
Se saludaron y Marvin tomó rápidamente la
guitarra. Acordes para el viento, viaje en busca de su madre. Rasgueó para el
alma, donde el dolor ya no se aguanta.
Tocaba con los ojos cerrados y las
vibraciones de su guitarra lo elevaban impotente hacia el espacio celeste.
Eloy lo escuchaba complacido y dibujaba, con
una ramita sobre la arena, a Zoe y a Guillermina, mientras el perro corría y
chapoteaba sobre el agua.
A unos metros de distancia, una señora coja
de unos sesenta y cinco años observaba detenidamente a Eloy. No le quitaba la
mirada de encima. Sus ojos no lucían normales y la locura borracha, insana, cruel y despiadada
le revoloteaba sobre la cabellera enrulada. Era la madre de Eloy, prófuga de la
ley por haber asesinado con un arma blanca a su nuera Guillermina y a su marido,
el padre de Eloy.
Ahora dejaba de observarlo y dirigía su
mirada al cielo. Se la notaba meditabunda y su rostro de aspecto vil disminuía
notablemente sus expresiones maléficas. Eso le sucedía cada tanto, cuando la
bondad la tomaba por sorpresa, despojando momentáneamente el mal de su cuerpo.
Hacía seis años que había efectuado el asesinato, un año antes de que Eloy con
su cabeza vapuleada abriera el último cajón de su cómoda y enloqueciera.
Otra vez se dispuso a observarlo y, a
diferencia de antes, comenzó a mover sus pies. Se dirigía lentamente hacia
donde se encontraban ellos.
–¡Hola hijo! –gritó cuando alcanzó una
distancia de unos tres metros.
Marvin se dio vuelta ansiosamente y,
desilusionado, fue amordazado por el disgusto. Permanecería sin habla durante
todo el día. Dejó de lado la guitarra y se dirigió a su cama para que lo
tragaran las sábanas.
–¡Hola hijo! –gritó nuevamente, ya que no
había recibido ninguna respuesta.
Eloy ahora sí se volteó para averiguar a qué
se debía ese grito:
–¿Qué sucede señora?
–Soy tu madre –respondió mientras la
abandonaba la bondad y la dulzura–, idiota.
–Soy tu madre idiota –repetía Eloy, sin
saber siquiera qué era una madre.
–¡Pero sos el espejo de mis palabras!,
¡estúpido! –gritó aún más fuerte.
–¿Y para qué sirven las madres?
–Para arrepentirse de sus hijos –respondió,
y se marchó al advertir que un policía se acercaba hacia ellos.
Eloy cerró los ojos y vislumbró algunas
imágenes borrosas: cuchillo, dolor, vino y muerte.
Luego decidió mojar sus pies en el mar; la
naturaleza le proporcionaba el afecto necesario para no morirse de locura. Y
mojaron pies y patas. El perro lo lamía y él lo acariciaba.
Marvin soñaba la felicidad y se revolcaba en
el océano de su cama, como si estuviera en la placenta de su madre.
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
d
a
d
CAPITULO 13
Eran las cinco de la tarde, Marvin aún
dormía y Eloy se dedicaba nuevamente a escuchar las conversaciones ajenas
sentado muy prolijamente en el bar de los acantilados. El perro lo acompañaba a
su lado acostado sobre uno de sus tobillos.
Cuando llegó la gaseosa solicitada, en vez
de decir gracias, dijo de nada haciendo reír a la mesera, quien habría tomado
aquella incoherencia como si hubiese sido un chascarrillo.
Bebió muy lentamente la gaseosa, entre
tanto, aún prestaba atención a los diálogos, sonidos fonéticos, que se
desplazaban contentos, ida y vuelta, de una boca a la otra. La gente se
encontraba feliz, o al menos eso era lo que parecía, o al menos eso era lo que
había podido hacer el alcohol con ellos.
Una de esas personas sacó de su valija de
pesca un cuchillo de plata antiguo para mostrárselo a su amigo. Al verlo, Eloy
fue víctima de un estado de euforia que desbarató el lugar. Volcó mesas y
sillas. Se rompieron botellas, vasos y otras piezas de la vajilla del lugar. La
gente huyó asustada sin pagar la cuenta, y él, finalmente, todavía tembloroso,
se volvió a sentar. El dueño del bar recién llegaba y se enteraba de lo
sucedido por medio de las meseras. Se acercó a Eloy, se sentó, lo saludó con
afecto, debido a que eran amigos desde chicos, y le dijo:
–Che, Eloy, que sea la última vez.
Y él le dijo, pero como si estuviera
pensando en las mujeres:
–La última vez es la próxima. La última vez
es la más hermosa.
El dueño del bar se levantó un poco enojado
y comenzó a ordenar el desastre con las meseras.
Una hora después el viejo reloj, dentro del
bar, señaló, con su aguja más pequeña, el número ocho, y Zoe ya se encontraba a
metros de su nuevo amor.
Se sentó, se besaron dulcemente y latían
enamorados bajo la luz de la luna recién asomada en el horizonte empapado del
océano.
Luego brindaron con vino y decidieron ir de
paseo en bote.
Y así lo hicieron, abordaron y se lanzaron
sobre las mareas saladas. Fumaban un habano y observaban la luna, el humo adornaba
el entorno, donde ambos colgaban sus temores y pensaban sin cabeza.
Un hermoso delfín emergió del agua frente a
ellos y volvió a sumergirse salpicándolos.
–¡Qué lindo delfín! –dijo Eloy–, vos tenés
piel de delfín.
Ella se estremeció de ternura y le dijo:
–Mi amor, qué dulce.
Y Eloy comenzó a desvariar, como solía
hacerlo, súbitamente:
–El amor viene, el amor va; pero nadie lo va
a alcanzar.
–¿Qué decís mi amor? –preguntó ella.
Y el delfín nuevamente intentó alcanzar el
cielo.
–Es hermoso –dijo Eloy.
–Sí, realmente –acotó ella.
Y se tomaron de las manos, porque era todo
romántico y, todo, no era más que un momento agradable.
Distraídos por el efecto del amor, perdieron
un remo y se alejaron demasiado de la costa, así que sólo les restó suplicar
que los devuelva la marea en la madrugada. Ella estaba muy asustada y él estaba
loco loco de contento. Cantaba, gritaba y bailaba al compás de un ritmo
imaginario. Después, cuando acabaron las petacas de whisky, que habían provisto
para el paseo, ella se sintió más relajada y comenzó a bailar abrazada a él. El
mar, afortunadamente, permanecía sereno, y ellos, con movimientos suaves, se
entrelazaban sobre el armónico zumbido del viento.
Más tarde se quedaron dormidos abrazados,
tapados con una loneta que había en el bote. La verdad es que hacía demasiado
frío, pero, con la temperatura corporal y la buena voluntad y paciencia, que se
sostienen en un comienzo afectivo, pudieron sobrellevar la noche de una manera
bastante agradable.
Amanecía, la loneta se había volado y sus
cuerpos comenzaban a calentarse con la salida del sol. Se encontraban muy cerca
de la costa, así que con la ayuda del remo restante llegarían rápidamente.
Una vez encallados sobre la arena, ella ofreció
unas galletas que tenía en su cartera, y él aportó una petaca de licor de café,
recién salida de uno de los numerosos bolsillos de su campera de alpinista.
Al culminar con el desayuno ambos regresaron
a sus casas. Previamente Zoe le había proporcionado su número de teléfono
celular para estar siempre en contacto.
K
LLL
LLLLLLLLLLLLL
LLLLLLLLLLLLLLLLLLLLLL
CAPITULO 14
VEINTE DÍAS
DESPUES
Eloy y Zoe seguían juntos, felices y
enamorados, pero aún no había sucedido nada con respecto al sexo, porque Zoe
necesitaba su tiempo y él casi no recordaba cómo se realizaba un coito. Y
Marvin… Marvin había seguido actuando como de costumbre, alcohol y drogas, para
encontrarse, en otro lado, más cerca de
su madre.
OO
OOOOOOOO
OOOOOOOO
OOOO
OOOOO
OOOOOOOO
OOO
CAPITUILO
15
AL MES SIGUIENTE
Llegó la primavera. Por cierto, con un
calorcito ausente debido a la ubicación geográfica del lugar.
PPPPPPPPPPPPPPPPPP`PYUYHPP
PPPPPPPPPPPPPPPHHH
PPPPPPPPPPPPPPPPP
PPPPPPPPPPPPPPPPPG
PPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPPP‘’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’’
CAPITULO 16
Y AHORA
Se vivía la víspera del año nuevo.
G
G
GGGGGGGGG
GGGGGGGGGGGGGGGGGGG
GGGGGGGG
CAPITULO 17
La mañana ya había quedado atrás y el medio
día se había hecho presente una vez más. Zoe almorzaba con sus hijas muy
entristecidas, mientras que su marido en la fábrica trabajaba malhumorado y
desperdiciaba su hora del almuerzo en nada. Eloy comía pastas con Guillermina.
El sabor de la salsa, como espolvoreado con restos de culpa y cargo de
conciencia, se tornaba agrio en su garganta. Los ladrones, luego de haber
donado una suma importante de dinero a varios comedores para carenciados,
comían algunas hamburguesas caseras, que le habían comprado a un vendedor
ambulante. Los jóvenes enamorados hacían el amor en el auto. Y Marvin y Julieta,
tomados de las manos, se dirigían a almorzar a la casa de ella. Caminata previa
sobre la costa. Abordaje en lancha celeste, crujido de motor. Traslado, besos y
caricias. Muelle, amarra, cabeza de Marvin en problemas, cincuenta y tantos
pasos sobre un morro, y llegaron. La casa era muy bonita, amplia y cómoda, y la
vista panorámica, desde sus balcones con ventanales enormes, era realmente
fabulosa.
La madre fue la que respondió al sonido de
la campana utilizada como llamador o timbre.
–Hola chicos –saludó ella muy amablemente,
como lo exigía a diario su personalidad.
–¡Hola ma! –saludó Julieta.
–Hola que tal –saludó Marvin, mientras
prendía un cigarrillo.
El padre de Julieta, odioso del tabaco, leía
en la cocina.
–Apagá el cigarrillo –le sugirió Julieta,
pero él no hizo caso, de manera que al ingresar a la cocina lo recibió el padre
insinuándole que lo apagara.
La madre introducía en el horno un par de
pizzas, el padre retomaba su lectura y Marvin le tocaba la pierna a Julieta y
le señalaba el vino ubicado en el centro de la mesa.
–¿Querés vino? –le ofreció entonces ella.
–Sí,
sí, porqué no –respondió él, sediento de algo insano, haciéndose el
desinteresado.
Julieta le sirvió un poco, y él la miró
fijamente a los ojos para que le sirviera más. Ella le sirvió un poco más, él
tomó el vaso de vino tinto y permaneció algunos segundos fascinado observando
su color. Su cabeza comenzaba a funcionar muy mal y todo parecía virar hacia el
campo de la locura.
–Mi madre bordó –decía sin pestañar–, qué
lindas son las madres. El vino, vino y no viene nunca –y se rió solo de su chiste–
esas cosas dice Eloy, me le estoy pareciendo.
Los tres lo miraron preocupados, y el padre
le preguntó:
–¿Estás bien? ¿Qué te pasa? ¿Estás drogado?
Y Marvin bebió de un trago el vino restante
y respondió mintiendo, porque en ese caso no se había drogado:
–Claro que sí, es un hobby para mi.
Julieta se rió para simular que había sido
un chiste, y él también se rió; vaya a saber uno de qué. Luego, por fin, la
situación se tornó más normal y comieron en paz. Marvin bebía vino
caudalosamente y su hígado, bastante
comprometido, no resistía más. Su
boca se abrió y vomitó sobre la mesa. Prontamente salió de la casa para
continuar con los vómitos. Ellos permanecieron perplejos y, asqueados, casi
vomitan también.
Marvin se tardaba demasiado. Sentado en un
tronco fumaba un cigarrillo de marihuana.
La madre salió a cerciorarse de que se
encontrara en óptimas condiciones, mientras el padre limpiaba enfurecido el
desastre estampado sobre la mesa.
La madre regresó y le sugirió a Julieta que
cambiara de novio. Ella salió en su búsqueda y lo sorprendió arrojando algunas
palabras a nadie. Se acercó, lo acarició y le dijo, con tristeza y lástima:
–Pero mi amor, estás enloqueciendo.
–Eloy está loco –aclaró él, y continuó con
su diálogo alucinado.
Julieta regresó a la casa y se comunicó con
el centro de asistencia psiquiátrica
para solicitar ayuda.
Ahora Marvin regresaba a su cabaña a pie,
recordaba perfectamente el camino. Sólo eso recordaba, su cabaña y los
diferentes caminos que había utilizado siempre de regreso a la misma. Caminaba,
cantaba y gritaba. Algunas personas que lo conocían lo saludaban, pero él,
transitaba como un zombi que no ve, no piensa, no sabe y no contesta.
Ni bien llegó a la cabaña tomó la guitarra
y, con sus viejas canciones en estado de amnesia, compuso una totalmente nueva.
Más tarde llegó Eloy y, aunque Marvin no
recordaba que era su amigo, pasaron una tarde agradable. Manejaban códigos en
común y todo sucedía maravillosamente en falsa escuadra.
Se avecinó la noche. Ambos se montaron en la
motocicleta y se trasladaron hacia los acantilados. La noche lucía hermosa, con
un cielo despejado, la luna llena y las estrellas que brillaban desaforadas
ante el observador alocado.
Al llegar al bar de los acantilados Marvin
comenzó a caer parcialmente en la realidad y se sintió muy dolido al recordar a
su madre desaparecida. Luego de vacilar entre el amarillo y el rojo, eligieron
por fin la mesa amarilla; ni bien se sentaron, el dueño del bar se acercó y le
suplicó a Eloy que no realizara ningún desmán. Posteriormente tomó sus pedidos.
Los jugadores del revoleo comenzaban a
arrojar sus atuendos y ellos observaban, como de costumbre, acompañados por una
copa de vino.
–Y, la relación con..., con Zoe, ¿cómo va?
–preguntó Marvin.
–¡Increíblemente bien! –exclamó él,
cautivado–, pero creo que Guillermina está sospechando. Es mucho más astuta de
lo que parece.
–Ah –dijo Marvin. Y se rió al recordar el
calefón en desuso en su cocina.
–No sé qué hacer –se manifestó preocupado
Eloy–, algún día voy a tener que optar por una, supongo.
–No, yo te aconsejo que te quedes con las
dos –recomendó Marvin.
–Y, sí, no sé, en fin... –titubeó y
manifestó–: tengo ganas de ir al autocine con Zoe.
–Pero si no tenés auto.
–Pero ella tiene uno muy simpático,
amigable, ¿y las autopistas, viven de los autos?, o ¿los autos sufren cuando se
les acaba el asfalto?
SSSSSSSSSSSSS
s
CAPITULO 18
Mesa
amarilla vacía. Marvin había ido en busca de alguna droga y Eloy en busca de un
teléfono público, para comunicarse con Zoe y así invitarla al autocine.
A cincuenta metros aproximadamente había una
cabina telefónica y Eloy se encontraba a punto de oprimir los números correspondientes,
que tenía anotados en el papelito proporcionado por ella. Oprimió, oprimió,
oprimió, oprimió, oprimió, oprimió y oprimió, e inmediatamente ella atendió:
–¿Hola, sos vos?
–Sí, sí, autocine –respondió él.
–¿Cómo? –preguntó ella.
–Más tarde vamos al autocine –se expresó
mejor.
–Ay, sí, que maravillosa idea –dijo ella
feliz, y preguntó:
¿pero a cuál de los dos?
–Y, al que está cerca del bar de los
acantilados –explicó.
–Ah, a ese –y dudó un poco–, bueno está
bien.
–Buenísimo –festejó Eloy.
Y establecieron el horario y punto de
encuentro. Zoe iría a buscarlo en una hora, al bar de los acantilados.
Eloy tomaba asiento nuevamente en una de las
mesas del bar y pensaba qué podría pedir para beber.
La radio del bar estaba prendida y en ese
instante se escuchaba la publicidad actualmente más reiterada en los medios:
Destapá una sonrisa y dale brillo a tu vida.
Verve
el antídoto para que el dolor de la
mente.
Verve era una marca nueva en cervezas,
lanzada recientemente al mercado con un recurso económico bastante importante,
de manera que su difusión era realmente caudalosa, tanto en las radios, como en
la televisión y la vía pública.
Inmediatamente, entonces, supo qué pedir:
–Señorita, por favor, una Ver... ve. Verve.
–La cerveza perfecta, claro –dijo la mesera,
cumpliendo con una de las pautas del contrato de exclusividad del bar, con
dicha marca.
“Ver, verv, ver ve” –trataba de pronunciar
Eloy, mientras aguardaba que llegara la Verve.
Y la Verve llegó y él sorbió de lo dorado y
su cabeza se colmó de verbos y espuma y más chatarra, residuos enloquecedores
de la mismísima demencia.
Y el chop se encontró vacío y:
–Mesera otra Verve.
–La cerveza perfecta –y se dirigió a
buscarla.
“Perfecta, perfecta. –murmuró con culpa–
Guillermina y Zoe son perfectas”.
Y espuma blanca y líquido dorado en su
garganta. Bebió la cantidad de cervezas necesarias como para que lo derrotara
el sueño.
Dormía, con su rostro sobre su brazo apoyado
en la mesa, cuando el ruido de un
bocinazo lo despertó de un sobresalto. Era Zoe sobre su auto blanco, quien
había llegado media hora antes. Lucía bella y joven. Se había arreglado como
solía hacerlo habitualmente, destruyendo el paso del tiempo con maquillaje y
audacia a la hora de seleccionar la ropa. Eloy pagó y se acercó hacia el auto
blanco, donde Zoe resaltaba maravillosamente con un vestido colorado y
escotado, aglutinado al cuerpo.
Se saludaron con ternura y se desplazaron,
muy lentamente, hacia el autocine.
Eloy, un tanto desinhibido, a causa del
efecto del alcohol, le acariciaba suavemente, con su mano izquierda, la pierna.
Ella se encontraba muy a gusto y cuando Eloy movió su mano unos centímetros más
hacia arriba, su entrepierna comenzó a tiritar en silencio y su rostro se tornó
tan colorado como el vestido. Nerviosa prendió la radio como para que la música
armonizara la situación embarazosa. Y así fue, el sonido los envolvió de tal
manera, que decidieron parar el auto, con vidrios polarizados, por algunos
minutos.
Lo estacionaron sobre el acantilado, muy
cerca del abismo. Desde ahí podían observar cómodamente el océano y el cielo,
combinación perfecta para una situación de romance.
Música melódica envolvía sus cuerpos, ahora
desnudos y fogosos, como el origen del hombre y el descubrimiento del fuego. Se
acariciaban cada parte del cuerpo para explorar geográficamente el territorio
físico del amor; allá, enfrente, tan cerca como impredecible, y tan
impredecible como esquizoide. Y hubo besos y penetraciones carnales. Gemidos y
llantos escondidos, porque Zoe comenzaba a extrañar a su marido.
P
P
CAPITULO 19
Ahora, más relajados y livianos, como
suspendidos en el aire, se encontraban en el autocine, por cierto,
extremadamente auténtico, ya que su funcionamiento, algo desatinado o fuera de
lo común, así lo destacaba. En un determinado momento, alguien anunciaba el
comienzo de la película y todos debían
escribir su propia historia. Luego un jurado seleccionaba las historias
ganadoras, y los beneficiados recibían una credencial para ingresar sin cargo,
durante un año, al cine del centro. Mientras los participantes componían sus
historias, en la pantalla se proyectaban imágenes varias, para colaborar, en
cierta forma, con la inspiración divina. Cuarenta y cinco minutos era el tiempo
establecido para realizar el trabajo y la obra ganadora se proyectaba,
mecanografiada en la pantalla, la próxima noche, después del nuevo concurso.
A un lado de ellos estaba casualmente la
pareja de enamorados; y un poco más alejados, con algunos otros autos de por
medio, se encontraba el líder de la banda de ladrones, con su mujer.
Eloy saludó contento a los jóvenes
enamorados, mientras uno de los anfitriones del lugar culminaba con el reparto
de hojas y biromes y se hacía la hora de empezar con la escritura.
“Buenas noches, señoras y señores –daba la
bienvenida el gerente del lugar y anunciaba el comienzo–, ha llegado el momento
de darle acción a esas páginas –y tiró un tiro al aire, señalando la largada”.
Y todos comenzaron la carrera contra el
tiempo, para finalizar la historia antes de los cuarenta y cinco minutos.
Habían transcurrido unos veinte minutos, Zoe
escribía algo parecido a lo que le había sucedido actualmente en su vida, pero
aún no había podido designarle el nombre a la historia o cuento. Eloy, por el
contrario, sólo había podido confeccionar el título y no tenía la menor idea de
cómo encarar el cuento. Sobre su hoja se leía: “El asfalto es un desperdicio
ético”. El líder de la banda de ladrones aún no había comenzado. Y el joven
enamorado, que era el único aficionado a la literatura, escribía un cuento
basado en la forma de vida de su tío, titulado con el nombre del mismo.
Una vez finalizado el concurso, el jurado
obtuvo el resultado treinta minutos después, tiempo más que suficiente para
leer tan pocas historias y con un flujo de texto bastante escaso.
El ganador, por unanimidad, fue el joven
enamorado; entonces, la obra que se proyectaría al otro día sería:
Roberto
La casa era muy vieja. Además estaba muy
abandonada y desordenada. Revoques venidos abajo, goteras, pinturas totalmente
desaparecidas, vidrios rotos y desperdicios varios.
También había mascotas que se habían
suicidado y duendes y fantasmas que no regresarían jamás.
Nadie sospechaba de la forma y condición que
vivía Roberto, porque él salía a la calle peinadito, bien vestido y perfumado.
El caos era de la puerta para adentro. La vereda la mantenía brillante y el
frente de la casa parecía que hubiese sido pintado por Dios.
Las viejas del barrio, que no tenían nada
que hacer, mataban el tiempo hablando orgullosas de lo limpio que era Roberto.
Él compraba y vendía autos antiguos. Los
traía de las zonas más carenciadas. Acechaba por las zonas famélicas y cuando
escuchaba que alguien gritaba “¡hambre!” se presentaba de inmediato con unos
pocos billetes lustrosos que les hacía brillar los ojos a las personas que
desechaban sus autos como si nunca hubieran sentido afecto por ellos.
Algunos, a modo de agradecimiento, le
regalaban sus viejas máquinas de coser y algún que otro dedal agujereado de
tanto mandonear agujas.
Roberto, que no pensaba coser en su vida, se
llevaba las máquinas y se las vendía a las viejas del barrio. Las estafaba de
una manera que presenciar ese acto de sátrapas, provocaba náuseas.
Una vez vendió un auto que en realidad no lo
había vendido, porque no lo había comprado y en consecuencia nunca lo había
tenido.
Pasaron algunos años más de abandono
absoluto y la casa ya no tenía techo. Todo era regalo del cielo: lluvia,
viento, sol y balas perdidas que parecían niños desaparecidos.
Desde su casa colmada por los escombros del
techo, él era el dueño de los vuelos de los pájaros. Y por las noches, amigo de
la luna, bebía sus cervezas y se tapaba con un manto de estrellas emocionantes.
Era el placer, el placer de dormir mirando al infinito sabiendo que alguien o
algo lo estaba mirando.
La plata que ganaba a costa del eco del estómago
de la gente, la gastaba en lavadero y comida a domicilio, con sus inevitables
cervezas. Para él, beber antes de irse a dormir era como si alguien le
estuviese contando un cuento al oído o como si él fuera parte de un cuento.
Él no pagaba la luz, ni el gas, ni el
teléfono, ni el agua, ni rentas. Tampoco pagaba alumbrado, barrido y limpieza,
porque él guardaba la basura en su casa, la luz de las calles lo encandilaban y
con respecto a las plazas, siempre decía que se la podían meter en el orto.
Su luz
era la realidad del día y la noche. Su teléfono, el del locutorio de la
esquina, que se sostenía gracias a unos cuantos Robertos y algún que otro
Sebastián. Y a la casa, compuesta de ochocientos escombros en cuatro ambientes,
no se la podían rematar, porque la ley lo amparaba, al no tener otro lugar para
vivir.
Él se bañaba con la lengua y ya casi era un
hombre gato, pero cuando salía a la calle seguía engañando a la gente con su
impecable presencia y su cultura que salía desaforada por la boca.
Sus novias se enamoraban profundamente de
él, hasta que
atravesaban
la puerta impecable y eran violadas por el caos de la casa.
Un día Roberto contrajo una extraña peste y
un helicóptero de la policía lo sorprendió moribundo en la cima de los escombros,
con una cerveza y un puñado de estrellas que irían desapareciendo de a poco. Lo
tomaron con mucho cuidado y lo trasladaron apresuradamente al hospital más
cercano. Abriendo uno de sus ojos cansados él podía observar el caos desde un
punto de vista diferente, olvidando por unos instantes su tremebunda agonía.
Estuvo meses en terapia intensiva, y luego
permaneció internado años, hasta que el hospital quebró dejándolo olvidado en
su cama que ya recolectaba goteras y cáscaras de pintura.
Un día que amaneció en perfectas
condiciones, abandonó el hospital echando de menos el caos compañero, para
regresar a su casa y reencontrarse con sus desperdicios y cachivaches más
preciados.
Tenía un soldadito antiguo de chapa que era
maravilloso y además ocultaba detrás de su mirada triste unas ganas tremendas
de gritar: “¡papá!”.
Tiempo después, Roberto se enamoró de una mujer hermosa y prolija, que
seguramente ocultaría una casa desordenada.
Una tarde calurosa con leve tránsito de
aire, él pudo conocer la casa de ella que era como la suya pero algunos años
atrás, es decir, con más techo.
Otra tarde pero con mucho tránsito de
calentura por el aire, ella pudo conocer la casa de él, y al ver semejante
belleza caótica no le quedó más remedio que decirle que lo amaba haciéndole el
amor bajo la lluvia del techo desnudo.
Pronto Roberto cumpliría años y su novia lo
sorprendería con su regalo soñado que le proporcionaría, al menos por un
tiempo, una felicidad extrema.
El calendario, arrugado y húmedo, marcaba el
día 17 de agosto, mientras Roberto esperaba a su amada sentado en una pila de
hormigón armado que él mismo había pintado de colores para darle un carácter
más de silla en el día de su cumpleaños.
Mano izquierda, soldadito de chapa con
mirada triste; mano derecha, lata de cerveza alegre, y entre ese evento de
objetos y manos y líquidos y tristezas ocultas llegaron las manos de ella con
el tan esperado regalo.
Era algo que él siempre había soñado
mientras observaba por las noches el cielo filosófico de las mareas
desconocidas.
¿Y qué era, y qué sería, y como sería?
¿Sería un regalo obsoleto o un regalo mágico?
¿Un llavero, un sueño, un poder, o una
visión? O todo eso junto, revuelto y compacto, con el llavero asomadito, como
si fuera el pene de algo inexplicable.
Abrió por fin el regalo, que a juzgar por su
olor, era bastante mágico, y se sonrió y
se erizó de felicidad al verse a él mismo en el futuro, con su soldadito de
chapa, desordenando y ensuciando las galaxias, bien vestido, bien peinado y
perfumado.
CAPITULO
20
Eloy y Zoe abandonaron el autocine y se
dirigieron a un bar ubicado en la playa, donde se podía escuchar música, bailar
y disfrutar de los mejores tragos.
Una vez que estacionaron el auto, bajaron
por una de las escaleras extensas que conducen a la playa y, antes de acercarse
al bar, se abrazaron y besaron durante algunos minutos. Eloy, sin restarle
puntos al amor que sentía por Zoe, pensaba en Guillermina, y ella, efectuando
sus besos y caricias a modo de despedida, no se animaba a expresarle que
deseaba restablecer la relación con su marido.
Finalmente se integraron al bullicio del bar
y, sentados junto a la barra, sobre unos bancos de madera, solicitaron unos
tragos batidos. En el centro del recinto había una pequeña pista de baile con
algunas personas meneándose o sacudiéndose al ritmo de la música. Vistos desde
un punto de vista cruel, parecían estar divirtiéndose como idiotas, de algo
vacío y sin forma, sin motivo, ni fin. Pero vistos desde un ángulo mucho más
profundo, parecían estar agitando el tiempo para proyectar su trascendencia en
algún rincón del espacio.
Sentado al lado de ellos estaba, casualmente,
con una cerveza en la mano, y bien vestido, bien peinado y perfumado, Roberto,
el tío del joven enamorado.
Luego de terminar su trago, Eloy, se dirigió
al baño y Roberto aprovechó el momento para intentar seducir a Zoe. Se acercó y
se expresó de una manera seductora, pero ella lo ignoró totalmente, así que se
sintió forzado a retirarse humillado del lugar. Caminó apresurado y después
comenzó a correr por la playa. Mientras corría levantaba de tanto en tanto su
cabeza y le echaba una mirada al cosmos, espacio extraordinario por el cual
siempre había sentido una enorme
atracción. Luego se encontró con una de las escaleras, y la subió
velozmente, para reencontrase con su soldadito de chapa, que aguardaba apoyado
en la luneta de su viejo auto.
El último escalón lo agotó por completo.
Descansó un poco, se prolijó el cabello, acomodó su remera dentro del pantalón,
y ahora sí, se encontró con su soldadito. Lo tomó suavemente, lo apoyó sobre su
falda y encendió el motor cubierto por la carcasa de un auto: su auto.
Al llegar a su casa encargó unas cervezas
por teléfono, mientras se le presentaban en su cabeza algunos recuerdos
recurrentes, situaciones desagradables y traumáticas vividas con su última
novia.
Las cervezas se tardaban demasiado, así que
para entretenerse, mientras tanto, ordenaba y revisaba una serie de cajas
colmadas de chucherías, que tenía olvidadas en un cuartito ubicado en el fondo
de la casa.
Abrió una caja, la revolvió, y la cerró.
Luego revolvió otra y la acomodó encima de la anterior; y, posteriormente,
cuando abrió la siguiente, mientras repetía una palabra varias veces, ahí fue
cuando lo tomó por sorpresa una sensación desconocida, un manoseo
incomprensible, que le bloqueaba la mente extirpándole la identidad; porque ahí fue cuando lo tomó por
sorpresa la locura y nunca más dejó de repetir esa misma palabra.
El muchacho de la roticería, cansado de
tocar timbre y golpear la puerta, se retiró enfadado con la motocicleta. Al
llegar a la esquina bebió las cervezas, y, luego, un par de cuadras más
adelante, chocó de frente con un auto convirtiéndose en polvo de la muerte o
energía para seres inteligentes.
Roberto, nuevo en el mundo, sin saber a qué
se debía su existencia y sin saber qué hacer, comenzó a martillar una de las
paredes limítrofes de la casa. Martilló y martilló durante algunos minutos,
hasta que el hoyo fue lo suficientemente grande como para que se cruzara
cómodamente hacia el otro lado. Una vez que ingresó a la casa vecina, la
recorrió observando todo lo que para él era absolutamente novedoso, y
finalmente tomó asiento en la cocina.
D
CAPITULO
21
Eloy y Zoe habían regresado a sus
respectivos hogares y ella aún no se había animado a manifestarle su deseo.
Eloy se estaba en el baño cepillándose los
dientes. Luego se dirigiría a la cocina a saludar a Guillermina.
Ahora se encontraba en la cocina observando
furioso al hombre sentado frente a Guillermina.
–Ajá –dijo furioso, pero Guillermina no se
expresó dentro de su cabeza, y Roberto solo repetía aquella palabra
consecutivamente.
“Bueno –pensó–, ahora no me siento en falta”,
y se sirvió un vaso con agua. Roberto se levantó, deambuló un poco y regresó al
lugar de donde había surgido.
Cuando Eloy se dirigió a su cuarto, no le
gustó demasiado que hayan construido un túnel ahí, pero de todas formas intentó
dormirse. Intentó e intentó, pero le resultaba imposible poder conciliar el
sueño.
Tomó una cerveza Verve de la heladera,
saludó nuevamente a Guillermina, y, posteriormente, atravesó el túnel sobre los
escombros del mismo, mezclados con los escombros habituales de la casa de
Roberto. Primero se asustó un poco al percibir que se encontraba en un
territorio bélico, pero luego se tranquilizó ante tanta serenidad y la magnitud
del despliegue cosmológico sobre su cabeza. Se sentó en el escombro más plano
que pudo encontrar y observó atontado, por algunos segundos, una hermosa lluvia de cometas. La cerveza lo
adormecía por dentro y la luz resplandeciente de los astros le regalaron un
sueño. Y si soñaba, era porque finalmente se encontraba durmiendo. Roncaba, y
Roberto lo observaba. La noche se callaba en su boca, y él, ahora también
descansaba.
Media hora después Eloy se despertó de un
sobresalto y se fue al baño de su casa. Aburrido y sin sueño, luego de hacer
algunas de las cosas que se suelen hacer en los baños, comenzó a hacer algo que
no se suele hacer en los baños. Y así lo hizo por algún tiempo hasta que
decidió llamar a Zoe. Eran las cinco de la madrugada cuando Zoe y sus hijas se
despertaron preocupadas ante la expectativa de una mala noticia.
–¡Hola! –atendió Zoe.
–Hola, estaba pensando –respondió él–,
pensaba en... –y olvidó lo que estaba pensando.
Zoe le cortó bruscamente, algo enfadada. Él
insistió otra vez, pero ella había apagado su teléfono.
Micaela y Romina se encontraban en la puerta
del cuarto de Zoe.
–¿Era papá? –preguntó Micaela.
–No. No era papá –respondió Zoe.
–Ah, seguro que era el loco –dijo Romina de
mala manera.
Y ambas dieron media vuelta y regresaron a
sus cuartos.
Eloy ya se encontraba en la cocina, saludó
una vez más a Guillermina, tomó otra cerveza Verve, y se dirigió al living a
escuchar música. Solía escuchar música clásica, pero, en ese momento, prefirió
prender la radio y recibir el estilo musical que le deparase la suerte. Oprimió
el botón correspondiente mientras sorbía de su cerveza, y una de las tantas
publicidades de Verve invadía bruscamente sus oídos, ya que el volumen del
equipo se encontraba al máximo:
Cerveza
Verve,
Un
sueño líquido para tu mente.
Y finalmente, volumen bajo entre sus manos, comenzó
a brotar una música suave, de un estilo musical indescifrable que lo
transportaba y lo elevaba. Se sentía cerca de Dios, dentro de una burbuja de
cerveza. Se sentía canción y flujo divino. Era una idea embriagada, que viajaba
en la nave de su mente alocada y los ojos del universo la observaban. Era él,
su demencia y su pasado vapuleado, un tour ilimitado.
Ahora dormía llanamente, sin viaje, sin
sueños, sobre el sillón del living. Sólo reposaba intacto, al igual que
Roberto, al lado del soldadito extraño, bajo el techo de cielo y luz de los
astros. En ese momento comenzó a nevar. Un gato gris atravesó el jardín trasero
de Roberto y siguió su camino por los techos y otros de los tantos jardines del
barrio, para refugiarse en su hogar.
Cuando llegó a la calle transversal una
señora le dio de comer carne picada envenenada. Era una vecina malvada y
despiadada, que asesinaba perros durante el día y gatos por la noche. Su nombre
era Lidia y el de su hijo, Eloy.
D
CAPITULO 22
SIETE
AÑOS ATRÁS
La luz de un nuevo día irrumpía en la
ventana del cuarto de Eloy y atravesaba sus párpados despertándolo de una
manera muy poco cortés. Malhumorado, se sentó al borde de la cama, volteó la
cabeza, y observó con desgano a la mujer acostada prolijamente a su lado. Ella
era su novia de turno, pues las renovaba constantemente en busca del gran amor.
“¡Carajo! –se dijo–, ya se me fue el
entusiasmo”. Y se dirigió al baño.
Mientras cepillaba sus dientes imaginó un
amor perfecto que lo asustó un poco. Y luego, más tarde, arrojó sus primeros
pasos al nuevo mundo de su inexplicable búsqueda.
F
F
F
F
F
F
F
F
CAPITULO
23
TRESCIENTOS AÑOS
DESPUÉS (La tumba ecológica)
Predomina la calma, y ya no existe el ansia,
la prisa, ni la expectativa; ya no existe la vehemencia, la locura astuta, ni
la frigidez de los átomos, porque ayer no hiciste nada y hoy... nada más
existe. Sólo la escalofriante calma, post destrucción, danza.
D
D
D
D
CAPITULO 24
Amanecía y la luz del sol se filtraba por
una de las celosías abiertas e iluminaba la lata de cerveza vacía, apoyada
sobre el pecho de Eloy. El rebote del sol sobre la lata se disparaba por toda
la casa iluminándola completamente y el frió tremendo congelaba el goteo de la
canilla del patio.
“¡Qué frío!” –se decía Eloy, encandilado,
mientras se acercaba a la estufa. Calentó sus manos y se fue a saludar a
Guillermina. Al llegar a la cocina se encontró
de nuevo con Roberto sentado frente a ella.
–Ajá, otra vez –dijo furioso. Pero de
inmediato se tranquilizó cuando Guillermina se manifestó diciéndole que eran
nada más que amigos.
Ahora sonaba el timbre de la casa. Era el
psiquiatra cumpliendo con una de sus visitas semanales. Eloy se acercó y espió
por la cerradura. Primero vaciló un poco, pero finalmente se dispuso a abrir la
puerta.
–Hola Eloy –saludó el psiquiatra.
–Hola, pero usted no es mi padre –le dijo él
una vez más, ya que siempre lo recibía de la misma manera.
–No, ya te dije que no soy tu padre, soy...
–y pensó por algunos segundos para explicárselo de otra manera–, soy tu visita
medicinal.
–En fin, no sé que dice, pero adelante...
esta calle es de todos –y dejó la puerta abierta.
Roberto había regresado a su casa y ellos
se encontraban en este momento en la cocina. El psiquiatra, luego de
preguntarle si había consumido alcohol en las últimas horas, diluyó un par de
pastillas en un vaso con agua y se lo alcanzó. Él lo bebió de inmediato, como
de costumbre, seducido por el colorido estrambótico de la infusión y comenzó a
leer el diario. El psiquiatra le hizo algunas preguntas, mientras anotaba en su
cuaderno cada palabra y pensaba y pensaba, exhausto, en abandonar su profesión.
Es que Eloy, a pesar de que había mejorado en los últimos treinta días, lo
agotaba desmesuradamente.
Cuando culminó con el cuestionario bebió un
poco de agua, respiró profundo y, sin saludar, desfiló hacia la puerta para
continuar con su recorrido diario.
Luego se hizo más tarde. Y después, mucho
más tarde, estalló la noche festiva en el mundo, porque era fin de año y había
que festejar una vez más la cercanía al... fin. Eran las doce de la noche, los
corchos de champán rebotaban peligrosamente en los cielos rasos y la gente brindaba
apresurada para emborracharse y olvidar algunos deseos muertos durante el curso
del año. Zoe estaba con sus hijas, sus padres y la familia de su hermana. Y
Eloy con Roberto, Guillermina y Marvin en la casa sin techo donde el soldadito
de chapa vibraba ante el incesante estruendo de la pirotecnia. Ellos bebían
cerveza Verve y comían sandwiches de miga y todo parecía así, muy improvisado,
porque el año nuevo les había caído sorpresivamente. Estaban sentados en
círculo sobre el suelo tapizado de escombros. Observaban el show de los fuegos
de artificio en el cielo y charlaban con seguridad y firmeza, como si la
realidad consagrada fluyera armoniosamente desde sus cuerdas vocales.
En la acera un hombre observaba el frente
impecable de la casa y titubeaba en
tocar el timbre. Finalmente se manifestó. Imposible fue que alguno lo
escuchara, así que procedió a golpear fuertemente la puerta. El sonido de los
golpes parecía ocultarse detrás de los estruendos festivos, y ellos, desde su
ronda, se encontraban al margen de ciertos ruidos.
El hombre abandonó la casa de Roberto y se
dirigió a la casa de al lado. Ni bien
tocó el llamador de la puerta, ésta se abrió crujiendo inútilmente, y él entró
en busca de su primer cliente de la noche.
–¡Hola! ¿Hay alguien? Soy el vendedor de
Biblias –se presentaba ansioso ante la expectativa de obtener alguna respuesta.
Recorrió un poco la casa hasta llegar al
cuarto de Eloy. Observó el gran agujero en la pared y, curioso, decidió
atravesarlo.
–Hola soy el vendedor de Biblias –dijo,
inmediatamente, ni bien advirtió que se hallaba, por fin, ante la presencia de
algunas personas.
–Hola –le devolvió el saludo Roberto, quien
parecía haber dejado de la repetitiva palabra.
–¿Quién es usted? –preguntó Eloy.
–El vendedor de Biblias –repitió.
–Ah... pero yo necesitaba un taburete.
Marvin observaba al vendedor con un poco de
odio.
–¿Un taburete? –preguntó Roberto, y continuó
con su palabra repetitiva.
–Sí, para Guillermina –y acarició, con
suavidad, su piel enlozada.
–¿Pero..., hoy no es fin de año? No sé, creo
que sí, creo que así me dijeron
–dijo Roberto, y retomó con su
palabra infinita.
–Sí, claro –afirmó el vendedor.
–¿Y porqué no vendió todas en Navidad?
–intervino Marvin.
–Porque en Navidad no salgo, a mi la Navidad
me da miedo –explicó.
–Porque la Biblia la escribió Dios antes de
matarse, y… después… de haber matado a Cristo –dijo Marvin asustándolo, con un
ademán malvado en su rostro.
–¿Y ese calefón?, es muy bonito, ¿quién lo
desechó? –preguntó el vendedor, con su dedo índice apuntando a Guillermina.
–Lo trajo él –reveló Roberto y señaló en
diferido a Eloy–, no sé, a lo mejor debe creer que esto es un basural –y se rió
y la palabra consecutiva se activó nuevamente.
Eloy, observando anonadado una lluvia de
cometas fabricada por el hombre, no había escuchado nada de lo recientemente
hablado.
–Y bueno, en fin, ¿me van a comprar alguna
Biblia? –preguntó el vendedor ávido.
–Y no –dijo Marvin–, nosotros no creemos en
Dios, porque Dios no cree en nosotros.
–Y no confía en nadie –agregó Roberto.
–Y Dios es sólo una palabra que reemplaza a
otra palabra –adicionó Eloy eficazmente, pero comenzó enseguida con sus
desvaríos–: la palabra, el amor y el tostador eléctrico. Creo que Zoe es una
enfermera y mi padre duerme untado con lodo.
–Y sí –dijo el vendedor, reflexionando–, a
lo mejor Dios no es más que un cuento, o un impostor. A lo mejor es una
verdadera desgracia, el verdadero diseñador del fin –su rostro se tornó algo desorbitado
y encendió una Biblia con un fósforo, como si fuera un elemento pirotécnico, y
luego, con esa misma llama en aumento, encendió un cigarrillo.
Roberto agregó algunas maderas y así
obtuvieron un agradable fogón para calentarse las manos.
Ya se habían agotado las cervezas en latas
de medio litro y ahora corría en forma circular, de mano en mano, sobre la
ronda, una de vidrio en su nueva presentación de litro y medio.
–¿Jugamos a las cartas por plata? –preguntó,
propuso, el vendedor de Biblias.
–Yo no sé jugar a las cartas –comunicó Eloy.
–Yo creo que sabía, pero... y si sabía, ya
no lo recuerdo –dijo Roberto, y palabra consecutiva activada.
–No, no juguemos a nada –dijo Marvin.
–Pero eso es muy aburrido –dijo Eloy.
–Y entonces vamos a caminar –sugirió el
vendedor.
–Sí, claro –aceptó Roberto, e intentó
repetir menos la inevitable palabra.
–Y vamos –dijo Marvin desganado.
–Sí, sí, bravo, bravísimo, vamos, pero
espérenme que ya regreso –dijo Eloy, y comenzó a arrastrar a Guillermina hasta
su casa–, total ella debe estar muy cansada.
Ellos observaron las últimas luces que
desaparecían en el cielo y destaparon una nueva Verve.
“Chan” –sonó, sereno y bello, el primer
acorde de una canción improvisada por Marvin. El vendedor y Roberto
sorprendidos se dispusieron a escuchar con atención aquel sonido que les
masajeaba el alma. Se sentían relajados y, totalmente embriagados, se elevaban
más allá de su ser, sobre los dominios del origen divino.
lD
l
lD
l
D D
CAPITULO 25
Zoe se levantó para asistir al llamado del
timbre. Como ya sabía que sería su marido, se acomodó previamente el cabello y
retocó un poco su maquillaje.
Abrió la puerta, se acercó al portón y
saludó con dulzura:
–¡Hola, feliz año!
–Hola –saludó él, sin entusiasmo, e
inmediatamente le pidió que le manifestara a las chicas su presencia.
En su auto, estacionado justo frente a la
casa, se divisaba, a través de los vidrios empañados, el rostro de una
señorita.
–Ya las llamo –respondió ella, con un enojo
oculto y la sonrisa fingida, luego de haber vislumbrado a aquella mujer.
Y entró sonriente a buscar a sus hijas. Se
encontraba furiosa y sentía más atracción que nunca por su marido, quien, por
cierto, en ese momento, vestía muy elegantemente, auque nunca dejaba de lado su
prendedor fucsia de cerveza Verve.
Las chicas se encontraban en el quincho.
Música fuerte, alcohol y amigos. Estaban a punto de perder la inocencia, cuando
las interrumpió Zoe, quién se sintió obligada a fingir que no había visto nada.
Finalmente las chicas se reencontraron con
el padre en el hall de la casa.
–¿Pero...?, chicas, están borrachas.
–Y... es fin de año pá –contestó Romina.
Y Micaela intentó obstruir su boca con la
mano para evitar un vómito, pero no pudo lograrlo.
–¡Qué desastre! –exclamó el padre. Y les
sugirió que se vayan a dormir. Y así lo hicieron una vez que se despidieron de
sus amigos.
El padre permaneció unos minutos en el auto.
Platicaba con su acompañante, mientras Zoe los espiaba desde una ventana.
“Es una rubia teñida –se decía queriéndose
convencer de que aquella mujer no era joven ni linda–, y esos aros en las
cejas, y ese tatuaje en el cuello; quiere hacerse la jovencita, que vergüenza”.
Y atendió el teléfono que sonaba hacía algunos segundos. Era Eloy que llamaba
para saludarla. Ella lo atendió con buena voluntad y muy amablemente, porque a
pesar de no desearlo más estaba dispuesta a ser su amiga y contenerlo y
ayudarlo en lo que fuera.
–Sí, mañana nos vemos –dijo ella–, hoy estoy
cansada, y además debo controlar a mis hijas que están borrachas.
–Bueno, mañana, mañana, es una buena idea,
¿es una buena idea? Sí, creo que sí, claro –y cortó Eloy, sin deslizar un chau,
o un hasta mañana.
A su lado estaba Roberto, Marvin y el
vendedor de Biblias. Después de abandonar el teléfono público cruzaron hacia la
plaza principal del barrio. La misma estaba colmada de árboles, plantas, juegos
para niños y carteles de publicidad, entre los cuales se destacaba de
sobremanera uno de cerveza Verve, cuyo eslogan, a diferencia de los otros,
estaba impreso con pintura fluorescente:
¿Te duele? No duele.
Verve
La ficción en tu
mente
y un nuevo año
sonriente.
Todos, montados sobre un carrusel pequeño,
giraban lentamente. El vendedor de Biblias cantaba una canción de cuna. Roberto
observaba el cielo repitiendo la palabra incansable. Marvin, con los ojos
cerrados y enceguecido por la locura, platicaba con su madre. Y Eloy, con su
pensamiento bifurcado, recordaba, al unísono, claro, momentos movedizos vividos
con Zoe, y otros más tranquilos vividos con Guillermina. Al girar el carrusel,
producía un leve viento que arremolinaba algunas hojas secas; secas y
quebradizas, como la vida sin sustento, que se apaga cada día en el cuarto oscuro
de las preguntas, porque nadie sabe con certeza cual es el motivo de estar
vivo. Nadie sabe y todos buscan, inconscientemente, al amor auténtico que se
aleja, paso a paso, sobre la marea estelar que los zarandea como a dementes
compuestos de incertidumbre venenosa.
Marvin abandonó el carrusel y ejecutó
algunos pasos; encendió un cigarrillo y observó la brasa a través de sus
párpados cerrados. La brasa le pareció demasiado grande y, cuando abrió los
ojos, se encontró con su madre. Primero gritó su nombre, y luego la abrazó
desesperadamente. Sentía que su identidad florecía en el interior de su
corazón. Se sentía extremadamente dichoso y completo; se sentía un ser más
fuerte y proclive a conquistar el mundo con notas musicales.
Y así siguió abrazándola, hasta que notó, al
tacto, con su mano derecha, algo duro a mitad de su espalda. Siguió con sus
dedos el recorrido de aquella dureza, pero no pudo descifrar que sería, así que
acercó su rostro para averiguarlo.
Era un pequeño cartel de madera que decía:
prohibido fijar carteles. Advirtió, entonces, desilusionado, que se hallaba
abrazado a un poste de luz, y comenzó a llorar desconsoladamente durante
algunos segundos.
Ahora un pico de presión le evaporó las
últimas lágrimas antes de freírle el cerebro y obsequiarle a su madre más allá
de los límites obsoletos de su cuerpo.
–Marvin está durmiendo–dijo Eloy.
–Y, ya es un poco tarde –dijo el vendedor de
Biblias–, creo que sería mejor que regresemos a nuestros hogares.
–Y... ajá. Regresemos –aceptó Eloy.
–¿Lo despierto a... Marvin? –preguntó el
vendedor.
–No, se enfada cuando está soñando –explicó
Eloy.
–Ah, bueno, seguimos camino –dijo el
vendedor.
–Y, sí, porqué no –dijo Roberto.
–¿Y adónde? –preguntó el vendedor.
–¿A nuestros hogares habías dicho no?
–respondió preguntando Eloy.
–Ah, sí, claro.
–Y, claro.
–Y por supuesto.
–Y, vamos –dijeron finalmente en simultáneo,
poniéndose de acuerdo y desplazando en paralelo los primeros pasos.
Durante el camino el vendedor les comentó que
vivía solo, y Eloy se solidarizó:
–Y bueno, podés dormir en el living de casa,
total, ahora es la calle o... el callejón de todos. Así dicen, no sé, en fin,
pero... por momentos creo que tal vez es una confusión mía.
Y siguieron camino en silencio. Eloy se
sentía algo extraño o irreconocible.
CAPITULO 26
Eloy amaneció con algo de lucidez y, cuando
se acercó a la cocina, observó a su calefón Guillermina con desconfianza,
advirtiendo que algo no funcionaba bien en su cabeza. Era evidente que la ayuda
psiquiátrica y el apoyo y la contención de Zoe lo estaban ayudando a escaparse
de la irrealidad que vivía bajo el dominio de su cabeza demente.
Tostó pan. Lo untó con manteca. Se sentó.
Observó el diario. Descubrió que era viejísimo y lo arrojó a la basura
sintiéndose un poco exhausto. Inmediatamente comenzó a sentir náuseas,
temblores y una gran migraña. Se sentó. Respiró hondo. Y esperó mejorarse.
Tres minutos después se sintió mejor y
empezó a ordenar la cocina. Quitó la vajilla del escurridor y la guardó en el
cajón adecuado. Acomodó la escoba, la pala y el secador de piso al costado de
la heladera. Enderezó el mantel. Arrojó varias latas de cerveza al cesto de
basura, y, por último, tomó el calefón en desuso y lo arrastró hacia la calle.
Lo colocó al lado del canasto para la basura y antes de darse vuelta para
regresar a la casa, sintió que aquel artefacto, tosco y blanco, le despertaba
un dolorcito incomprensible en el centro del corazón. Al entrar despertó a
aquel señor que dormía en el sillón del living, y lo echó a patadas. Luego se
dirigió a su cuarto y, al vislumbrar asombrado el hoyo en la pared, decidió
correr el placard hacia la izquierda obstruyéndolo.
Ahora Zoe abría el portón rutinario, que se
manifestaba, una vez más, ante sus tímpanos.
“Ahí debe estar saliendo la vecina” –se
dijo, mientras se acercaba a espiarla por las celosías.
Abrió bien grande su ojo derecho, la observó
apasionado y: “¿será el amor de mi vida?” –se preguntó, y se dirigió a hacer
sociales con ella.
Abrió la puerta de calle, el día despejado y
luminoso le despertó, de una manera fugaz,
algunas imágenes de la parte más oscura de su vida, pero, sin embargo,
no se detuvo.
–Hola, buenos días –saludó–, ¿cómo te va?
–Hola Eloy –respondió ella–, se te ve muy
bien; debe ser el año nuevo.
–Y a vos se te ve preciosa –respondió él,
con mucha seducción, y la invitó a beber
algo más tarde.
–Sí, claro –respondió ella contenta, pero
sin dejar, en ningún momento, de pensar en su marido–, nos encontramos, como
siempre, a las ocho, en el bar de los acantilados.
“¿Cómo siempre?” –se preguntó él, y le
respondió que ahí estaría.
–Chau –saludó Zoe–.Y se marchó con su auto.
–Chau –saludó Eloy, y algo que comenzó a
patinar en su cabeza, lo hizo permanecer, por algunos segundos, sentado en el
cordón de la acera, cerca del calefón, platicando solo.
Finalmente recobró un poco la cordura, giró
la cabeza, y, sin comprender el amor que le despertaba en ese momento el
calefón, regresó a su casa. Continuó con el orden en general, hasta que se hizo
la hora de almorzar y preparó unos espaguetis. Y almorzó, y se fue a la playa;
y se hizo la hora de la cita con Zoe, y ahí llegó ella, y ahí la y, y punto.
La luna se reflejaba en el océano congelado
y ellos la observaban, mientras caminaban por la playa tomados de la mano.
Se detuvieron y Eloy intentó besarla, pero
ella corrió su rostro a un lado. Intentó nuevamente y ella aceptó, llegando a
la conclusión, previamente, que no estaría haciendo nada malo. Mientras se
besaban, Eloy se preguntaba, por momentos, en sus lapsos de cordura, si ella
sería realmente el amor de su vida.
Intervalo entre sus labios.
–¿En qué pensás? –preguntó Zoe.
–Y..., me preguntaba si serías a lo mejor el
amor de mi vida, es decir... el verdadero amor.
Zoe lo abrazó y trató de juntar fuerzas para
decirle que en realidad deseaba reconciliarse con su marido, pero, una vez más,
no pudo armarse de coraje. El abrazo suave y dulce de Zoe fue como una
inyección, que extrajo, del subconsciente de Eloy, recuerdos censurados por su
mente ahumada, producto de la combustión de la locura. De esta manera comenzó a
sentirse un poco extraño, diferente, como si la coherencia delicada y
controvertida lo estuviera acosando. Y entonces los recuerdos comenzaron a
brotar. Recordaba cronológicamente momentos y contextos de su infancia, hasta
llegar al día en que su cordura era garabateada al abrir el último cajón de la
cómoda. Recordaba, disfrutaba y se criticaba. En un determinado momento,
invadido por un tremendo escalofrío, se había detenido horrorizado en el doble
homicidio efectuado por su madre. Además había recordado a ciertas novias a las
cuales había abandonado en busca del amor verdadero. Y con respecto a su última
novia, Guillermina, recordó que había renunciado a ella, un par de días antes
de que la asesinara su madre.
Ahora dejaron de abrazarse.
–Qué linda esa publicidad –dijo Zoe, y
señaló el cartel clavado en la arena a un costado de un pequeño bar.
En el cartel se apreciaba una botella de
cerveza Verve con una persona dichosa dentro, y, a su costado, el eslogan era el siguiente:
Si alguna vez la bebiste
ya sabés...
Verve,
el viaje en el tiempo es posible.
–Sí, es hermosa –afirmó Eloy–,vamos a beber
unas Verves.
Y se desplazaron raudos hacia el bar.
–Y nos vamos de viaje en el tiempo –dijo Zoe
con la inquietud de acariciar su infancia y disfrutar una vez más de su
juventud.
Se alojaron junto a la barra, pidieron las
Verves y una picada completa.
Minutos después la mesera arribó con el
pedido.
–¡Qué rico! –exclamó Eloy, refiriéndose al
queso gruyere, que poseía la picada.
–Sí, es una excelente picada –dijo Zoe–, a
mi me fascinan las aceitunas negras.
–Y a mi el queso gruyere –dijo Eloy–, y lo
curioso es que da la sensación de que los agujeros tienen gusto.
Zoe se rió y:
–Pero si no hay nada en los agujeros.
–Y, ¿será a lo mejor... el sabor de lo que
no existe? –conjeturó Eloy.
–Ajá, puede ser –dijo Zoe, y reflexionó un
poco.
El calefón Guillermina era alzado por los
recolectores de basura. Más tarde terminaría en el basurero municipal ubicado
sobre la playa, cerca de los acantilados.
Eloy disfrutaba apasionado del sabor de los
agujeros de los sueños y Zoe culminaba
con su cuarta cerveza. Ya comenzaba a embriagarse y el calor que producía en su
interior el alcohol le hacía vibrar las piernas sensibilizándole el clítoris.
–Vamos a caminar –propuso, entonces.
Y en sus ojos se podía leer perfectamente su
mensaje.
–Sí, claro, vamos –aceptó Eloy, contento,
con afán de sexo, y se levantó sensual, luego de haber pagado exageradamente la
cuenta.
La playa se encontraba desértica, sólo el
aire frío y ventoso, se desplazaba caprichosamente, desordenando la arena.
CAPITULO 27
Los ladrones de bancos se encontraban dentro
de la distribuidora de cerveza Verve. Ya habían abierto la bóveda secreta y se
retiraban con el botín. Entre las personas amordazadas se encontraba uno de los
gerentes, que se había quedado en aquella ocasión hasta tarde, para adelantar
algo de trabajo. El nombre del gerente era Paul, el marido de Zoe.
Julieta estaba en la puerta de la cabaña de
Marvin. Golpeaba y recibía un vacío solemne que le hacía sentir que él, ya no
sufría.
Roberto dormía mareado, felizmente, por la
luz de los astros.
Y la pareja de enamorados en el bar de los
acantilados leían un pequeño librito que les había vendido el vendedor de rosas
y poemas:
La realidad se escapa
La vida, la gente, las narices rotas. El
mundo se dilata como una pupila enferma. Toda una vida sobre un camino muerto.
Todo un sueño que se derrumba, cuando el sol no te encuentra y es la vida tu
niñez que espera, allá, donde la sonrisa y el placer no te envenenan. g
g
Los Dioses ya no
aguantan
Cuando el sol calla, y los gigantes se
enfurecen en sus cuevas de niebla, todo se torna peligroso y nadie es dueño de
su alma. Nadie controla sus pasos, y hay un pozo que huele ansioso sus pisadas.
El fin
Y sobran las sombras, y la locura disfruta,
junto al bosque siniestro, donde la leche de las madres del mundo es pólvora.
Agonía junto a un amor
exhausto
Y me muero porque vivo con tu imagen dentro,
y me muevo quieto sin tu fuerza, y me caigo y me quiebro como un ángel
fraudulento y amanezco ebrio; juego al fin de mis palabras, me deslizo sobre el
humo muerto y me encuentro sin luz en un espacio negro e indescifrable como el
sueño.
d
d
Al vacío
El tiempo que se tuerce cuando la sonrisa
huye despavorida. Y es todo extremadamente imposible cuando el individuo se
cae, y el dominio no encuentra una respuesta, y se deja llevar sin vocación,
sin ser, sin fe, ni fin.
d
d
Porque se fue
Porque se fue, y era el humo y la vida
extinguida cerca o dentro del contorno triste de mis ojos; eran mis lágrimas
despavoridas bajo la luz áspera de sus ojos. Era el dolor y la desdicha, la ira
y la nostalgia. Porque se fue y se llevó una mueca clave de mi sonrisa.
s
Cuando todo calla
Cuando todo calla, enloquezco, porque todo a
mi alrededor parece muerto, y hay cadáveres del pasado entre mis brazos, en mi
cuarto solitario; cuna del insomnio, donde el olvido no descansa; fuente
melancólica, donde sorben los marcianos para emborracharse.
Cuando todo calla, alguien enciende en mi
cabeza un sueño muerto, una lágrima que cae más allá de mi dominio; un sol
diminuto bajo el brazo y el suspiro magistral que me pretende a su lado.
Y entonces, otra vez la vida en la jaula, el
placer tan extraño de ser uno mismo enamorado de sus entrañas. La soledad llena
de palabras desnudas y atardeceres en serio. Una verdad absoluta dentro de mi
cabeza; pensamientos que vuelan y se buscan. Pájaros de mi sed ilimitada; un
trono que espera en el espacio mi llegada, porque no hay nada más que hacer,
cuando las piernas del destino se derrumban y todo calla y todo muere y todo es
asquerosamente hermoso.
d
Efecto primavera
En primavera es cuando brota la ilusión, y
los individuos comienzan a observarse en el espejo con confianza, y buscan
encontrarse bajo un cielo permanente de rayos solares para el alma.
Buscan la paz y el amor, que se escapa hacia
el verano construido eróticamente por las hadas.
Buscan la sonrisa, que estalla en el mundo
condenado, enmudeciéndolos, ensordeciéndolos y destruyéndolos inadvertidamente.
Buscan a Dios sobre el aire cálido y se
destapan para sentir en la piel la
felicidad inventada.
Buscan y buscan, y no encuentran, porque
vivir es una exploración siniestra que nos conduce a la gran garganta de la
nada, donde el amor verdadero se resbala.
A
A
A
CAPITULO
28
Eloy y Zoe decidieron alejarse del frío de
la playa y fueron a relacionarse íntimamente dentro del auto.
La que tomó la iniciativa fue ella, y él se
dejó llevar como si ella fuera, realmente, una enfermera. Zoe, con los ojos
cerrados y colmada de espuma de cerveza, se dejaba transportar hacia el pasado,
hacia el pasado cuando la vida desbordaba para todos lados y no existía la
jaula monogámica. En el lado interno de sus párpados en reposo, proyectaba
intemporalmente, a fuerza del recuerdo, momentos gratos ataviados de jóvenes
apuestos y la pulcra sonrisa de las curiosidades vitales. En un estado de
alucinación revivía momentos y hablaba peligrosamente seduciendo a la locura
agazapada debajo de su asiento.
Eloy, por su parte, con su salud mental
mejorando minuto a minuto, también recordaba y recordaba, pero el amor
verdadero siempre le escapaba.
Ahora Zoe abría sus ojos y prendía la radio.
–Ya es tarde –dijo, insinuando el regreso.
–Un rato más suplicó él–, es que hoy puedo
recordar tantas cosas.
–Sí, sí, te veo bien, últimamente has
mejorado muchísimo.
–¿Qué, mi cabeza se encontraba en problemas?
–Y, sí –afirmó ella.
–Y... la causa habrá sido el asesinato de mi
mujer y mi padre –supuso él.
Zoe sorprendida no supo que decir; entonces, no dijo nada, enmudeció, y
se manifestó por medio de caricias, que los condujeron nuevamente al sexo.
Ahora sí emprendieron el regreso. Zoe
manejaba relajada y Eloy comenzaba a odiar su concepción de la vida restaurada.
–La gente es una mierda –dijo
entonces–, y el mundo está enfermo.
–Y, sí, puede ser –dijo ella.
–¿Y, vos... serás el amor de mi vida?;
¿serás realmente mi amor, mi otra mitad,
como se dice puerilmente? ¿O… a lo mejor tendré que acostumbrarme a vivir a la
expectativa? No lo sé, es tan difícil todo.
–Ya lo creo –avaló ella.
–Sí, ya lo creo –repitió él, y se quejó–: ¡qué vida detestable!
Ella aprovechó el momento para manifestarle la verdad.
–Bueno, visto que no creés en el
amor, veo que éste es el momento oportuno para decírtelo.
–¿Para decirme qué? –preguntó un
poco nervioso.
–En fin... que lo nuestro es muy
lindo, pero todavía sigo enamorada de mi marido.
–¡Puta!, me gustabas tanto –se expresó
desesperado, mientras un remolino estrafalario agitaba su cabeza–, y... las
mujeres son del viento.
Zoe lo acarició y él se bajó del auto. Se
marchó a la playa bajo la tormenta recién desatada. Caminó y caminó; cada paso
generaba un terreno propicio para que nuevamente se le instalara la locura.
Sobre la orilla del mar, recordó a
Guillermina y su sonrisa brilló esperanzadamente. Los químicos de la locura
salvadora lo hacían sentir dichoso. Y gritó, y saltó y bailó. Sacudió el mundo
con violencia, y luego, subido a una escalera recién inventada, creyó tocar el
cielo con las manos.
Era la felicidad bajo los efectos de la
locura: su refugio. Era él, retornando a su amor Guillermina. Era él sin
lápidas queridas ni madre asesina. Era él, sin el absurdo amor que se eleva con
el soplar de los días. Era él, tan solo él, solitario, y lejos del dolor.
Alguien se acercaba. Era Roberto paseando un
perrito de goma.
–¡Hola! –saludó Roberto.
–¡Hola! –contestó Eloy–, lindo el perrito –y
titubeó un poco–, el perrito náutico.
–Sí, sí, es ideal para los días de lluvia.
–Ah...¿y cuando no llueve?
–Cuando no llueve paseo uno de peluche.
–¿Y de noche?
–De cuero.
–De cuero, claro, me parece muy bien.
–Excelente.
–Sí, maravilloso.
–Y, claro.
–Y, sí.
–Sí.
–Sí, sí.
–Sí, sí, sí
–Sí, sí, sí, sí.
–Sí,
sí, sí, sí, sí.
–Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Y, sí.
–Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Y, sí. Y claro.
–Sí, sí, sí, sí, sí, sí. Y, sí.
–Sí, sí, sí, sí, sí, sí.
–Sí, sí, sí, sí, sí.
–Sí, sí, sí, sí.
–Sí, sí, sí.
–Sí, sí.
–Sí.
–Y, sí.
–Y, claro.
–Sí, maravilloso.
–Excelente.
Y permanecieron juntos de esa manera, bajo
un tinglado abandonado, hasta que los venció el cansancio y se durmieron.
A las cuatro de la madrugada, visto que la
marea había subido bruscamente, cubriendo en absoluto la playa, ellos se
trasladaron hacia el segundo piso de uno de los tantos bares que poseía aquella
costa.
Antes de encontrarse nuevamente dormido,
Eloy recordó cuando espiaba a la vecina por las celosías de la ventana de su
casa.
La marea había alcanzado el paredón del
basurero municipal destrozándolo y la carcasa del calefón Guillermina era
absorbida por las aguas.
Dormían profundamente, tapados con unos
manteles de tela, y soñaban exactamente lo mismo, como si compartieran el sueño
para no gastar cerebro. Soñaban que platicaban acerca del océano, las mujeres y
el amor más allá de los astros.
La tormenta cesó.
Cuando la luz del día atravesó sus párpados,
ambos descendieron perezosamente, y luego de ser indagados por los dueños del
bar, se dirigieron a la playa a calentar sus cuerpitos helados, aprovechando la
nitidez del día que proporcionaba algunas caricias de calor solar.
CAPITULO 29
Eloy tenía en mente regresar a su casa para reencontrarse con
Guillermina, pero el efecto del sol sobre su cuerpo frío y mojado hacía que
cobrase por momentos la cordura. Se sentía extraño e indeciso. Su sentimiento,
con respecto a la vida, iba y volvía desde la agonía que le ofrecía la cordura,
hasta la dicha que le proporcionaba la locura.
Caminaron durante algunos minutos. Y luego, se distrajeron y ya se había
hecho la hora de almorzar. Se detuvieron en otro de los numerosos bares. Dentro
se encontraban los ladrones de bancos y los jóvenes enamorados, quienes
compartían una mesa. Ingresaron al recinto y ellos los invitaron de inmediato a
compartir el momento.
–¡Hola, hola! –saludó el líder, mientras les arrimaba unas sillas.
–Hola, que tal –saludó Eloy, por momentos contento de encontrarlos, y
por momentos desconcertado acerca de la identidad de los mismos.
–¡Hola! –saludó Roberto, como si los conociera de toda la vida.
–Hola –saludaron al unísono los jóvenes enamorados sentados uno encima
del otro.
Y el mesero ya tomaba los pedidos.
Comieron poco y bebieron vino de sobremanera. Al brindar rompían las
copas y, a su alrededor, las miradas de las personas horrorizadas les eran
ajenas. Pero claro, la persona encargada de la seguridad del lugar los echó a
patadas.
A metros de ahí, improvisaron un fogón y continuaron. Bebían cerveza,
aprovechando el tránsito de los vendedores ambulantes.
CAPITULO 29
Julieta regresó a su casa, destruida, y devoró unos hongos alucinógenos.
Minutos después, creyó darle el último adiós a Marvin.
Zoe platicaba con su marido, quien le manifestaba la fecha en la cual se
casaría con su noviecita.
Y en ese preciso instante, con un sonido chatarrezco y justiciero
incluido, la madre de Eloy era atropellada por un auto. Luego culminaría inválida y bien guardada en la cárcel.
CAPITULO 31
Más tarde, totalmente borracho, Eloy se desplaza por la playa cantando.
En un determinado momento, de mareo y cansancio, tropieza, cae cerca de algunos residuos de
basura, restos de chatarra y objetos pertenecientes a los jugadores del
revoleo, y se queda dormido.
Al despertarse voltea la cabeza impulsivamente hacia la izquierda y ahí
no más, frente a sus ojos, que brillaban de alegría, se encontraba Guillermina,
moribunda, embadurnada de algas, abollada y llena de arena, lo que le impedía
ver a Eloy todo su faltante interno. El atardecer se reflejaba en su cuerpecito
enlozado y a él se le caían unas cuantas lágrimas, mientras el sol evaporaba
los restos de la humedad de su cuerpo y su salud mental mejoraba
considerablemente, siendo ignorada. Y así, de esa manera, convenciéndose, o
engañándose a sí mismo, se acercó gateando, la abrazó y se sintió entero
nuevamente. Entero y real. Real y entero, frente al vacío incondicional que lo
maravillaba y lo colmaba profundamente de afecto; porque, como ya se ha de
saber, el amor verdadero es etéreo; tan etéreo, como la idea de que la verdad
es palpable, y tan palpable como acariciar el deseo en los confines del
misterio escéptico. El amor verdadero es un pensamiento inédito, una niebla
sarcástica, una luz que se escapa más allá del verbo y los corazones rengos.
Más allá del tiempo superpuesto y el rebote de una vida en versos.
El amor verdadero, entonces, no es más que
una ráfaga inalcanzable o un anhelo eterno, que vive comprimido y suspicaz,
dentro de nuestro ser... enfermo.
genial!
ResponderEliminar